Juan Gelman fue un libertador de la poesía. Liberó la palabra de su peso (“El peso de la palabra llega desde una piel tendida, furia o pena, niñez”). Atravesada por Vallejo y Gonzalez Tuñon (incluso hay por allí algo de Girondo en su primer violín), su poesía atravesó a su vez a casi todos los poetas de este lado del mundo. Su impronta (casi) inevitable es la liberación formal, el permiso insolente, las conjugaciones arbitrarias, la multiplicidad de asuntos.
La vastedad de su poesía, la enormidad de su trabajo y la afortunada longevidad que festejamos aun cuando haya muerto, nos impide pensar en centralidades de la obra y nos obliga a proponer aperturas y miradas, sugerir lecturas. Al tiempo que cuestionaba lo formal establecido, que quebraba la noción del verso, de la estrofa, componía un ritmo impecable, una estructura que daba a su poesía una vitalidad única. La poesía de Gelman pide ser leída en voz alta, expande su sonoridad más allá del texto impreso. Sus palabras mágicas, sus verbos irreverentes que se conjugan de modos nuevos, sus sonetos reinventados y sus falsas traducciones, son parte de un universo poético que excede en mucho a la poesía.
A diferencia de Borges –poeta universal- Gelman fue un poeta del mundo. Su poesía tuvo cuerpostierra y amoresmuerte. Obra de sudores y dolores ciertos, de cuerpos cargados de política (“Cómo será acostarme / en tu país de pechos tan lejanos”), no se puede separar la evolución de su propia militancia política. Las luchas de los trabajadores, de los milicianos pobres y latinoamericanos, de los compañeros muertos, la desaparición, la muerte de su madre muerta de dolor mientras él estaba lejos, articulan en su obra con el amor potente e inalterable presente desde aquellos primeros libros de la década del ’50.
Los silencios que dejan los hombres como Gelman son aquellos que palabran de Verdad.
*Fuente original del artículo, Nodal
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