
¿Qué harías si tu hijo no pudiera mirarte a los ojos? ¿Si no fuera una cuestión de querer o no querer, sino una discapacidad la que se mete en el medio? ¿Hasta dónde llegarías para intentar que se produzca una mirada?
El hombre de acero presenta un monólogo de un padre insomne que intenta conversar con Dionel, un amigo de su hijo que sufre mutismo selectivo. El discurso protocolar, meditado, adulto, va perdiendo las hilachas mientras intenta conmover a aquel que no puede responder con palabras, y a duras penas puede mirarlo. Un interlocutor bloqueado por partida doble.
El teatro siempre tiene algo que deja sin contar. A diferencia de una película o un libro, no se deja repasar, no hay posibilidad de frenar y seguir en otro momento. Es una actividad de pesca. En El hombre de acero eso que está elidido se transforma en el eje central de la obra. Se sabe que hubo un incidente, que estuvieron involucrados los dos adolescentes y que implicó que Neo fuera echado del colegio. También, según cuenta el padre, tanto Neo como su madre, Irene, están en el baño y en su cuarto respectivamente. Él, encerrado hace horas; ella, bajo los efectos del Lorazepam. El padre, en un intento desesperado de involucrar a un otro, busca dar sentido a aquello que pasó por afuera de esa casa.
La situación familiar no aligera las cosas. A la madre se le va la vida en mantener el jardín. Después de un cumpleaños de Neo en el que el padre se disfraza de Iron Man y, al revelar su identidad, lo asusta, pierden toda posibilidad de vínculo. La palabra le permite al hombre de acero asimilar y compartir un sufrimiento que es tanto individual como colectivo.
La obra nunca se olvida de sus convenciones. El protocolo –celulares apagados, barbijos puestos, el vestuario– son anunciados por Marcos Montes, que prepara a su personaje en escena. Cuenta sobre los ensayos, sobre una puesta en el FIBA 2021 a raíz de haber ganado en 2019 el Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. Y no es solo al principio, sino que cada tanto vuelve, vuelve a marcar que él es actor, que esto es una obra, que arriba está el equipo técnico. Disgrega. Pide respuestas al público, advierte que se asuma que la sala es una casa y que en una silla libre está Dionel. Sin embargo, la impactante dramaturgia de Dasso y la actuación de Montes logran que todas esas aclaraciones se desvanezcan en el aire y pongan la piel de gallina. No hace falta imaginar nada, todo está ahí.
Como si fuera poco hablar de las problemáticas familiares, la obra de Dasso pone primera y se mete con uno de los tabúes más grandes de la época actual: la sexualidad en personas con discapacidad. La masturbación del hijo obsesiona al padre, que busca entre sábanas alguna señal de eyaculación que nunca aparece. Es, además de un acto compulsivo, uno doloroso, insaciable. Aquello que podría acercarlos, que podría hacer al neurotípico identificarse con el neurodivergente, aleja. El sufrimiento, sin embargo, hace que el hombre de acero se funda, se desarme, llore. Y Dionel, que sigue mudo, lo mira por primera vez, dándole aquello que Neo no puede.

La obra se despide con un deseo desgarrador: “Lo único que quiero es que [Neo] no sea indiferente”. La sala explota entre aplausos y lágrimas. En la salida emerge una convicción: Juan Francisco Dasso es uno de los mejores creadores teatrales del momento, y hay que seguirlo bien de cerca.
* Funciones: jueves y sábados a las 20 en Espacio Callejón, Humahuaca 3759, C. A. B. A.
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