
Quizás hablar de “la cocina”, del germen o semilla de algo que se escribió sea el ejercicio de una nueva ficción. Un intento de rastrear los momentos, los lugares, las pocas certezas. Escribir es –para mí– algo más bien intuitivo, necesario, conectado con el deseo, con la alegría. Pensar, reflexionar a posteriori sobre esa escritura me resulta más complejo que la escritura misma. Quizá por tratarse de algo más racional. Siempre me ayudan mucho las lecturas de los demás. Recién ahora comienzo a preguntarme qué escribí, qué diferencia o distancia hay con lo que quise escribir, por qué lo escribí y si logré sostener la esencia del texto a pesar de los años, de las múltiples correcciones al primer borrador.
“Cuenta un sueño y pierde un lector”, dijo Hemingway. Sin embargo, Bárbaras fue un sueño. Por eso le tengo un cariño particular y un horror particular también. Un 28 de diciembre de 2018, me desperté a lo Gregorio Samsa, de un sueño agitado, de una pesadilla. Tengo un vínculo íntimo con lo onírico. Los sueños y, también las pesadillas, ocupan gran parte de mi vida. Me preparo para ir a dormir como quien se prepara para ir de viaje. A un largo viaje: lentes, libro, lapicera, cuadernito, agua, una luz, el silencio. Entrar a la cama para mí es entregarme a un mundo desconocido, lleno de promesas, hermosas y siniestras. Esa tarde soñé con una nena que se despertaba de una pesadilla y le preguntaba al padre dónde estaba el chico. Ella había visto en sueños a un chico encerrado. Fui ese personaje, esa nena. Desperté y, cosa extraña, pude volver al sueño. Ahora era la misma, pero ya adulta y me cruzaba con quien iba a encerrar al que había visto siendo una nena. Anoté la escena en mi diario de sueños. Palabras, detalles para poder continuar pensando en las voces, en los personajes, las sensaciones. Me dije: esto es una novela. Aunque no tenía ni la menor idea de cómo abordar esa escritura. Ese fue el germen de Bárbaras. La verdad, no creí que fuera a convertirse en un libro. Pudo haber quedado como un recuerdo más, como una entrada más del diario.
En aquel momento, pensé al texto como un policial metafísico. Hay elementos negros: un asesino y una búsqueda de éste, en medio de una fluctuación entre lo onírico y lo sobrenatural, pero como a mí lo argento me tira, supongo que resulta en un realismo que se inscribe en zonas y lenguajes marginales, con pizcas de thriller, de lenguaje simbólico, de la naturaleza de la mujer y de los objetos.
Hay temáticas que me convocan desde que empecé a escribir. Suele haber un elemento de lo onírico en mis textos, a veces es sutil, otras bien definido. Lo sobrenatural se fue imponiendo. Mi idea era ir por el lado del policial, pero no escribo con un plan, no es que elijo un tema y armo el texto en base al tema. Dejo que el texto vaya surgiendo, emergiendo, armándose. Así que, por más que yo tuviera la intención de ir por el lado del policial, los personajes, el ambiente donde se movían, me fueron marcando la cancha. No me quedó otra que ver hacia dónde ellos querían ir.
Entre 2018 y 2019 tuve el primer borrador. El resto fue reescritura. Entre medio nos pasó la pandemia. Luego tuve la fortuna de trabajar algunos capítulos en Clínica con Liliana Heker, que fue una experiencia enorme. No sé si me explico: fue una experiencia enorme conocerla, ver cómo trabajaba. El hecho de que pudiéramos editar algunos capítulos de mi novela es secundario.

Bárbaras se nutrió del cine que aborda la figura de las brujas, ya sea como estereotipo de lo malvado y sensual o de lo terrorífico y horrendo: “Sobre todo las brujas que, tras la revisión histórica que le debemos al feminismo, son poseedoras de ciertos saberes y conocimientos, traen niños al mundo o realizan prácticas de aborto, sanaciones y curandería con plantas y elementos de la naturaleza. Mis brujas son una selección de todo eso, no son buenas ni malas. Son ambas a un mismo tiempo.
Pienso en esta cita tan exacta de Rodrigo Fresán, de La parte soñada: “La materia de los sueños suele producir monstruos razonables, razonados. Poca cosa más expuesta a la interpretación propia y ajena que lo sueños cuando estamos despiertos. Y cuando dormimos, cuando soñamos los sueños, lo son aún más: porque en ellos nos movemos en primera y en tercera persona, vemos y nos vemos, escribimos y nos escribimos, somos autores y protagonistas, cuento y novela. Todo al mismo tiempo y en un tiempo elástico en que los minutos parecen extenderse hasta vivir vidas completas”. Claro, ¿a quién le interesa que le cuenten un sueño? Es una experiencia tan íntima como la escritura. Intransferible, me arriesgaría a decir. Borges me respalda: “no se puede examinar un sueño directamente, pero sí se puede hablar de la memoria de un sueño”. Sí puedo hablar entonces de la memoria de ese sueño que tuve. Y posiblemente la memoria de ese sueño no se corresponda con el sueño. Bárbaras fue mi intento humilde, humano, con errores y quiero creer, con algún acierto, de examinar, de hablar de aquel sueño. De aquella pesadilla.
La historia atraviesa la vida de Luisa, una mujer que tiene un don o maleficio que pasa de generación en generación por las mujeres de su familia: ella puede ver en sueños sucesos que aún no ocurrieron. Sabe que a su hija va a pasarle lo mismo. En todo el relato, lo onírico une pasado y presente, campo y ciudad, mientras anticipa el futuro en el que aparece un personaje que encarna la idea del mal, a quien Luisa llama “diablo del miedo”. En una sociedad violenta, un chico es desplazado de su propio hogar, entre recuerdos, premoniciones, encuentros sobrenaturales y violencias humanas naturalizadas en un mundo de mujeres .
El título fue una búsqueda aparte. Tengo en la cabeza, desde que empecé a escribir, un título que ya ni siquiera sé si me gusta. Todas mis novelas o libros de cuento iban a llamarse en un primer momento “En gris”. Después se fueron despegando de ese nombre. Bárbaras también se llamó, en un primer momento, En gris. Y luego el nombre emergió, de la que me parece la mejor de las maneras posibles, del propio texto, una vez ya escrito y corregido. No recuerdo el momento exacto, pero sé que en una de las primeras relecturas del texto, En gris voló de manera definitiva. Me di cuenta de que mis personajes ejercían con total naturalidad –y con total impunidad– acciones que bien podría considerarse como algo “Bárbaro”, en el sentido de lo ajeno, vinculado a lo primitivo. Mis brujas estaban fuera de toda ética y moral. O mejor dicho, tenían su propia escala de valores que nada tenían que ver con los de la construcción social. Comencé a jugar con el género: Los bárbaros, Las bárbaras, Bárbaros. Hasta que, finalmente, arribé en Bárbaras.
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