
Todo comenzó un día que no recuerdo bien, hace varios años. Cuando sentí la necesidad de comenzar a buscar espacios de intimidad mental, lejos de la computadora y del celular. Inicialmente, el lugar elegido fue un bar de Tagle y Pagano. Hojas en blanco, una birome y a pasar el tiempo escribiendo. Ideas, escenas inconexas, recuerdos, sobre todo de mis viajes a la Patagonia, esos que siempre comienzo a extrañar ni bien vuelvo a Buenos Aires. En esos sucesivos paréntesis de varios meses entre uno y otro viaje, la mesa de ese bar se transformó en mi refugio de paz. Mi oasis de creatividad. Privado, inviolable. Y con el paso de los meses, imprescindible.
Ya con varias hojas escritas del derecho y del revés, decidí ingresar a un taller literario en el Museo Roca, cerca de casa. Me conozco, y sé que cuando decido encarar algo intento hacerlo con dedicación y constancia. Aunque todavía no me había dado cuenta que ese objetivo era algún día escribir un libro.
Esos días se me iban en investigaciones acerca de la Aeroposta, la primera línea aérea que voló en Argentina. Una epopeya donde participó Antoine de Saint-Exupéry, el autor de El Principito. De la vida de los próceres patagónicos, como Luis Piedrabuena. Y de desconocidos colonos de la Patagonia, cuyas historias aún retumban en cementerios perdidos en la meseta y las montañas, o, peor aún, ignorados para siempre hundidos en esos mares inexpugnables.

Cuando en el taller literario tuve que presentar un capítulo de novela o un cuento como trabajo práctico, apareció en mi mente, sin que yo lo hubiese invitado, un hombre de 75 años, piloto retirado que había volado en los años 20 con el gran Saint-Exupéry. Como saber que había nacido un personaje clave de mi futura pero hasta ese momento ignorada novela. Ese personaje iba a ser decisivo en una trama que poco a poco tomaba forma, como un ser extraterrestre que crece y crece dentro nuestro y no nos damos cuenta. Hasta que es demasiado tarde.
Lo único que tenía claro era que todo remitía a la Patagonia. Sus costas interminables, los pueblos ignorados, la meseta vasta y solitaria, sus personajes variopintos, los lagos y montañas escondidos en la profundidad del país, como si estuvieran escapando de algo.
Hasta que sucedió. Fue en otro bar, frente al cementerio de Recoleta. Lo percibí en el mismo momento que ocurrió. Mi Big Bang personal. Una eclosión. Casi sin darme cuenta, mi actividad profesional, el negocio de los seguros de vida, me trajo la parte que me faltaba. En ese momento, mi mente me dijo que ahí había una historia. La conexión del mercado de los seguros de vida con la Patagonia ya era inquietantemente verosímil.

Los personajes fueron apareciendo casi sin que los llamara, como si hubieran estado esperando su turno para entrar a escena. El camionero, el capitán del petrolero, el caminante, los viajeros, el sacerdote, los empleados de los bares y las estaciones de servicio. Todos, cada uno en su momento y con su inconfundible impronta patagónica van ayudando (y también entorpeciendo, porque no) al desesperado escape del inocente y casi ingenuo empresario patagónico de su perseguidor, un atribulado ex combatiente de las guerrillas contra las drogas en Colombia. Una cacería con el tiempo contado, hacia donde se termina La Tierra. Un desigual enfrentamiento entre la peor cara del mundo capitalista y la más pura esencia de un colono patagónico moderno.
El 1 de enero de 2018, en Mar del Plata, decidí que no podía postergar más comenzar a escribirla formalmente. Y un día de 2020 me dije a mi mismo que, finalmente, había terminado de escribirla. En los meses sucesivos me repetí esa frase unas treinta veces más. Ninguna revisión parecía suficiente. Descubrir esa faceta obsesiva que en algún punto ignoraba fue por un lado preocupante, pero por el otro necesaria para decidirme a soltar esos 82 capítulos y 550 páginas con un cierto atisbo de seguridad de que algo decente salía de mis manos. La recomendación de mi profe, el aliento de mis compañeros de taller, la aprobación de familiares y amigos que leyeron el primer crudo comenzaron a abonar la idea de publicar. Ni siquiera seis meses de edición lograron calmar mi novedosa adicción a continuar corrigiendo.

Un homenaje a la Patagonia profunda y sus personajes. La relación padre e hijo. Una catástrofe natural que lleva a una familia a tomar una decisión desesperada. Equivocada. Y la persecución. El fin del mundo en su expresión más cruda y extrema. Y el intento de volver a ser. De sobrevivir. De resistir.
Hoy me siento un poco huérfano. Ya no escribo en apuntes desordenados, ya terminé de escribir, ya no corrijo más. Pero estoy feliz. Paso por una librería y veo mi novela exhibida. Es más de lo que hubiera soñado.
Pido otro doble cortado. Miro al cielo. El sol se levanta, buscando su mejor ubicación para iluminar esta fría mañana de agosto. Mis nuevas anotaciones me miran desde el papel, ansiosas, listas para darle forma a una nueva aventura.
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