
Ann Radcliffe comenzó a ser llamada de esa forma cuando tenía 24 años. En 1788 se casó con William Radcliffe, y adoptó, según la costumbre, su apellido. Se conocieron en Bath, una ciudad preciosa, ubicada a 156 kilómetros al oeste de Londres, con casas color miel envueltas en un verdoso campo lleno de ondulaciones. Allí su marido trabajaba como editor del English Chronicle. A ambos les entusiasmaba mucho la literatura: congeniaron enseguida.
Su apellido de nacimiento, Ward, se lo dio su padre, dueño de una mercería. Hija única y tardía para la época: su madre la dio a luz cuando tenía 36 años. A los 18 años, se trasladó con su familia a Bath, cuando su padre abrió una tienda de artículos de porcelana. Así que allí estaba ella, en una nueva ciudad, con su familia pero sola, y sus libros, que eran muchos. ¿Qué podía hacer más que pasarse las noches leyendo? Para entonces ya tenía escritos algunos relatos.
Cuando se casó, su marido le dijo: tienes que publicar. Y así fue: al año siguiente del casamiento, publicó Los castillos de Athlin y Dunbayne, que lleva por subtítulo “Un cuento de las Tierras Altas”. Alison Milbank, una destacada erudita literaria especializada en religión y cultura, definió este libro como “una novela que une la acción de una naturaleza medieval específicamente escocesa con la caracterización y la moralidad del culto a la sensibilidad del siglo XVIII”.
Se trata de una historia de venganza. Hay dos castillos, una sociedad refinada, tradición, aristocracia y un joven conde que busca vengar el asesinato de su padre en manos de un barón. En esta novela ya estaban muchos de los temas que más tarde definirían su trabajo. Y también estaban antes, en su propia familia: en la vida real, su padre tenía un famoso tío, William Cheselden, que era cirujano del rey Jorge II, y su madre descendía de la familia De Witt de Holanda.
Los inicios germinales de la narrativa gótica
Esta primera novela, publicada en 1789, está ambientada en Escocia y tiene dos personajes que siempre aparecen en su obra: una muchacha inocente que realiza algún acto heroico y un misterioso hombre de pasado oscuro que vive en un castillo tan o más misterioso que él. Siguió escribiendo: publicó Un romance siciliano en 1790 y El romance del bosque en 1791. De pronto, sin darse cuenta, se volvió popular: todos sabían quién era Ann Radcliffe.

Con Los misterios de Udolpho (1794) y Un viaje hecho en el verano de 1794 (1795) generó un torrente de chicas jóvenes que se sentían identificadas con sus intrépidas heroínas y le agradecían la emoción que causaban sus obras. Así fue que también aparecieron imitadores. Jane Austen, por ejemplo, parodió Los misterios de Udolfo en La abadía de Northanger. Se conocían: Austen admiraba a Radcliffe, que era nueve años mayor.
También influenció a Sir Walter Scott y a Mary Wollstonecraft. Escritores como Maria Edgeworth, Edgar Allan Poe, Charles Dickens, Henry James, Honoré de Balzac y Victor Hugo aluden a sus obras. Conocida como “la poderosa hechicera” y el “Shakespeare de los escritores románticos”, tuvo fama y respeto. Nadie lo sabía en ese momento: fue una precursora del gótico porque contribuyó, junto con unos pocos autores, a construir el género que estallaría al siglo siguiente.
Hay suficiente consenso en el inicio de la narrativa gótica, ese género que combina horror, muerte y romance. Su origen se atribuye a Horace Walpole, con su novela de 1764 El castillo de Otranto, cuyo subtítulo —en su segunda edición— fue “Una historia gótica”. Los historiadores literarios suelen hablar de una extensión movimiento literario romántico que encontraba cierto placer en lo sublime; algunos hablan de “terror placentero”.
En esa camada germinal están Clara Reeve, William Thomas Beckford, Matthew Lewis y Ann Radcliffe, por supuesto. El verdadero éxito del género se da en el siglo siguiente. Algo cambia con Frankenstein de Mary Shelley en 1818. Luego, el impulso se afianza con los cuentos de Edgar Allan Poe, la novela Canción de navidad de Dickens y la poesía de Coleridge y Lord Byron. La cumbre se alcanza con Drácula de Bram Stoker en 1897, podría decirse.

El final de la vida: ¿reclusión o disfrute?
J. M. Sadurní escribió en National Geographic que, “tras su matrimonio, Ann se convirtió en una mujer muy celosa de su vida privada, y, curiosamente, dejó de escribir a los 32 años, cuando sus cuotas de popularidad se encontraban en lo más alto. De hecho, se ha especulado mucho sobre el motivo real por el cual Ann Radcliffe llevó desde entonces una vida tan solitaria y recluida. Ann apenas salía de su casa y nunca visitó los países que fueron el escenario de sus novelas”.
Y continúa: “En realidad, sus únicos viajes al extranjero fueron a Holanda y a Alemania, y los hizo después de haber escrito la mayoría de sus novelas. Ann narró aquellos dos viajes en una obra publicada en 1795 a la que tituló Un viaje realizado en el verano de 1794. Así, aunque dejó de publicar novelas muy pronto, Ann siguió escribiendo poesía y una última novela, Gastón de Blondeville, que sería publicada de manera póstuma”.
¿Qué pasó después de que publicara su último libro, en 1795? Muchos dijeron que se volvió loca por la escritura. La explicación agigantaba el mito, pero una publicación de la época, The New Monthly Magazine, afirma que Radcliffe no estaba confinada en Derbyshire, como decían todos, sino que era habitual verla en en Hyde Park, en teatros y en la ópera, y todos los domingos en la iglesia de St. James. Además, durante ese tiempo viajó mucho con su marido.
El 7 de febrero de 1823, con 58 años, murió. Uno de sus biógrafos, Rictor Norton, cita la descripción de su médico: “Una nueva inflamación se apoderó de las membranas del cerebro” y le produjo “síntomas violentos”, Sugiere que tuvo una “infección bronquial, que conduce a neumonía, fiebre alta, delirio y muerte”. Tras su muerte, dejó una novela más, un ensayo, y mucha poesía. En vida, publicó solo cinco novelas. ¿Para qué más? Ella las llamaba “romances”.
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