
Nacida con dos dones, Florence Taylor: el de los recuerdos y el de la maternidad. Los únicos que posee, probablemente. Ejerce el primero sin deliberación: los recuerdos la invaden, desde su interior, o se le forman asociados con algo que procede de afuera, unas líneas de la lectura, por ejemplo. Su segundo don, el de sentirse con ferviente disposición de criar, amar a un hijo, no tiene aplicación, dada su condición austera de soltera pasiva o paciente, resignada.
Fuera del Club de Señoritas –todas ellas de cierta edad, de familias inmigrantes inglesas, escocesas e irlandesas– se extinguen sus prácticas de la sociabilidad. Vive sola, aunque lo disimula. Envía a su empleada mulata, Anselma, a comprar el tabaco, a la cigarrería de don Emilio Mitre, cerca del Club del Progreso, “para el tío de la señorita Florence, el capitán”. El tío de Florence, presunto capitán de un velero mercante, no existe. Quien fuma es ella. El humo –sin que tal sea el efecto buscado– propicia sus recuerdos.
Como este: “Los conejos invaden la Patagonia”, que la visita con atributos de memoria, pero, en verdad, tomado de un diario de Buenos Ayres que no ha visto, porque falta una centuria o más para que ese periódico sea fundado. Así de desdeñosos del curso razonable del tiempo suelen ser los recuerdos de miss Florence.
(La Patagonia en el siglo XIX es un desierto, en parte interrumpido de suelo fértil por las hierbas bajas, bordeado de Cordillera y Océano, también de indígenas replegados, a veces rebeldes, todavía insumisos, ante la expansión del hombre blanco.)
Todos blancos son los conejos, como tomada su blancura de las cimas de nieve eterna, arriba y sobre el flanco de los pasos montañosos, en verano accesibles para emigrar del Chile austral, tan lluvioso él, y por ende inhóspito.
Invasores y curiosos, se adentran en el silencio acogedor de las mesas tendidas de pasto tierno con proliferación del trébol rojo. En goce de esa paz nutritiva, casi sin hostilidades que los rechacen, pueden entregarse al amor. Del amor de los conejos nacen conejitos y conejitos, capullos albos de pelaje suave, al fin dominadores del ambiente en riadas siempre en crecimiento.
Miss Florence con su mulata y su mulata con la canasta de traer víveres, explora por las huertas que se han implantado a expensas de la caduca Quinta del Virrey. Exigente en su preferencia, indaga las conejeras en procura del absolutamente blanco. “¿Por qué tan blanco, tan blanco?”, requiere la puestera. “No es para comerlo”, consiente en explicar Florence.
No es para la mesa, sino para la falda. “Lo tiene de hijo y de mimado como a un gato”, se atreve a murmurar Anselma entre las criadas de la vecindad.
Florence, en su sala, acaricia su vellón de ternura mientras gesta el proyecto para la Patagonia que no conoce, si bien la presiente. La ensueña incalculable de verde y viviente de bugambilias y pajaritos, zumbidos de abejorros y sinfonías de jilgueros, liebres primas del conejo, distantes ñandúes prestos a la escapada prudente... Imagina establecer el Club de Señoritas en una granja que sea como hogar, que de un costado les proporcione la vista azul y estimulante del Atlántico, con playas mansas y gaviotas claras, y del otro mire los verdores animados por el discurrir amable de los conejillos.
Despunta en Florence una descripción coincidente y sugestiva: “Seres que habitan los extraños bordes de la realidad”. Recogida, por la vía del recuerdo, de la imposible lectura de un libro de Robert Sheckley, Intocado por manos humanas (Ballantine Books Editor, USA, 1954). Florence se consulta: “¿Yo, uno de esos seres, en los bordes de la realidad...?”.
Sin hostilidades, el desierto, para los conejos. Casi. Porque les son adversas las tormentas de arena y la sequía, las famélicas langostas, la víbora y el zorro.
Quizás en el mismo momento en que un ofidio mira de frente y paraliza a un conejo, y luego lo engulle, en Florence, cuya palma se suaviza sobre la pelambre tan cándida, se inscriben estas palabras, que detienen su mano y la dejan en suspenso en el aire: “Caballo y jinete. Un lento estremecimiento recorrió su carne: la marea del pánico que infaliblemente acoge el encuentro del mundo humano y el mundo animal”. Vale para ella la palabra “pánico”, que se le transmite, porque liga esa lectura anticipada con la bestia sutil citada en esta aclaración del pastor Totenson, de Noruega: “No de otra planta que la higuera es de donde descendió la serpiente...”, y le crecen las ideas sobre el Mal y la Destrucción. En la Patagonia bien pueden crecer higueras, colige, que beban la humedad buscándola con sus profundas raíces.

A despecho de sus enemigos naturales, proporcionalmente escasos, los conejos, con su afán multiplicador, siendo tantos, están cambiando el paisaje. Abonan orgánica y naturalmente el suelo y consumen pastos que extraen de la tierra la sal que la envenena. No perciben al pronto otro elemento transformador: el cabañero de ganado menor, a medias agricultor, porque aún no actúa como devastador de su especie.
Con el hombre han venido las semillas y los cultivos: melón y zapallo, habas, el trigo y el maíz. El manzano y la higuera. Los conejos se aprovechan de los frutos y después serán perseguidos.
Con la casa del hombre han prosperado ciertos huéspedes, tan indeseados como tenaces: los ratones.
Entretanto avanza en torrentes conciliados, tan blancos y sin sobresalto como los de los conejos, un antagonista tan poderoso: la oveja con sus corderos, porque ha de disputarles su alimento primordial, el trébol rojo.
Las naves cargadas de lana y cueros arriman a la Capital del Plata, desde la Patagonia, productos y relatos. Estos se esparcen y anegan las cavilaciones de miss Florence, ya tan viejecita, cargada a su vez con el fardo de aquella ilusión del hogar-granja que no se decidió a propulsar en el Club de Señoritas.
La trama de su melancolía acoge un hilo memorioso que enhebra una sonrisa, irónica acaso, de la vena de un sabio, Darwin, Charles I: “Gracias a las solteronas es que todavía no se acabaron las chuletas de cordero en Inglaterra”.
Acertijo del que –se le avisa a Florence por sus facultades anticipatorias– un glosador de 1977 desentrañará los sucesivos componentes: “Las solteronas aman apasionadamente a los gatos. Estos son enemigos de los ratones. Los ratones exterminan muchos abejorros (sus nidos). Tales insectos son casi los únicos polinizadores del trébol rojo: donde no haya abejorros no crecerá el trébol. Y del trébol dependen los rebaños de ovejas y las chuletas de cordero. Por lo tanto, donde abunden las solteronas habrá muchos gatos, pocos ratones, cantidades de abejorros, buena cosecha de trébol, ovejas bien alimentadas y por último sabrosas y jugosas chuletas de cordero”.
“Y conejos felices con su trébol rojo”, añade miss Florence, quien prefiere desatender la alusión de Darwin a las solteras mayores y su mordacidad.

Está sentada a la mesa y aguarda su cena. Está recordando también, acto seguido, naturalmente que sin transportarse del 1800 y tantos, una lectura de Charles Darwin IV (born Bath 1934, died London 1975): “... y entonces los conejos, históricamente del género manso, para defenderse criaron garras, desarrollaron el tamaño y el filo de sus dientes y mudaron de pelambre, que tomó coloraciones tal vez simbólicamente color de sangre”.
Florence calcula con horror la transformación del conejo blanquísimo que otrora albergaba en su cálida falda (la morada que ha heredado un gatito pardo). No obstante, acude en remedio del párrafo siguiente de Charles Darwin IV (nacido en Bath 1934, fallecido en Londres 1975): “Cuando acabó la guerra, en que fueron vencedores sobre el hombre, los conejos, al cabo de no demasiadas generaciones, recobraron los caracteres tradicionales de su estado natural”.
Azucena, sucesora de la mulata Anselma, trae ya la sopa de tomate.
Florence, con tono distraído, sin interés real, solo por gentileza con la humilde servidora, averigua: “¿Qué has preparado para esta noche?”, al tiempo que la atraviesa la aguda aprensión de que Azucena le anuncie el plato que hace tiempo debió tener la precaución de prohibir en su cocina: guiso de conejo.
Pero no. Azucena mitiga el dolor del presentimiento con la inocencia de su declaración:
–Chuletas de cordero, señorita.
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