
El impacto emocional que vivió Juan Pablo II durante su visita en julio de 1986 a Armero quedó grabado en la memoria colectiva de Colombia.
La llegada del pontífice a la zona devastada por la erupción del nevado del Ruiz, que el 13 de noviembre de 1985 sepultó a la llamada “Ciudad Blanca de Colombia” bajo toneladas de lodo y escombros, se convirtió en un momento de profunda conmoción tanto para los sobrevivientes como para el propio líder de la Iglesia Católica.
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El helicóptero que transportaba al papa descendió sobre la vasta extensión de tierra que alguna vez fue Armero, mientras una multitud expectante agitaba pañuelos blancos, generando una imagen que evocaba un campo de algodón mecido por el viento.
Los helicópteros de la Fuerza Aérea Colombiana, que escoltaban la aeronave papal, levantaron densas nubes de polvo al aterrizar, lo que no impidió que cientos de personas, conmovidas hasta las lágrimas, se acercaran peligrosamente para observar de cerca al pontífice.

La figura de Karol Wojtyla, vestido con su túnica blanca y el solideo en la cabeza, se recortó en la puerta del helicóptero.
Su presencia serena provocó una reacción inmediata en la multitud, que cayó de rodillas sobre la tierra polvorienta, bajo la cual yacían los restos de más de veinte mil víctimas de la tragedia.
El papa, plenamente consciente de la magnitud del desastre, sabía que la erupción del cráter Arenas del nevado del Ruiz había ocurrido a las 10:10 p. m. del 13 de noviembre de 1985, generando una explosión que derritió el hielo y provocó una avalancha de lodo y piedras.
Esta catástrofe no solo arrasó Armero, sino que causó daños en Chinchiná y otras localidades en un radio de 180 kilómetros.
El paisaje que se extendía ante sus ojos era desolador: automóviles retorcidos, estructuras de edificios colapsadas, árboles envejecidos y deshechos, y restos humanos y animales expuestos tras la retirada del lodo. Entre los escombros, la violencia de la avalancha quedaba patente en el desorden de los objetos dispersos.

La expresión de Juan Pablo II se tornó sombría y reflexiva mientras recorría con la mirada el inmenso mausoleo que se había convertido en la llanura. Se persignó y murmuró una oración, levantando los brazos al cielo y dejando al descubierto la piel de sus muñecas. Incluso algunos testigos del momento dijeron que el papa había derramado algunas lágrimas ante la magnitud de la tragedia.
En ese instante, un coro juvenil entonó el himno de la alegría, añadiendo una carga emocional adicional al ambiente. La voz del papa, de acento eslavo y tono musical, se proyectó sobre la planicie, como si intentara alcanzar a las víctimas sepultadas bajo la tierra.
El pontífice avanzó con paso firme, recibiendo el viento que agitaba su toga y su cinturón dorado, mientras los hilos plateados de su cabello se movían persistentemente. Frente a una gran cruz de cemento armado, Juan Pablo II se arrodilló y oró durante dos minutos.
El silencio era absoluto, sólo interrumpido por la diana de un corneta militar. Al concluir la oración, el papa se incorporó con serenidad, y la multitud, sobrecogida, rompió en llanto. Al levantar las manos hacia el público, logró que todos guardaran silencio, evidenciando el magnetismo de su presencia.
La visita del papa a Armero se extendió por once minutos, aunque muchos asistentes aseguraron que, por la intensidad de los acontecimientos, pareció durar más de dos horas. El ceremonial religioso y la liturgia se desarrollaron con precisión.

Un periodista, testigo del evento, confesó tras secarse las lágrimas: “¡Jamás había visto una cosa tan verraca!”. La impresión que dejó el pontífice, con su rostro marcado por la tristeza, fue profunda. Al concluir su visita, abordó el helicóptero que lo trasladaría a Lérida, donde se encontraban los campamentos de damnificados y las nuevas edificaciones impulsadas por el gobierno local.
Entre la población quedó una sensación de admiración y solidaridad hacia ese hombre de manos grandes y notable fortaleza, el antiguo minero de Cracovia que en 1978 asumió el papado tras la muerte de Albino Luciani —Juan Pablo I—, cuya desaparición ha sido objeto de especulaciones entre los investigadores del Vaticano, quienes han señalado a Paul Marcinkus, jefe de finanzas de la Santa Sede, como posible responsable de un envenenamiento.
Cuando el helicóptero desapareció en el horizonte, los habitantes de Armero recordaron la recomendación que el propio Wojtyla había hecho a los niños de Cali: “Hay que orar por el pobre papa”. A esto, el escritor antioqueño Fernando Vallejo añadió con su característico humor mordaz: “Antes de que la mafia del Vaticano lo asesine”.
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