
Antes del 13 de noviembre de 1985, Armero era una ciudad viva, fértil y próspera. Ubicada al norte del Tolima, entre los valles del Magdalena y las estribaciones del Nevado del Ruiz, su paisaje se distinguía por el blanco de los campos algodoneros y el verde intenso de los arrozales. Era una ciudad ordenada, con calles amplias, arquitectura moderna y un ritmo de vida que combinaba el trabajo agrícola con una activa vida social.
Para sus habitantes, Armero era una tierra de oportunidades. Según el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), la ciudad representaba “un nodo regional que se fue consolidando como una ciudad de primacía en el departamento del Tolima”.
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Armero: símbolo de la bonanza agrícola

El origen de Armero se remonta a 1895, cuando fue fundada por Demetrio González, Cirilo García y José María Alzate. Su territorio, enriquecido por antiguos depósitos volcánicos, se convirtió en una de las zonas más fértiles del país. La agricultura fue su motor y el algodón su emblema.
Durante las décadas de 1940 a 1980, Armero alcanzó su máximo esplendor económico gracias a la expansión del cultivo del algodón. Según el Igac, hacia 1959 el 48,12% del área cultivada estaba destinada a esta planta, lo que llevó a que el municipio fuera conocido en todo el país como “La Ciudad Blanca de Colombia” y “La Capital Algodonera”.

El auge algodonero comenzó en 1935, impulsado por el entonces Ministerio de Agricultura y la Granja Agrícola Experimental, que identificaron los suelos de Armero como idóneos para esta producción. En poco tiempo, el municipio se transformó en el centro de referencia nacional para la industria textil y agrícola, hasta convertirse en sede de la Federación Nacional de Algodoneros (Federalgodón).
En los campos, la vida giraba en torno al ciclo de la siembra y la recolección. Los jornaleros y sus familias trabajaban de sol a sol, y las calles se llenaban de camiones cargados con pacas de algodón rumbo a Ibagué y Bogotá. Tal como lo describió el agrónomo Jaime Zuloaga en 1939, citado en el informe del Agustín Codazzi: “Cuando la cápsula está madura, se abre en tres a cinco valvas, mostrando el algodón, el cual (...) se dilata rápidamente formando una masa ensanchada y blanda. Tan pronto como la cápsula ha quedado completamente abierta y está bien seca, el algodón está a punto de ser recolectado”.
El algodón no solo fue un cultivo, sino un símbolo de identidad. Su color blanco cubría el paisaje y se reflejaba en las fachadas de las casas, en las fiestas patronales y en el orgullo de sus habitantes.
Crecimiento y modernización urbana
El desarrollo agrícola trajo consigo una transformación urbana sin precedentes. De acuerdo con los censos analizados por el Igac, la población de Armero pasó de 14.084 habitantes en 1938 a 29.394 en 1985, duplicándose en menos de medio siglo.

El 71% de los habitantes residía en la cabecera municipal, un indicador de su fuerte proceso de urbanización. Las calles pavimentadas, los parques y las edificaciones de dos plantas mostraban una ciudad moderna y organizada. Armero contaba con más de 4.000 viviendas, dos hospitales —entre ellos el Hospital San Lorenzo—, cuatro parques, ocho centros educativos, dos molinos de arroz y un teatro que funcionaba como epicentro cultural.
El comercio local también florecía. En el centro operaban fábricas y talleres, entre ellos la gaseosa “La Bogotana”, la ebanistería “Echeverri y Hermanos”, una sede de Almacenes YEP, panaderías, droguerías y cooperativas agrícolas. En la estación del tren se encontraba la conexión vital para el transporte de carga y pasajeros.
La vida social giraba alrededor de los clubes y cafés del centro. En la Discoteca El Castillo y la Caseta Picapiedra, los jóvenes bailaban los nuevos ritmos caribeños mientras los adultos participaban en tertulias y reuniones de negocios. En las tardes, las familias paseaban por el parque principal, donde se levantaba la imponente iglesia San Lorenzo, orgullo arquitectónico de los armeritas.
Una ciudad de cultura, educación y ciencia

Armero fue también una ciudad culturalmente activa. La folclorista Inés Rojas Luna fundó el grupo “Danzas de Armero”, que rescataba la música y los bailes tradicionales del Tolima. En los colegios se enseñaba historia regional, se realizaban concursos de declamación y las fiestas patronales mezclaban devoción religiosa con espectáculos artísticos.
En materia científica, la ciudad era referente nacional. Contaba con el Museo Antropológico Carlos Roberto Darwin, que albergaba piezas precolombinas halladas en el norte del Tolima, y con un serpentario considerado el más importante del país y el segundo de Latinoamérica, de acuerdo con el Instituto Geográfico Agustín Codazzi.
El himno de la ciudad, compuesto por el maestro Fabio Castro, resumía el orgullo local en una estrofa: “¡Ay, Armero!, ¡Ay, Armero!, te canto porque te quiero, sangre de tu sangre llevo en mis venas de alfarero“.

La educación ocupó un papel central. Existían escuelas reconocidas como el Liceo Infantil Divino Niño, la Escuela Jorge Eliécer Gaitán y otros centros rurales. La alfabetización era alta, y muchos jóvenes se desplazaban a Ibagué o a Bogotá para continuar sus estudios superiores, un reflejo del espíritu progresista de la ciudad.
Según el Igac, Armero también fue un punto de encuentro para miles de migrantes. Desde finales del siglo XIX llegaron colonos provenientes de Antioquia, Caldas, Boyacá y Cundinamarca, atraídos por la tierra fértil y el auge comercial. También se asentaron allí comerciantes turcos y chinos, que contribuyeron al desarrollo del comercio local y a la diversidad cultural del municipio.
El instituto geográfico señala que Armero “fue un entramado de culturas y oportunidades, un lugar donde la gente llegaba con la esperanza de construir un futuro mejor”. Esa mezcla de tradiciones y acentos le dio al municipio un carácter cosmopolita, poco común en los pueblos agrícolas de Colombia.
La ciudad que sigue viva

Tras la tragedia del 13 de noviembre de 1985, Armero desapareció físicamente, pero su memoria permanece viva. El Igac realizó, entre 2022 y 2023, talleres de cartografía social con antiguos habitantes, quienes conservan las imágenes y los recuerdos de la ciudad intactos. Durante esos encuentros, los participantes reconstruyeron los lugares más significativos: la plaza principal, los colegios, la estación del tren, los clubes y el hospital. A través de la memoria, levantaron nuevamente la ciudad sobre el papel.
“De Armero tengo los más hermosos recuerdos, donde viví mi infancia y juventud… era muy maravilloso mi pueblo, toda mi vida, bienestar, educación, hogar, próspero, desarrollo, familia, calor humano”, relató uno de los antiguos armeritas durante las sesiones de memoria coordinadas por el Agustín Codazzi.
Es así como cuatro décadas después de su desaparición, Armero sigue viva en la voz de quienes la conocieron. Los antiguos armeritas, hoy dispersos por todo el país, conservan fotografías, himnos y relatos que mantienen encendida la llama de la memoria. Su historia, según el instituto geográfico, debe entenderse como parte del patrimonio inmaterial de la nación, un testimonio del valor del territorio y de la necesidad de proteger la memoria colectiva frente a la pérdida.
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