
A principios de los años 90, cuando empecé a hacer crónica policial en un diario de Rosario, me tocó cubrir un asalto de lo que entonces se llamaba superbanda. Hubo varias cosas que no me cerraron de aquel episodio y que comprendí años más tarde, con un poco más de experiencia y algunos contactos: lo que había aparecido en los medios como un exitoso procedimiento policial, resultado de tareas de inteligencia y de eficaces “operativos cerrojo”, no había sido más que una ratonera preparada a partir de los datos aportados por un informante ligado a los asaltantes.
“Ratonera” es un término acuñado por lo menos desde los años 60, en referencia a los delitos –robos a mano armada, sobre todo- que la policía dejaba que ocurrieran para intervenir a sangre y fuego en medio de su desarrollo. En general no quedaban sobrevivientes. Cuando me enteré de que tal era la verdadera historia de aquel golpe ya no tenía mucho sentido escribir una crónica. La hora de las superbandas había pasado, sus protagonistas estaban muertos, condenados en prisión o con destino desconocido, y el caso era un expediente cerrado para la justicia. Pero la historia no dejaba de darme vueltas y sobre todo la figura de uno de los delincuentes, Dámaso Herrera, un personaje muy nombrado en Santa Fe en las memorias orales del mundillo carcelario y policial de los años 80 y 90.
Herrera había sido una especie de delincuente ideal: no tenía tratos con la policía corrupta, no cometió crímenes ni abusó de la violencia, tuvo un profundo sentido de lealtad hacia sus compañeros de andanzas. Era un ejemplo de los míticos códigos del hampa, ese supuesto conjunto de valores que suele ser invocado en cada época para alertar sobre la peligrosidad del presente. Lideró aquel asalto que me tocó cubrir en mi bautismo como cronista, fue a la cárcel, salió en libertad gracias al Pacto de San José de Costa Rica, cometió otros robos hasta que otra vez “tuvo la viruela” –como se decía del delincuente entregado por un delator- y murió después de ser baleado por un policía que lo atacó por sorpresa.
En Leyenda negra tomé esa figura como tema de ficción. Escribí la novela después de hacer el trabajo que podría haber hecho para una crónica: hablé con uno de los cómplices de Dámaso –en realidad él me llamó desde la cárcel, un poco antes de que recibiera su condena- y con los abogados que lo asistieron, fui a los archivos periodísticos, consulté el expediente judicial. Pero a pesar de que en la novela hay indicaciones de tiempo y espacio bastante precisas la historia transcurre en un lugar y en un momento imaginario, porque no me interesó reconstruir el hecho en sí sino explorar aquello que lo atraviesa y lo carga de interrogantes: las leyendas que rodean a algunos delincuentes y lo que esos relatos nos dicen sobre la ley, el delito, el castigo y la sociedad donde circulan.
La novela está contada a través de las voces de cuatro personajes, presentadas como si estuvieran en diálogo directo con el lector. Esta forma es también un efecto de haber hecho crónica durante tanto tiempo: en ese oficio uno básicamente se la pasa escuchando a los demás, escuchando cómo cuentan o tratan de contar o de justificar o de comprender los sucesos que los tienen como protagonistas, o como víctimas. Parafraseando a un escritor muy reconocido, podría decir que pude sentarme a escribir Leyenda negra porque había escuchado a verdaderos delincuentes y a verdaderos policías, y podía reproducir de manera bastante verosímil sus formas de hablar, podía sentir que esa cantidad de horas-silla con el grabador y las entrevistas martillando en la cabeza tomaba forma en un conjunto de voces que empezaban a hablar desde la intimidad. Pero también pude escribir el libro porque leí mucho a algunos autores que me afirmaron en esta búsqueda de la oralidad, como Roberto Fontanarrosa –todo el ciclo de los cuentos de bar y también algunas gemas perdidas entre su abundante producción, como el cuento Choro común-, Elvio E. Gandolfo, el libro Una joya por cada rata -las memorias de Darío Giró sobre su pasado como asaltante de bancos-, y Jorge Barquero, a quien está dedicada la novela.
Barquero (1942-2014) se hizo escritor mientras cumplía una condena por secuestro extorsivo en Córdoba. En la cárcel comenzó a cartearse con Ricardo Piglia y escribió la primera versión de La ley de la memoria (1999), su gran novela. En libertad, publicó además dos libros de cuentos, Sabihondos y suicidas (2003) y Una fosa en Los Cipreses (2009), y fue para mí un amigo y una fuente de consulta muy valiosa para comprender algunas cuestiones de la vida carcelaria y de la delincuencia. Sus libros son inhallables y deberían reeditarse.
Leyenda negra no se propone mitificar ni brindar una visión romántica del crimen. Tampoco de la policía, aunque esa sería una operación imposible dada la policía que tenemos, y la historia de los crímenes que la rodea desde sus orígenes. Por el contrario, son los mismos personajes los que ponen en duda opiniones y creencias que parecen parte del sentido común cuando se habla de la ley y del delito. A veces, por el impacto que provocan, los protagonistas de los sucesos policiales generan simpatías entre el público, pero la novela procura más bien poner entre signos de pregunta esos sentimientos, interrogar por qué en determinadas circunstancias los policías o los delincuentes representan valores que movilizan a la gente y, sobre todo, hacer oír una palabra que por lo general resulta insoportable, que genera desconfianza, que suena increíble: la palabra de los que están en conflicto con la ley.
No hay fábula y menos una moraleja como remate. En todo caso suscribo una frase de Martha Ferro, la gran cronista policial de ¡Esto! y del diario Crónica: “Yo quiero un mundo mejor, y en un mundo mejor nadie le afana a nadie”.
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