
La relación del ser humano con la música es tan antigua que a menudo se nos hace difícil volver a los inicios y establecer un punto de partida. Es muy posible que la música, entendida desde la conjugación de sonidos que se desprenden de un apareamiento hasta el tamborileo, voluntario o no, de un palo a una piedra que crea un patrón rítmico, tenga un origen no humano, inherente, por lo tanto, a su condición natural.
Sin embargo, no siempre ha sido el ser humano consciente de su facultad para crear y valorar la música que emana de la vida. Así pues, hasta los griegos no se encuentran testimonios en Occidente de personas que reflexionan y escriben sobre la conveniencia del arte musical para el cuerpo y el alma humana.
El legado clásico
Pitágoras relacionó la música con las matemáticas, estudiando la relación entre los sonidos musicales y los números enteros. Platón, por su parte, incluyó la música en la propuesta teórica de su República como instrumento para la formación del alma. Ambos autores consideran, pues, los efectos de la música como manifestación de una correspondencia entre la armonía del universo y la del alma del ser humano.
Desde otra perspectiva, en el libro VIII de su Política Aristóteles plantea una concepción de la práctica musical de orden ético en la formación del ciudadano que habita su Estado ideal. La idea aristotélica de la música está estrechamente relacionada con la noción de placer y el desarrollo del ocio honesto: “Nos queda, por tanto, concluir que la música es para diversión en el ocio, y por ello precisamente parecen haberla introducido; porque creen que es una diversión propia de hombres libres”.

Tiene la música, para Aristóteles, un efecto sanador, incita a la virtud y contribuye al cultivo de la inteligencia. Hay, sin embargo, un límite en su labranza: “Que se aplicaran a ella en la medida precisa para poder gozar de las buenas melodías y ritmos”. Ajustarse al término medio, sin cruzar las fronteras entre el noble deleite y la actividad profesional del músico, resultará de vital importancia para la formación de los ciudadanos jóvenes en esta disciplina. A ellos les conviene no tomárselo tan en serio que les ocupe tanto tiempo y esfuerzo como a quien se dedica a ello a tiempo completo.
La influencia de Aristóteles
La concepción aristotélica determinará en buena medida la discusión sobre la música en los tratados cuatrocentistas de educación y, de una forma un tanto más débil, en los specula principum –tratados de instrucción de príncipes– y los tratados sobre la formación del gobernante.
Serán las ideas aristotélicas, con sus correspondientes ajustes y reajustes, las que estén en el fondo de las reflexiones humanistas sobre la formación musical de los jóvenes. Pero no solo eso, sino que su influencia llegará a calar de lleno en los diálogos y manuales de cortesanía escritos en los siglos XVI y XVII.
El cortesano (1528) de Baltasar Castiglione (noble cortesano italiano) es el texto fundacional que presenta los elementos esenciales del “arte de la cortesanía”. Funciona así como guía de comportamiento para el nuevo arquetipo humano que habita el laberinto de la corte. Para esa obra, resulta conveniente “saber cantar y entender el arte”, así como “tañer diversos instrumentos”.

La idea renacentista de los poderes curativos de la música aparece con fuerza en el tratado de Castiglione: “Ningún descanso ni remedio hay mayor ni más honesto para las fatigas del cuerpo y pasiones del alma que la música”. La música, entendida así, puede aplacar el más terrible de los estados. No se trata únicamente de un descanso honesto, sino que también tiene la capacidad de “desenfadar” y dar placer, actuando incluso como instrumento amoroso.
Esta práctica, sin embargo, debe estar regulada por la sprezzatura (disimulo de la actitud). El perfecto cortesano, siguiendo las clásicas líneas marcadas por el justo medio aristotélico, no debe caer en la fatiga de una práctica musical dificultosa, pero tampoco en una música que resulte falaz y, recordando a Platón en su República, tampoco afeminada. Se procederá, con este fin, a establecer qué instrumentos y prácticas musicales son los más propicios para el cortesano.
Horror a las músicas lascivas
Solo Madrid es corte, obra del cronista real de Felipe IV, Alonso Núñez de Castro, resulta interesante en este sentido, pues muestra la evolución que sufre la noción de música a lo largo del Siglo de Oro español.
Núñez de Castro abunda en la idea de los beneficios de la práctica musical, mas sus argumentos dejan traslucir una clara desconfianza en que el ser humano la use de forma adecuada: “Si el mal uso la hace perniciosa, achaque o desgracia es de muchos antídotos, por no saber usarlos, el convertirse en venenos”.
Conceptos clave en esta evolución, como el justo medio aristotélico y la sprezzatura, quedan ahora marcados por un claro tinte de pragmatismo y desconfianza: “Debe coger horror el cortesano a las músicas lascivas, porque como está el alma tan banderiza a la torpeza, leve impulso la ocasionará despeños”.
Por otro lado, recorre también Núñez de Castro las líneas argumentales clásicas de tradición aristotélica y advierte de los efectos balsámicos de la música (“milagro natural de sanar dolencias con las recetas suaves de acordes instrumentos”) y los nobles efectos que produce en el alma tan noble ejercicio (“hacen sus pausas armoniosas olvidar las cosas de la tierra y fijar en el cielo el ánimo”).
Queda, pues, la clave de este dogma en una única sentencia aleccionadora: “Esta es de las gracias que es buena para tenida y afrentosa para blasonada en hombre de obligaciones y puesto”. Es decir: “Conozcan el arte de la música, pero no presuman de su instrucción quienes tienen otras obligaciones en la corte”.
Fuente: The Conversation
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