
Ciertos pensadores parecen tener un destino más novelístico que filosófico. Ninguneados o vapuleados en su época, son rescatados y celebrados cien o doscientos años más tarde como maestros imprescindibles para tiempos convulsos.
Outsiders, moviéndose por los bordes de las instituciones académicas y pensando por fuera de lo políticamente correcto de su propia era, le pasan a la historia el cepillo a contrapelo (para decirlo con Walter Benjamin) y podrían afirmar -como el loco de Nietzsche que anuncia la muerte de Dios-, “he llegado demasiado temprano”. Como todo profeta, portan un mensaje que nadie quiere oír.
Ellos, Nietzsche y Benjamin, representan cabales ejemplos de esos pensadores inactuales. Pero antes, un nombre que reverbera: Baruch Spinoza. El bendito (eso significa en hebreo Baruj) maldito. Expulsado, excluido, demonizado… pero fundamentalmente, mal leído. ¿Hasta ahora?
A partir del siglo XIX se registran ingentes esfuerzos para restituirle el lugar que sin duda le corresponde. Como dijo Hegel (antes de deshacerse de él como de una piedra en el zapato), quien se dedica a la filosofía primero debe ser spinoziano… y luego armar su propio sistema. Pero es el siglo XX la era más pródiga en intentos de recuperar las trazas de un pensador que se considera, con razón, precursor: de la filosofía política, de la crítica bíblica y de muchos otros campos de pensamiento centrales en la modernidad.

Mas esta avalancha de comentadores tiene su lado bueno -volver a poner en circulación una obra genial- y su lado malo: muchos de ellos, animados por justificados ímpetus y pasiones spinozianas, han incurrido en apropiaciones de dudosa legitimidad. Mediante anacronismos -Negri fabrica un Spinoza “marxista”, Althusser hace del holandés un autor del mayo francés, Deleuze uno rizomático, otros lo acercan a las neurociencias, al budismo o a una banal prédica new age…- o directamente distorsiones que le hacen decir lo que conviene a cierta posición interesada, los mil y un Spinozas que circulan en la arborescente bibliografía actual parecen más fichas de tableros previamente armados que aspectos propios de su compleja e intrincada escritura. Kant decía que el científico va a la Naturaleza con la pregunta en una mano y la respuesta en la otra.
Muchos spinozistas actuales parecen cometer el mismo pecado… No encuentran, en el holandés, otra cosa que lo que han puesto ahí antes. No hay debilidad más humana -y por qué los filósofos estarían libres de ella?- que querer autorizar las propias convicciones encontrando un antecesor, una voz elevada que consagre las verdades que se intenta enunciar. Heidegger advertía contra el peligro de creer que un lector actual puede “entender” a Heráclito. Nada en nuestro mundo, decía, se asemeja a la situación vital del griego, no por nada llamado “el oscuro”.

Con Spinoza, si bien nos separa de él una distancia temporal mucho menor, la situación no es muy diferente. Porque son muchos los factores que nos alejan: ¿cómo entender el funcionamiento de la cabeza de un judío descendiente de marranos, alfabetizado en la lectura de los textos bíblicos y talmúdicos, en conflicto con las autoridades de su comunidad pero, a la vez, en honda sintonía con esos textos, en medio de una Holanda calvinista? ¿No son acaso esos libros -la Biblia hebrea, el Talmud, la Cábala- aún negados, silenciados y distorsionados en la cultura occidental y cristiana?
Llevo más de dos décadas de spinozear. De leerlo, pensarlo, darle vueltas, bordearlo, aludirlo, soñarlo. Pero algo, un rasgo esencial, un carozo de su pensamiento permanecía ajeno, me eludía. El libro Spinoza en la encrucijada, próximo a publicarse, es un intento de “pelar ese hueso”, de rozar ese núcleo sin pretender dilucidar sus últimas significaciones… Sin la ilusión de una comprensión sin falla, propongo simplemente leer. A la letra. Sin saber qué vamos a encontrar allí, sin presuponer lo que va a decir. Más bien, dejarnos habitar por su voz y permitir que su letra guíe la lectura, a fin de percibir fugazmente la verdad “que relumbra en un instante de peligro”.
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