
“El mar, una vez que lanza su hechizo, mantiene a uno en su red de maravillas para siempre”. La frase no pertenece a un artista, sino a Jacques Cousteau, el explorador y conservacionista, pero bien podría aplicarse a algunos pintores que hicieron o colocaron grandes extensiones de agua en su obra.
En el Día Mundial de los Océanos, vale recordar que lo marino se ha representado -y se presenta- de muchas maneras. Están aquellos que lo colocaron en el centro o los que lo hicieron como una especie de espectador de otra escena o conformando un paisaje, los que lo vieron apacible o tumultuoso, lo que contaron historias de naufragios, de guerras, de soledades, de esperas y de destierros o hasta los que eligieron que sea compañeros de juego de niños.
Su presencia en el arte es tan importante que incluso una obra que lo contenía dio origen a una de las vanguardias más importantes del siglo XX, el impresionismo. Por solo nombrar algunos: Hokusai, J. M. W. Turner, Claudio de Lorena, Caspar David Friedrich, Winslow Homer, Théodore Géricault, Claude Monet, y Joaquín Sorolla tienen a lo acuático en muchas de sus principales obras. Incluso Van Gogh y Picasso no pudieron escapar del todo a sus encantos.
Pero hoy nos toca hablar Iván Aivazovski, considerado uno de los mejores artistas de “marinas” de la historia, como se ve en esta obra, La novena ola, de 1850, que se encuentra en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo.

De familia de origen armenio, Aivazovski (1817-1900) nació en Feodosia, ciudad de la ucraniana Crimea, actualmente ocupada por Rusia, pero su vida transcurrió antes de estos conflictos, durante el Imperio Ruso, con quien tuvo buenas relaciones tras su formación en Academia Imperial de las Artes de San Petersburgo y tras una gira por Europa -donde su contemporáneo Turner le dio su “bendición” para hacer obras marinas- fue contratado como el pintor principal de la Armada.
Pero más allá de sus contactos con el poder, que sabemos siempre fueron importantes en el arte, Aivazovski fue un artista que triunfó fuera de su tierra, siendo de hecho el primer ruso en tener reconocimiento internacional - fue el primer extranjero en recibir la Legión de Honor francesa, por ejemplo-, con exposiciones individuales en Europa y Estados Unidos y alrededor de 6 mil pinturas en casi 60 años de carrera.
Aivazovski formó parte de distintas comitivas militares a partir de las cuales no solo visitó ciudades, sino también asistió a maniobras de combate y a operaciones militares, experiencias que llevó a los lienzos, como Batalla de Chesma, Mercurio después de una victoria sobre dos buques turcos o Vista de Constantinopla.

En el caso de La novena ola, un óleo sobre lienzo de 221 cm × 332 cm, representó el mar después de una devastadora tormenta nocturna. El agua sigue embravecida, puede notarse el corazón del temor en su movimiento, que parece extenderse más allá de lo visible. Allí, en un mástil que hace de balsa improvisada para siete náufragos que se dirigen hacia un destino incierto.
El nombre de la pintura hace alusión a la tradición marinera que atribuía a la novena ola de la tempestad el efecto más destructivo.
Lo peor parece que ya ha pasado. El sol aparece en el horizonte, lo que le da a la pintura los tonos cálidos que construyen una atmósfera de esperanza, aunque a su vez ese sol está cubierto por las nubes y las olas que rompen parecen fagocitarlo, transmitiendo así la incertidumbre. Porque para entender al mar hay que saber que no se puede entenderlo.
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