
Muchas veces la memoria emotiva puede conducir a las creaciones más inesperadas, por las fibras que toca, por los recuerdos que evoca o, simplemente, por la capacidad por desbordar lo inimaginable. Un sueño made in Argentina: Auge y caída de Pumper Nic, de la periodista argentina Solange Levinton, es la paradoja más increíble de la realidad editorial actual.
Un proyecto que trata sobre una empresa extinta hace más de veinticinco años fundada en determinado momento histórico de la Argentina gana un premio editorial en un país a más de doce mil kilómetros de distancia. Se escribe, su autora -una periodista- lo trabaja, entre ansiedad, llantos, nervios, intercambios, se publica dos años después en ese país europeo, y es un éxito de ventas. ¿Cuál es el secreto de este fenómeno?
Solange Levinton, sin abandonar la risa franca y un humor contagioso y cómplice, reconoce lo inesperado del fenómeno –”estoy como en una cosa medio surrealista, a la que no estoy acostumbrada”–, pero accede a las entrevistas, en una suerte de gira que la tiene como protagonista, para contar el secreto de este éxito que va más allá del logo de aquella empresa extinta, el hipopótamo de la cadena de hamburgueserías Pumper Nic –estampado en la remera de un amigo o en el sello que otros amigos le regalan para firmar los libros en su primera presentación–. Como una estrella, ya tiene su club de fans.
La autora, sin embargo no se la cree, es solo un puente, la vocera de los recuerdos de tantos otros que más allá de los grupos de Facebook que aún recuerdan las frenys -las papas fritas- y unos sandwiches llamados mobur. Grupos que hablan de los primeros cumpleaños en una cadena de comida rápida –como es el caso de la redactora de esta nota–; las primeras veces haciendo equilibrio con una bandeja de autoservicio o la responsabilidad de hacerse cargo de los desechos depositándolos en la boca del hipopótamo, insignia ineludible de la marca.

Como cuenta Levinton en el prólogo de Un sueño made in Argentina: Auge y caída de Pumper Nic, lo que comenzó como un recuerdo con su abuela Rosita, hoy es un libro de no ficción de más de 200 páginas que está en boca de todos y que ya va por su segunda edición. Solange sabe, y lo contará una y otra vez, que el libro está entramado con otras historias, más chicas, como las de sus fundadores, y más grande, el devenir histórico de la Argentina.
En este relato es central Luis Lowenstein, un judío alemán que era empresario de la carne en su tierra natal, de la que tuvo que huir por el nazismo. Llegó a la Argentina, como tantos judíos, a Entre Ríos. Abrió -era lo que sabía- carnicerías, luego frigoríficos. Prosperó. Tuvo hijos. El mayor de ellos, Ernesto, fundó una empresa de hamburguesas que con una de esas marcas que se vuelven sustantivo común, Paty. El menor, Alfredo, vio lo del fast food en un viaje a Estados Unidos con su padre. La semilla estaba echada. Lo que siguió fue copiar el modelo de los grandes gigantes. Y avanzar.
Alfredo tomó el nombre un pan alemán, el pumpernickel, y abrió el primer local en 1974, cerca del Obelisco. Se volvió un objeto de deseo para los más jóvenes. El emprendimiento creció, atravesó la dictadura militar. Y empezó a declinar cuando, en 1986, aquellos gigantes como McDonalds se instalaron en la Argentina. El último Pumper cerró en mayo de 2000.
En la “búsqueda de la verdad”, Solange Levinton encontrará muchos hilos más de los cuales tirar.
—Hay varias capas en el libro: las historias chicas y el contexto histórico de los años 70 son evidentes. Pero hay una tercera capa, que es la de la inmigración judía a la Argentina.
—Para mí fue un flash darme cuenta de que la historia de Pumper Nic, de alguna manera, empezaba ahí. Jamás me imaginé que esta historia iba a estar enlazada con la historia de los inmigrantes judíos. De hecho, mis abuelos vinieron desde Polonia.

—¿Cómo se entronca la inmigración judía con Pumper Nic?
—Hubo algo de eso que me llamó mucho la atención. Un arco narrativo inesperado entre el nazismo –no quiero ser irrespetuosa– y la aparición del primer fast food de la Argentina. Me parecía que para entender quién había sido, o quién es Alfredo Lowenstein, “el joven” que creó a los 29 años Pumper Nic, era imposible separarlo de la crianza que tuvo, del rol que ocupó su padre, de su historia y su temperamento. Y todo eso está construido a partir de la historia que le tocó vivir a su padre, que era tan común en ese momento. Uno no se imagina a los 22 años teniendo que irse solo en un barco a un país cuyo idioma no habla. Arrancar el libro por ahí tuvo que ver, en realidad, con explicar quién era ese hombre que a los 29 años dijo “yo voy a hacer esto”. Porque hay toda una historia familiar, una crianza y una forma de ver la vida, con los anteojos puestos en los negocios, en el crecimiento y en el trabajo, que es lo que recibieron esos tres hermanos [los hijos de Luis Lowenstein]. La historia del padre de Alfredo era indivisible de la de Pumper Nic, por más loco que pareciera.
—Pero hay una cuestión que tiene que ver, específicamente, con la historia del judaísmo, que está presente en esa familia.
—Hay algo, que yo trato de decir sutilmente –porque parecía que si no era correr el foco– y es que muchos judíos saben hacer plata con nada, porque siempre los están echando de todos lados o les están cercenando profesiones. Hay algo de esto de aprender a hacer dinero con lo que tienen. Yo iba escuchando la historia de Luis, y realmente empezó viviendo en una casa con techo de chapa, y terminó haciendo un frigorífico de exportación y teniendo una compañía de real estate en Miami. Son esas historias, que ya no existen, de los inmigrantes que vienen acá y hacen la América. Porque cambió el mundo, cambió la Argentina, cambió todo. Y yo no podría entender esta historia si no viajaba a Basavilbaso, aunque fuera un fin de semana en medio de la pandemia, que parecía un lugar desierto. Y lo hice para ver a qué lugar llegó, y tratar de recrear ese momento histórico.

—¿Cómo empezaste a investigar esta historia?
—Yo trabajé veinte años en la agencia Télam, pero siempre tuve ganas de encontrar algún tema, a contramano de lo que era mi trabajo cotidiano, que era la agencia de noticias, que es un trabajo que empieza y termina todos los días. Cuando me acordé de los almuerzos con mi abuela, que me encabanta ir a Pumper Nic, dije: “Che, ¿qué onda esta empresa?”. La verdad es que hice tres googleos, y encontré pocos datos: básicamente, que había sido el primer fast food de Argentina,. Eso ya me abrió diez mil preguntas sobre quién lo había hecho, cómo lo había hecho, cómo habría sido para los argentinos.
-Y enseguida encontraste quién te contara...
-Claro, cuando encontré el grupo de los extrabajadores tan fanatizados y vi que había gente con recuerdos parecidos a los míos, amando esta marca también, me di cuenta de que tenía una historia que me moría de ganas de contar y que nadie la había contado todavía, lo que también era raro. Y sentí: “acabo de encontrar esto, necesito que nadie más lo vea y hacerlo yo”; pero sin un objetivo muy claro, porque yo nunca había escrito un libro.Muy rápidamente me di cuenta de que era más que una nota larga, porque me iba a quedar corta o iba a quedar muy superficial. Y ahí dije “yo me embarco”, y empecé a hacer entrevistas.
-¿Había información?
-La verdad es fue un trabajo muy artesanal, porque no había nada, pero nada, de la historia de Pumper Nic. Realmente fue entrevistar a más de doscientas personas para que de los recuerdos de cinco pudiera rearmar una partecita. Y ahí me enteré del concurso, y me lo puse como zanahoria. Lo presenté y me olvidé, dije “qué les va a interesar en Barcelona esta historia”. En el momento en el que me di cuenta de que tenía una historia, sentí que no podía no contarla y no pude parar.

—Debe ser muy complejo ponerse a hacer todo ese relevamiento histórico, ¿no?
—Me ayudó mucho Luis Solano, de Libros del Asteroide, porque al principio el libro era mucho más periodístico. Tomaba voces de distintas personas y las ponía, y él en un momento me dijo: “no, esto no es periodismo, esto es literatura de no ficción”. Eso para mí fue un desafío, porque para mí eso que me contaban me lo estaba diciendo “esa” persona, no lo podía decir yo. Y la clave fue “vos nutrite de todo esto que te están contando y contármelo vos”. Ahora yo te lo digo y es una obviedad, pero yo venía seteada en otra cosa, y más en una agencia de noticias. Fue un aprendizaje en ese sentido y estuvo buenísimo, hubo llanto (se ríe), por supuesto, pero estuvo muy bien.
—¿Creés que hay una búsqueda desde los lectores de historias reales?
—No tengo muy en claro la parte de la industria. Lo que me pasa a mí es que me gusta mucho leer no ficción, porque me encantan las historias reales. Pero me parece que en tiempos donde lo audiovisual está todo el tiempo, un buen libro bien contado es hasta mejor que una biopic. Hay algo de la magia del libro que, aunque sea real, al estar contado con herramientas de la ficción, es un viaje mucho más profundo que el de una biopic.

—Vos decís “yo nunca escribí un libro”, pero hay algo muy amigable para la gente que no esté acostumbrada a la lectura de un libro periodístico. No hay datos duros, y es lo que lo hace atractivo. Incluso para chicos que ni siquiera conocieron Pumper.
—Me pasó con mi sobrino, que tiene 26 años. Técnicamente nació y existía, pero jamás lo conoció, porque nació en el 97. Y me dijo que aprendió un montón de cosas del judaísmo, de la historia del país. Ese fue un desafío, porque tenía que ser entendible acá y en España. De todas maneras, mi idea inicial siempre fue hacerlo dialogar con el contexto, porque Pumper Nic no era una nave espacial que no tenía nada que ver con su contexto, a veces por oposición; a veces porque el contexto lo transformaba y muchas veces porque el contexto le pasaba por al lado. Era algo que yo tenía presente todo el tiempo, entrar y salir del contexto. Fue redifícil, porque tuve que leer un montón para poder resumir en cuatro líneas procesos históricos muy complejos en un país que es un quilombo.

—Vos has hecho talleres de periodismo más narrativo, no de un periodismo duro…
—Lo que me pasó es que me encontré con una historia que tenía tantas variables, más allá de la historia en sí de la cadena de fast food, que fue como el cumple que se me metió en la cabeza. En el medio de eso, estaban la economía, la política, el judaísmo, la inmigración, temas que además hay que tratar con mucho cuidado, con mucho respeto, con mucha precisión. Y tenía que hacerme carne de esa información en vez de decir “bueno, esto que lo diga tal sociólogo”. Porque yo entrevisté a sociólogos, politólogos, historiadores, economistas, para entenderlo yo. Hacerme cargo de esa información que me tuve que apropiar fue lo que más me costó.

—Encontraste un “hostil”, en el que la familia no quería hablar..
—¿Por qué había tanto silencio? ¿Por qué quien terminó de ser dueño de la empresa tampoco quiere hablar? Es como que con los datos que hay, y cosas que no se pueden probar, todo termina conspirando a favor de construir el personaje de Alfredo Lowenstein, e imaginarse qué fue lo que pasó en ese final. Por supuesto que me hubiera encantado hablar con Alfredo Lowenstein, porque más allá de lo que yo pueda llegar a pensar sobre el final de la empresa, un hombre con esa visión, a ese nivel, me despierta muchísima admiración. No a cualquier persona millonaria se le ocurre hacer lo que hizo él, con la determinación con la que hizo él, con la visión de negocios. Me parece un personaje alucinante que nunca voy a ver, con el que nunca voy a poder hablar.

—Hubo otros locales nacionales de fast food, pero no perduraron en el tiempo ni en el recuerdo. Hay algo que pasó con Pumper que generó y alimentó un mito, ¿no?, que tiene que ver con la que caída, con el fanatismo.
—Con el amor.
—Claro, con lo emocional. Hay algo del orden de la memoria emotiva, pero iría una vuelta más en cuanto a por qué nos acordamos también de Pumper más allá de lo emocional.
—Yo creo que el mito, para mí, no tiene que ver con el final, porque casi nadie se acuerda del final. Para mí el mito tiene que ver con ese lugar que misteriosamente, mágicamente, todos lo queremos. Y cada uno llegará a sus conclusiones. La mía es que fue un lugar que de alguna manera nos alojó a todos en distintos momentos de la vida. Fue una especie de escenario común que estaba hecho para que todos nosotros fuéramos felices ahí adentro. Lo que sí creo, que es contrafáctico, es que si hoy siguiese abierto, nadie lo recordaría con tanto cariño. Para mí, lo que hace que Pumper Nic se haya convertido en una leyenda es, primero, que fuimos muy felices, muchos recordamos haber sido muy felices, y no existe más. Y es irrecuperable, porque además tiene que ver con una época analógica, porque si no es por la fotito, por el mantelito, y el recuerdo colectivo, el día que nosotros no estemos, eso ya no va a existir más. En cambio, siento que si hay algo que hoy a los pibes los hace muy felices y desaparece, sigue habiendo un montón de filmaciones, de grabaciones, de fotitos en la nube.

—Y encima como Pumper Nic marcó cosas. Como el micrófono para hacer el pedido. No lo recuerdo en otra cadena.
—Todos lo aprendimos en Pumper. Así como algunos dicen “tal serie fue nuestra educación emocional o sentimental”, para mí, Pumper Nic fue nuestra educación de fast food. Después, cuando llegaron las otras cadenas, ya todos sabíamos cómo se pedía la comida, todos seguíamos pidiendo frenys.
—Nos acostumbramos al autoservicio y a llevar la bandeja.
—Claro, si tenía micrófono o no, ya no era novedoso. También tiene que ver con eso, durante doce años Pumper era lo único, y era renovedoso para nosotros. Hasta que pudimos conocer otros, o porque empezamos a viajar o porque llegaron a la Argentina. La idea era “así se come en Estados Unidos”.
—Con el libro se te abrió una puerta inesperada. Lo que es increíble es que haya cautivado en España algo que era totalmente local. Más allá de que puede ser universalizado.
—Por supuesto que al momento de participar en el concurso yo entendía que tenía que estar en la descripción la inmigración. O sea, más allá de mi amor hacia Pumper Nic, lo que descubrí con la investigación es una historia que a mí me resultaba alucinante, Pumper Nic o no Pumper Nic, ¿entendés? Digo, que fuera Pumper Nic para mí era un agregado, porque hablaba de una empresa en la que yo tenía puesto mi corazón, pero esa historia empieza en 1935 en Alemania con un oficial diciéndole a un judío que se tiene que ir hasta un tipo que tiene tres hijos y el más joven con la insolencia del que tiene plata pero que la ve y dice “yo voy a hacer un fast food en el país del bife de chorizo”, en medio de un clima de violencia política. Es una forma de contar una época de una manera original, si querés, porque nadie había abordado los años 70 desde el punto de vista de un fast food.

—Finalmente, Pumper Nic es, en algún punto, anecdótico.
—Es otro lente desde el cual contar la historia, con muchas comillas, porque, insisto, no soy politóloga. “Veamos esos años de la historia de Argentina mirados desde la historia de Pumper Nic”. Y desde ahí les resultó atractivo. Me contaron que cuando llegó, creo que en el 81 o el 82, el primer McDonals a Madrid fue como “¡guau!“.
—Pero, a la vez, esa cuestión de Alfredo –pero de todos los hijos de Luis– de ser aprobado por el padre. Esa es una cuestión universal. Es un libro en el que se habla de coyuntura política pero, también, de psicoanálisis familiar. Y a la vez hay otras pequeñas “marquitas” de clase, por ejemplo que Luis Lowenstein se separa de Dora en una época en la que nadie lo hacía.
—Claro. Esa familia que tenía acceso también a viajar en una época en la que estaba todo por hacerse, donde la globalización no había ocurrido. Una familia que tenía la viveza de ir, viajar, ver qué había en el mundo para replicarlo en Argentina. Es, también, un sello familiar, gente realmente con una cabeza para los negocios superior. Tito, [el hijo mayor], que creó Paty, en un momento compró una montaña e hizo un centro de esquí [Las Leñas]. Chapeau.
—Sos periodista, pero ¿se podría haber escrito esta historia sin hacer pie tanto en el contexto sociopolítico e histórico?
”—No entender en el momento en el que se abrió, qué significó, quiénes eran esos adolescentes que iban a trabajar ahí en un contexto en el que había otros adolescentes haciendo otras cosas, no hubiera sido lo mismo. La historia hubiera perdido un montón de peso. Porque, además, es necesario entender esta cosa hecha en la Argentina, porque es un país muy difícil para pensar a largo plazo. Esta idea de que dure lo que dure, y mientras dure, exprimámoslo como sea. Así como McDonalds se quiso matar durante la hiperinflación, en Pumper Nic era “bueno, muchachos, remarcamos, nos stockeamos y nos abrazamos. Esto ya pasó, esto va a pasar”. Hay una idiosincrasia muy atada a la historia de la cadena que tiene que ver con el país en el que existe. Y también al final hay algo, previo al estallido de 2001, que es una postal muy de fin de siglo y de lo que vino después también. Y pensando en el título, es un sello “Made in Argentina”, con lo que implica que algo sea made in Argentina, con unas reglas y una idiosincrasia muy particulares.
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