
Son las siete menos diez y a esta altura del año en Buenos Aires todavía queda luz y hace calor, no tanto como en Orán, pero hace. Ya casi es hora. Busco mi tablet, la apoyo en la mesa del comedor que es donde más cerca me queda el módem, enciendo el ventilador, me siento en la silla más cómoda que encuentro. Voy a Zoom, una app que hasta hace unos días ni sabía que existía, inicio una reunión, copio la URL y se la mando a mis alumnos por el grupo de Whatsapp. Vuelvo a la app, pongo la opción compartir pizarra y escribo con el dedo, con mi letra siempre desesperante: “Empezamos a las 19”.
Mientras se conectan desde sus reclusiones, me hago un café. A lo lejos escucho el murmullo de las primeras y primeros en llegar, se saludan con alegría, se preguntan cómo la están llevando, se responden que ahí van, como pueden. Con la taza en la mano busco mi ejemplar que es una rareza, una primera edición, y mi anotador donde apunté algunos conceptos para que veamos hoy. Antes de arrancar, los repaso: calor, olor a crematorio, debate ciencia versus fe, insignificancia del héroe frente a lo inmenso del horror, fantasía de escape, drama de la separación. No, no estamos leyendo sobre el Coronavirus, estamos trabajando La Peste, de Albert Camus. Leemos La Peste en el medio de la peste. O quizás, como puso en una historia de Instagram una de mis alumnas (jovencísima, recién llegada al grupo, proyecto de gran escritora), usamos La Peste para curarnos la peste.
En buena parte, lo que estamos haciendo obedece a una casualidad. Allá por enero, cuando la humanidad aún gozaba de una salud relativamente razonable, hice una lista corta de libros para leer este año en mis talleres. La isla del tesoro, El hombre que fue jueves, La invención de Morel, El nombre de la Rosa, Drácula, A sangre fría, Los tres mosqueteros... Y La Peste. Se las mandé con una leyenda: “para las novedades ya tendremos tiempo”.

Apenas enterado de que comer sopa de murciélago no era una buena idea, les propuse arrancar por el de Camus. Muchos lo habían leído, pero ya sabemos que eso no importa porque un libro no es un libro, es cientos de miles a la vez. ¿Acaso es lo mismo leer El viejo y el Mar en un living en Caballito que en el malecón de La Habana? ¿Es El Guardián el Centeno el mismo libro si uno tiene un hijo adolescente que si no? ¿Es lo mismo leer las desventuras del doctor Rieux y su equipo en el medio del Coronavirus que en el colegio? No, claro que no. Así que aquí estamos, viendo cómo los médicos de Orán sacrifican todo en nombre de la eficacia y se organizan para atender como pueden a miles de nuevos enfermos por día, infectados por una rata, por cierto: un murciélago sin alas.
Son tantas las similitudes entre el libro que Camus escribió a fines de la Segunda Guerra y lo que estamos viviendo que sería imposible o aburrido marcarlas todas, pero en la última clase nos detuvimos en una que nos llamó mucho la atención: los separados. Para intentar contener la peste, las autoridades sitian Orán. Ya nadie podrá salir ni entrar a esa ciudad que le ha dado la espalda al mar, en donde todo es monótono y la gente trabaja sólo por dinero.
Allí, en ese lugar en el que empezó a circular un diario nuevo de dudosa honestidad llamado Correo de la Epidemia, nace una nueva categoría de seres humanos, los separados. Dice el cronistas que pasada la conmoción de la novedad, se los veía “con la mirada tan llena de tedio que, por culpa de ellos, la ciudad parecía una sala de espera”. Supongo que si estuviéramos en el medio de una dictadura, pensaríamos en los exiliados, pero como leemos en la pandemia, sentimos que Camus nos está describiendo a nosotros.
Hace tres semanas estábamos en mi oficina, sentados en círculo, pasándonos botellas de cervezas, picando queso y salamín con los dedos, leyendo a Faulkner. Ahora somos un cuadradito en una pantalla, cada uno en su casa, muchos separados de sus familias, de sus amores. Hago un repaso. A Vanina la merodea un perro blanco, grande, se parece a un dogo. A Vicu y a Apu se les cruzan los gatos por la cámara (los gatos y la escritura, una pareja que no conoce la distancia social). Gustavo nos muestra a su hijo y todos lo saludamos con monerías, como si fuésemos sus tíos haciendo un Skype desde alguna playa lejana. Sole pelea con el micrófono, Julio y Laura toman vino y como los tengo uno al lado del otro parece que brindaran. El doctor nos informa que es el cumpleaños de su mujer, se asoma a la cámara, le mandamos besos y le cantamos a coro. A las nueve haremos una pausa para aplaudirlo a él, porque todos tenemos cerca algún héroe insignificante pero esencial. Supongo que estamos en la primera etapa, la de cierta sorpresa por la novedad. Ojalá nos dure la energía, ojalá no nos tome el tedio de la sala de espera.
En mis talleres no es obligatorio escribir, lo dejo a decisión de cada uno. Hubo varios que durante años nunca trajeron nada pero esta vez no, esta vez escriben todos, movidos por una consigna: tienen que inventar su propio mundo, con su propia peste. Y en eso andan, creando sus oranes y, de paso, exorcisamos demonios. Cuando leen se hace un silencio absoluto. Cuando toca devolver, las retroalimentaciones son cada vez agudas. Los miro y me pregunto si no seremos mejores en cuarentena. Me respondo rápido que no, que es sólo una estrategia de supervivencia, que este es nuestro modo de pelearle a la separación y a la soledad y que, por suerte, nos funciona bastante bien.

Ya volveremos a estar juntos de verdad, ya podremos pasarnos los libros sin tener que bañarnos en alcohol fino, ya escucharemos un estornudo sin temblar, ya compartiremos el queso y el salame cortados por alguno mano lavada pero por limpieza, nomás. Por ahora nos encontramos por streaming y aprendemos que, por mucha plaga que ande dando vuelta, tiene razón Camus cuando dice que en la humanidad hay más cosas dignas de admiración que de desprecio. Y no hace nada mal en recordarnos que estemos muy atentos, porque el bacilo de la peste puede permanecer dormido durante años, esperando despertar en alguna rata de las miles que abundan. Mientras tanto quedémonos en casa a ver si achatamos de una buena vez la curva y podemos, ojalá pronto, salir a escribir en libertad.
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