Atormentado, depresivo, encerrado en un laberinto interior levantado en Arles y en el manicomio de Saint-Rémy, en el luminoso sur de Francia, Vincent van Gogh se refugió en mayo de 1890 en la aldea de Auvers-sur-Oise, cerca de París, en busca de una curación a través de la pintura.
Allí dejó el último fogonazo de su arte, 74 obras pintadas en apenas dos meses que culminaron su talento creativo, una intensa actividad que durante años se pensó que representaban el ocaso de su genio, pero que una exposición que se inauguró esta semana en el Museo de Orsay de París pretende rehabilitar como una vuelta de tuerca más en la permanente experimentación creativa del pintor neerlandés.
“Queremos mostrar que van Gogh exploró en la pintura hasta el final de sus días, que no estaba en decadencia, que su período de Auvers, aunque era menos coloreado o feliz que lo que transparentaban los colores cálidos de Arles o Saint-Remy, seguía preocupado por avanzar, por abrir nuevos horizontes”, explica el curador de la muestra, Emmanuel Coquery.

Aunque la vitalidad sigue presente en la obra, apoyada en colores más fríos, en azules más presentes, Auvers no fue el bálsamo esperado por el pintor, que acabó disparándose en el pecho el 27 de julio y falleció dos días más tarde en el albergue de la localidad donde residía.
La gran pinacoteca del impresionismo ha conseguido reunir 45 de las obras de aquel período, muchas de ellas préstamos casi exclusivos del Museo Van Gogh de Amsterdam, que apenas las había dejado salir hasta ahora de sus muros.
“Estos cuadros tan particulares, reunidos juntos, van a dar una visión que va a sorprender a muchos que creen conocer a Van Gogh”, agrega Coquery sobre la muestra, que estará abierta hasta el 4 de febrero del año próximo.
Recibidos por el penúltimo autorretrato del pintor, un conocido cuadro que lo acompañó en su estancia en Auvers, los visitantes descubrirán que su vigor estaba intacto al igual que su talento.

De su pincel salieron cuadros que no expresaban su verdadero sentimiento, cree Coquery, aunque el propio artista confesó que su retorno al norte, que le recordaba a su Brabante natal, le hizo albergar en un inicio esperanzas de curación.
Auvers, fuente de inspiración
“Auvers fue una gran fuente de inspiración. Le sorprendió, no se esperaba tantos temas nuevos para él, las casas, los campos, la iglesia, no hay otros cuadros de edificios en su obra como ese. No paró de dibujar, de pintar, fue un manantial de inspiración permanente”, asegura el curador.
Pero apenas pintó seres, una señal de que si bien la tristeza que sentía no se trasladó a los cuadros, sí lo hizo la soledad, apenas mitigada por un puñado de amigos.
Posiblemente Auvers no sanó sus males, pero tampoco fue un punto y aparte en su carrera, la de un autodidacta de la pintura que se pasó la vida buscando la legitimidad que nunca tuvo por formación y que no dejó de experimentar hasta el último aliento.

“Nunca paró de experimentar, de buscar nuevos horizontes. Era un pintor inseguro que necesitaba siempre progresar, inventar”, señala el curador, que destaca que en su última etapa se lanzó a buscar nuevos formatos, inéditos en la época, telas de 50 centímetros por un metro que él mismo cortaba y con las que quería abrir una nueva perspectiva al arte.
La muestra del Museo de Orsay ha reunido once de las doce joyas que pintó en esos cuadros, reunidas en una misma sala luminosa y viva, entre las que figura también un extraño cuadro de raíces, considerado el último que salió de su pincel, pintado el mismo día en el que una bala le atravesó el pecho.
“Van Gogh acudió a Auvers en busca de una curación a través de la pintura, pero también a través del retorno a las raíces. No sé si Auvers lo sanó, porque aunque en su obra hay elementos que así lo indicarían, lo cierto es que se suicidó. Puede que en Auvers entendiera que su obra estaba culminada, que el trabajo estaba ya acabado”, apunta Coquery.
Fuente: EFE
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