
Faye Dunaway tomó riesgos, acumulando tres nominaciones al Oscar como mejor actriz (y una victoria) por interpretar a una serie de mujeres problemáticas que desafiaban al público a estar de su lado. A su vez, Dunaway misma era igualmente admirada y temida, y rara vez sentía el cálido abrazo del público. Por eso es comprensible que, después de décadas de prensa polarizante, la ahora octogenaria se sienta segura revelándose solo a través del amistoso y desarmado documental de Laurent Bouzereau, Faye, un retrato mucho más gentil de una mujer difícil que todo lo demás en su currículum.
Honestamente, es agradable ver a Dunaway recibir un trato suave. En lugar de preguntas duras, Bouzereau se burla cariñosamente de sus manías con imágenes detrás de cámaras de la entrevista. El film abre con ella tomando control de la producción antes de que, al parecer, se diera cuenta de que las cámaras estaban grabando. Ella quiere angular sus hombros de cierta manera; quiere un vaso de agua, no una botella; y quiere empezar a grabar “ahora” porque está lista para hacerlo. Una vez que la grabación comienza, voluntariamente admite ser difícil. De hecho, lo admite con comodidad, lo que empodera a Bouzereau y al editor Jason Summers para insertar estos fragmentos como un reconocimiento. Sí, Faye Dunaway es obstinada, porque quiere que todos los demás en el set igualen su urgencia, meticulosidad y voluntad de hierro.

Más tarde, hay un montaje de su adicción al bálsamo labial, un tic que desperdiciaba tiempo y que molestaba a Hawk Koch, el asistente de dirección de Chinatown. (“Un dolor en el trasero” murmura en su entrevista). Aun así, Koch también es el que equilibra la balanza con una historia sobre la vez que Roman Polanski estaba tan irritado por el remolino en el cabello de Dunaway que se lo arrancó. Sin embargo, el perfeccionismo obsesivo de Polanski le valió ser aclamado como un genio.
Bouzereau conoce bien estas historias detrás de escena; ha realizado decenas de documentales sobre la creación de películas legendarias, incluidas Chinatown, Bonnie and Clyde y Network. Como no parece haber tenido tanto tiempo con Dunaway, alarga la duración de Faye con digresiones sobre el impacto cultural de sus éxitos. Nos agrada escuchar a estudiosos del cine como Mark Harris, Dave Itzkoff y la profesora de Columbia Annette Insdorf, pero no hay necesidad de ocupar espacio insertando un clip del discurso “mad as hell” de Howard Beale que ni siquiera muestra la cara de Dunaway.

Pero tal vez esos clásicos SÍ son su biografía. Al principio, el hijo de Dunaway, Liam O’Neill, dice: “Creo que ella es todos sus personajes”, un punto que se siente cada vez más cierto. Como Bonnie Parker, Dunaway era una sureña ambiciosa que creía que estaba destinada a convertirse en una estrella. (Una de las maravillas de sus archivos de la infancia es ver esos pómulos emerger). Robar bancos con el Clyde Barrow de Warren Beatty la hizo famosa, y los paralelismos entre su vida dentro y fuera de la pantalla continuaron acumulándose.
La actriz fue una esclava del trabajo en una industria del entretenimiento dominada por hombres (Network), una alcohólica autodestructiva (Barfly), un ícono de la moda desnutrida enamorada de su fotógrafo (tanto Jerry Schatzberg, que era su novio cuando la dirigió en Puzzle of a Downfall Child, como Terry O’Neill –el padre de Liam– quien tomó esa icónica foto de la mañana después de su victoria en el Premio de la Academia) y, aunque su hijo evita entrar en detalles, una madre estrella de cine emocionalmente volátil (Mommie Dearest).

Ella dice que sentía una “enorme afinidad” con Joan Crawford. Aun así, ahora cree que interpretarla en Mommie Dearest fue un error. La película se ha convertido en un clásico de culto tan camp que se olvida que descarriló la carrera de Dunaway. Ella pensó que era un drama serio; el director, Frank Perry, la trató como una ópera grotesca. Sharon Stone, que aparece en el documental tanto como amiga de Dunaway como una defensora creíble de las actrices mal concebidas, es más contundente: “Si el director pone al artista en esa posición, vergüenza del director”. Además, los fanáticos de Crawford se sintieron incómodos al indagar en la enfermedad mental de la superestrella, lo que hace que sea doblemente conmovedor cuando Dunaway habla con franqueza sobre su propio diagnóstico de trastorno bipolar y sus esfuerzos por encontrar una medicación estabilizadora. “No quiero justificarlo,” dice ella. “Sigo siendo responsable de mis acciones”.
A partir de ahí, la película lucha por encontrar un final adecuado para una mujer que está ansiosa por volver al trabajo. Faye Dunaway quiere –y merece– un papel triunfal que corone su carrera en manos de un director dispuesto a sacar lo mejor de ella. Como dice su hijo, “Si ella no hubiera estado en tanto dolor, ¿habría sido tan buena?”
Fuente: The Washington Post.
[Fotos: Jerry Schatzberg/ HBO; Terry O’Neill/Iconic Images/ HBO]
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