
A Ana la conocí cuando cursaba segundo año de la escuela secundaria. Yo era profesora de literatura de segundo y tercer año. Era, sin duda y sin exagerar, mi alumna favorita. Los mejores trabajos, las mejores lecturas, los mejores apuntes. Un día, en una reunión de padres, se me acerca un señor y me dice “mi hija tiene una enfermedad y se tiene que transfundir cada quince días, mientras le hacen las transfusiones, lee Cortázar y Todorov para aplicar Todorov a la lectura de Cortázar. Gracias”, y se fue sin más. Me quedé petrificada, era su padre. Yo no sabía nada. Ana nunca me había comentado sobre su enfermedad. Cuando volví al aula después de esa reunión de padres, le hablé y me contó la historia de esa enfermedad.
Un mal que ataca a una persona en sesenta mil, pero una mutación genética que suele tener más incidencia en las personas judías con ascendencia askenazi, “la incidencia en esa población asciende a 1 en 450 individuos”. Ana me contó de sus bisabuelos de Rusia y de Lituania y de sus bisabuelos españoles, que acaso eran judíos que perseguidos habían entrado a España y se habían cambiado el apellido para que los dejaran de perseguir. El camino del gen. Mi respuesta fue simple: tenés que escribir esta historia. Vivir y escribir. Se vive para escribir o se escribe lo que se vive. Pero como dice Piglia, entre ver y decir, en ese hiato, se para la literatura.
El libro que recorrería esa historia iba a ser mucho más que esa historia. La enfermedad era solo un camino, un devenir, que traía preguntas y transformaciones. Un enunciado desde el dolor y la transformación que el dolor trae. Lo que hace Ana en Poco frecuente es, sin querer ser redundante, poco frecuente. Se podría decir que se inscribe en las narrativas de la novela de aprendizaje. Una protagonista que empieza mirando el mundo desde la ventana del hospital en el que pasa sus días, espiando los pasillos desde la puerta entreabierta que dejan las enfermeras, los llantos de los bebés recién nacidos, los chusmeríos de los médicos en las eternas horas de internación y los vaivenes del diagnóstico y el tratamiento, a sumergirse, como le sucede al final de la novela, en el río en el que unos chicos saltan desde una roca, y al flotar descubrir que su cuerpo ya no le pesa.
Poner el cuerpo. Pero no ponerlo ya para la enfermedad ni para la cura de la enfermedad, poner el cuerpo para la palabra. Para que palabra y cuerpo se toquen y se reconozcan, para decir el dolor y al decir el dolor narrar el camino de la cura. Nunca el cuerpo estuvo tan fuera del mundo como en los tiempos que vivimos. ¿Dónde está el cuerpo? Cada día el cuerpo está más lejos y sin embargo, la leo a Ana y pienso, esto es poner el cuerpo. Hay aquí una dimensión del cuerpo. Una dimensión del cuerpo que toca la palabra, un coraje del cuerpo, de su relato, de lo que el cuerpo tiene para decir, de la información nuestra que porta y que nos es desconocida, de eso desconocido de uno para uno mismo. Ese lugar es el que explora Poco frecuente. El cuerpo como territorio, como un espacio a explorar y descubrir.

Desde la historia que porta el gen y que la lleva a las historias de inmigración de sus abuelos de Rusia, de Lituania y los raros españoles, a la historia que su cuerpo, con toda la información que porta, lo transforma en deseo. Porque finalmente es el deseo el que se abre el camino, el deseo que la protagonista va descubriendo, el deseo en sus compañeros, en los médicos, en los amigos de la playa, el deseo que la empuja y la vuelve, cada capítulo, más liviana. El deseo que brota como el río en el que se baña al final de la novela, el deseo que es, definitivamente, la forma en la que el cuerpo se libera de lo que le pesa.
Y ahí está lo poco frecuente. Porque poco frecuente es dejarse llevar por el deseo. Explorar el propio cuerpo como un territorio cuyos caminos no los guía la biología, sino el pulso del deseo. Y esa es la transformación más interesante de todas. Pensar que podría ser una novela sobre la enfermedad y en definitiva es una novela sobre el deseo. Poner el cuerpo para el deseo. Sacar el cuerpo del dolor y darle, a través de la palabra, el espacio para que se convierta en un cuerpo deseante. ¡Qué aprendizaje entonces! El aprendizaje de atreverse a desear.
Como dice Gilles Deleuze en La literatura y la vida: “Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo”. Qué médica entonces Ana. Médica de sí misma y médica del mundo. Porque en el relato que ella arma estamos todos. Todos frente a nuestro propio cuerpo, frente a ese desafío de poner el cuerpo para darle una dimensión de deseo. Y dice también Deleuze: “la literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles”.
Ese devenir que una salud de hierro habría hecho imposible, es el devenir de quien pudo escuchar aquello que era muy fuerte para ella, que por momentos era irrespirable, que en la sucesión de días y noches de hospital se volvía agotador, pero que le dio una irresistible salud pequeñita, pero enorme en su pulsión de deseo, más que poco frecuente, única.
* Este texto fue leído en la presentación de “Poco frecuente” el 28 de noviembre de 2019 en Céspedes Libros.
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