
Me encantaría decir que me llevó años escribir este libro y que cada día fue un desgarro, pero no es así. Casi podría decir lo opuesto. Me divertí, aunque el tema no es gracioso. Y cada cuento me llevó un promedio de dos noches (como a Walsh “Esa Mujer”).
Claro que también podría decir que necesité toda mi vida para escribirlo y sería cierto. Necesité que a los nueve años el tío Jorge me dijera que yo era su novia, que íbamos dejar a la tía lavando los platos y nos íbamos a escapar juntos. Necesité que nunca me atacara, que no fuera violento, que sólo me dijera que era hermosa y que estaba enamorado de mí. Que se agachara para darme un beso en la boca a la luz de la luna en la quinta de Garín. Cuando se metió en la cama donde dormía, con la misma delicadeza, ya todo me parecía natural y predestinado.
Para escribir este libro también necesité, claro, que ningún otro adulto prestara atención. Necesité olvidarme de todo eso pero crecer con miedo a tener novio, y después con la garganta que se me cerraba al momento de tener una relación sexual; con atracones de comida, purgas de mate, agua y cigarrillos; períodos largos de no comer, de pesar 43, 42 kilos, y después parejas tiernas y armoniosas pero sin deseo. Necesité consultar a sexólogos que me daban ejercicios delirantes. O ir, como cualquiera, a hacerme ver por un dolor de espalda y que el kinesiólogo avanzara sobre mi cuerpo de forma un poco confusa (¿es así el procedimiento? ¿me lo imaginé? ¿estoy exagerando?). Y ser incapaz de reaccionar.
También necesité ser muy feliz, como soy ahora, y haber pensado mucho sobre estas situaciones. Seguramente necesité dictar el taller “Narrar lo imperdonable. Ocho cuentos sobre abuso sexual en la infancia” en la Facultad de Psicología de la UNR. Haber leído y escrito otros libros. E inventar, por supuesto.

En El agente literario, Ricardo Feierstein dice que el texto literario se encuentra en la intersección de lo real (la experiencia autobiográfica), lo imaginario (la invención) y lo simbólico (la connotación, la referencia “a otra cosa que debe adivinarse, sentirse como epifanía en el lector, a veces contra su voluntad, terminar la página, levantar la vista y entrecerrar los ojos para suspender un momento esa calificación adicional a las palabras, confusamente percibida”). Qué lindo escribe Ricardo.
Inventar, entonces.
Los cuentos me salieron rápido porque, cuando me iba a dormir, sin sueño, abrazada a mi marido que siempre se duerme antes, pensaba con mucha dedicación su dispositivo. ¿De qué iba a disfrazar al abuso? ¿En qué escenario iba a emplazarlo cada vez? ¿Cómo iba a narrarlo de forma elíptica, sin decir nunca la palabra abuso? ¿Cómo iba a conseguir que la sospecha quedara latiendo, y que sólo hubiera señales para quien quisiera advertirlas? ¿Quizás haciendo que sus protagonistas no lo comprendieran, pero el lector sí?
¿Que los niños llamaran al abuso de otro modo, lo confundieran con un rito religioso, por ejemplo, o que se insinuara por la precocidad del lenguaje de la niña o, al contrario, por la inocencia con que le pregunta a su mamá algo inconcebible? ¿Podía usar una narradora anciana y confundida? ¿O una adulta segura de sí, y que sólo descubriéramos en una fisura de su conducta la huella del trauma? ¿Podía una niña contarnos, totalmente convencida, que estaba a punto de tener un bebé con su empleada doméstica?
Me interesó en algún punto que el artificio fuera lingüístico. Que en algunos casos el lenguaje, por ejemplo, de la narradora-niña, al ser limitado –sin acceso a palabras del mundo adulto–, sirviera a la vez para ocultar y para develar. Para ocultar mal. También quise incluir cuentos en los que no hubiera ningún abuso, pero donde el sexo estuviera extrañado, enrarecido, o, para decirlo más precisamente, que el sexo circulara por fuera de sus canales esperables.

Mi mamá tiene un calefón muy viejito, el mechero del piloto se abrió como una flor y el fuego sale también por otros costados. Siempre que lo veo pienso en mi libro, con el sexo escapándose por todas partes, colándose en el catecismo, en el geriátrico, en la consulta médica, en la habitación de servicio, en la cruza de perros siberianos, en la fractura de un brazo, en el mordisco a un bebé amado, en un cuadro de Franz Marc, en las cuentas de la casa que hace la pareja a fin de mes.
El desperfecto en el calefón de mi mamá tiene su riesgo, pero a ella la asusta más cambiarlo, porque habría que romper la pared (dejo acá el instante para cerrar los ojos y ver el posible simbolismo). A veces lo resuelve tolerando el miedo, y a veces apagándolo y usando sólo el agua fría (dejo acá otro instante también).
En la escritura de ficción, dice Flannery O’Connor, los sentimientos no se deben enunciar de modo general, abstracto ni explicativo. Si uno parte de un concepto, supongamos la imposibilidad de una familia para confrontar el abuso, no va a servir de nada escribir “era una familia con imposibilidad para confrontar el abuso”. Es preciso situar el concepto en tiempo y espacio y repartirlo en personajes que van a interactuar para que nosotros, lectores, recibamos el impacto de esa situación.
Así que me saqué a mí misma del medio. No hice catarsis ni tampoco me puse a teorizar sobre el asunto. Tenía muy claro que el libro no era una denuncia, no era un panfleto, no era una autobiografía, no era autoficción ni literatura en primera persona conmigo como personaje (para eso ya tenía mis dos libros anteriores). No venía a hacer justicia y los cuentos no tenían que salir victoriosos con un pañuelo verde flameando en la muñeca.

En estos cuentos el conflicto no queda saldado para bien. Apenas si queda visible. Pero queda visible, atención, eso es lo importante. Lo que busqué es apuntar a un lector, a una lectora, que de algún modo “descubra” qué es lo que pasa, o que, si no lo consigue del todo, al menos sienta la anomalía. La incomodidad.
Quise narrar así porque así es el abuso en la vida real. Nunca nadie lo dice de modo explícito, pero las señales están. Tuve la suerte de que los escritores y escritoras que más admiro aceptaran leerme y escribir unas palabras para la solapa. A un mes de publicado el libro, todavía lo saco de su estante y paso el dedo por los nombres: Tununa Mercado, Félix Bruzzone, Mariano Quirós, Jorge Consiglio y Ángel Berlanga. No sólo me impresiona verlos en torno de mi escritura sino que hayan dicho, cada uno con su estética particular, casi lo mismo.
Mi editora Mercedes Guiraldes me alentó con su propio entusiasmo. Ana Ojeda se lució con el laburo de edición. Juan Ventura diseñó una tapa perfecta. El sillón, la luz, la textura, la palabra cómoda en el título, invitan a sentarse. Pero en una mirada más atenta, se descubre el peligro de hacerlo.
[Foto: Paula Conti]
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