
Existen personas que dejan su marca sobre nosotros. A veces lo hacen a conciencia. Otras, sin saberlo. Beatriz Sarlo fue una de esas personas. Son planetas gigantes. En algún momento, de manera inesperada, su órbita se cruzó con la de uno. Y nada volvió a ser igual que antes.
A mediados de la década del 80 del siglo pasado, había dos clases en la carrera de Letras a las que había que asistir se estudiara allí o no, las del legendario David Viñas y las de Beatriz Sarlo. Yo tenía veinte años. Beatriz Sarlo, cuarenta y pocos, leía de manera obsesiva cada edición de Punto de Vista, la revista que había fundado durante la dictadura militar junto a Ricardo Piglia y un grupo de intelectuales originales y novedosos que iría cambiando con el tiempo.
Me había acercado al Club de Cultura Socialista de la mano de Ricardo Ibarlucía, allí habitaba otro grupo de intelectuales liderado por José Aricó y Juan Carlos Portantiero. Ambas revistas concentraban algo así como La Liga de la Justicia del mundo de las ideas. Eran mis héroes intelectuales. El programa ideológico, político y cultural de ambos grupos era similar, aunque sus herramientas y focos fueran diferentes: promover una discusión crítica sobre la tradición de izquierda que llevara a una adecuación del proyecto socialdemócrata a la Argentina. Allí la conocí, junto a su pareja, el cineasta Rafael Filippelli.

Eran ideas nuevas, disonantes. Beatriz era a la vez una voz activa. Comenzó a publicar regularmente sus investigaciones. Devoré sus trabajos junto a Carlos Altamirano y luego El imperio de los sentimientos y Buenos Aires, una modernidad periférica, los primeros de una larga serie de libros que leí a medida que llegaban a las librerías. Para mí, todo era aprendizaje.
Aprendí a discutir y a pensar en aquellos encuentros con Beatriz y Rafa en su departamento de Villa Crespo. Terminaron de formar mis gustos y mis intereses. Conversábamos sobre Shirley Horn, Raymond Williams, Godard, Chejfec, Alfonsín o Benjamin. Apoyaba y se divertía con las iniciativas de las que yo participaba: una radio libre, una agrupación estudiantil escéptica liderada por un miembro desconocido de la Escuela de Frankfurt, entre otras aventuras.
En 2011 tuve la suerte de publicar, como editor de Sudamericana, uno de sus libros más exitosos, La audacia y el cálculo, su ensayo sobre Néstor Kirchner. Recuerdo cuando me escribió para contarme que la habían invitado a participar de 678, aquel famoso programa diario de propaganda oficialista que emitía la TV Pública. Su “Conmigo no, Barone” de aquella noche se repetiría al infinito, convirtiendo a Beatriz en un meme.

Al final del gobierno de Cristina nuestras posiciones políticas comenzaron a separarse. Beatriz detestaba al macrismo y ninguno de mis argumentos logró que se moviera un milímetro de su posición. Nada de eso hizo que el afecto se perdiera. Seguimos encontrándonos a conversar y discutir, a veces de acuerdo, muchas veces, no. Entonces volvíamos al repertorio de nuestros placeres estéticos compartidos para, una vez allí, reencontrarnos en lo verdaderamente importante.
Yo no sería el mismo sin aquel momento en el que nuestras órbitas se cruzaron. Tampoco lo serían los miles de estudiantes que pasaron por sus clases, quienes la leyeron en sus libros o en sus columnas, los y las que la escucharon en entrevistas y los que convirtieron en consigna su respuesta a Orlando Barone.
En estos casos es habitual decir que queda la obra. Es cierto, pero también queda la tristeza. La cultura de nuestro país perdió una de sus mentes más modernas y brillantes. Ocurre en medio del regreso del oscurantismo. Difícil imaginar una coincidencia más cruel.
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