
“Nada es sencillo ahora, tampoco lo es estar esta noche aquí”, pronunció en tono grave la voz en off del periodista Iñaki Gabilondo antes de comenzar la versión semiescenificada de La Traviata. Sin duda sus palabras se referían a los días oscuros que tocó vivir y al futuro sin ninguna certeza. Pero, oídas en clave más zumbona -si se permite esta digresión del ánimo-, esas mismas palabras resumían muy bien la experiencia de haber superado todas las pruebas de ingreso a la sala: presentación de ticket virtual, acceso escalado y en horario estricto, siguiendo las marcas dibujadas en los pisos, con riguroso tapaboca, esterilización de manos y zapatos bajo la guía del personal de sala, hoy más preparado para enfrentar una guerra de galaxias que para atender las excentricidades del abonado a la ópera.
El control sanitario llega hasta la asignación de aseos y barras de bar según butaca adquirida. Sí, la buena noticia es que la barra está abierta, la mala es que el servicio del buffet fue reconvertido en una entrega de viandas similar a las que se sirven en los vuelos largos. Una platea prácticamente vacía -el aforo para esta función fue del 50%-, con sus butacas liberadas de a dos, e indicaciones sanitarias y código QR (para escanear el programa de mano) estampados en el respaldo de la butaca delantera, termina por crear el ambiente orwelliano.
En esa distopía, la llegada del preludio –los violines con su melodía etérea pero, sobre todo, tan familiar-, tuvo el efecto del abrazo que deseamos desde que el protocolo covid nos los prohíbe. Lo que siguió fue una Traviata cuya austeridad escénica no solo potenció el arte de Verdi sino que puso en negro sobre blanco la calidad dramática de los protagonistas.
Aunque la puesta de Leo Castaldi distribuye coro y solistas como si se tratara de una versión de concierto, esa disposición es solo un punto de partida. El coro está lejos de moverse en bloque (la fiesta en lo de Flora podría servir como catálogo de todo lo que un conjunto vocal puede expresar aún con mínimos movimientos) y casi no se perciben sus entradas y salidas, un logro para nada menor en cualquier producción, pero especialmente sorprendente en esta.
Una cuadrícula roja dibujada sobre la gradería marca el lugar de cada corista. Por delante, en el proscenio, los solistas se mueven con mayor libertad, pero sin quebrar la nueva norma de distanciamiento social, una regla que le sienta muy bien a la historia de amor en tiempos de tisis.
Es difícil imaginar una Violetta más conmovedora que la de Ruth Iniesta. De su línea vocal -impecable en todos los registros-, de las razones que dan sus palabras y del humor que dictan sus melodías, surgen cada uno de sus movimientos. Todo en ella es vital, orgánico.
Ivan Magri, en cambio, no se encuentra del todo cómodo en el traje de Alfredo Germont. Sus gestos parecen dictados y su voz -de timbre cálido especialmente en el registro medio-, más preocupada por superar el volumen de la orquesta que la tragedia que protagoniza.
La preciosa voz -pareja y aterciopelada- pero discreta actuación de Nicola Alaimo, el padre de Alfredo, pone un punto de equilibrio en la tríada protagónica.
De los comprimarios, Marifé Nogales (Annina) es quien suelta más la rienda de su personaje. El resto -Sandra Ferrández (Flora), Stefano Palatchi (Grenvil), Albert Casals (Gastone), Isaac Galán (Douphol), Tomeu Bibiloni (marqués de Obigny)— necesita todavía encontrar el pulso del drama.
El protocolo sanitario también alcanzó a la orquesta titular del Real, que se distribuyó en un foso de máxima extensión (normalmente concebido para las orquestas de grandes dimensiones, como la wagneriana). Cuerdas y percusión tocaron con mascarilla; vientos y director (Nicola Luisotti) fueron cubierto por mamparas acústicas.
Afortunadamente, la nueva normalidad no le restó a esta concertación ni una coma de pulcritud y entrega.
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