Se enamoraron de adolescentes, se separaron sin razón y pasaron décadas sin poder olvidarse: “Estábamos desesperados por vernos”

Después de mucho tiempo, Eli y Mauri volvieron a encontrarse y comprobaron que el amor de la adolescencia no se había apagado. Separados por una despedida impulsiva, distintos países, matrimonios y duelos, sus vidas siguieron rumbos paralelos marcados por la nostalgia y el recuerdo

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La primera vez que Mauri
La primera vez que Mauri vio a Eli ella estaba sentada en el piso jugando con sus sobrinos (Imagen ilustrativa Infobae)

Tal vez la infancia sea ese terreno en el que intentamos determinar cuánto importamos y cuánto no; un mapa donde estudiamos las dimensiones y las fronteras de nuestra valía. Entonces, ese que nos vio de un modo diferente, cuando sentíamos que nadie creía en nosotros —ni siquiera nosotros mismos— quedó tatuado en lo más profundo del alma. Y quizás vivamos toda una vida sólo para encontrarlo, y así volver a ser reconocidos.

La primera vez que Mauri vio a Eli, ella estaba en el piso, jugando con sus sobrinitos. Tenía 14 años y el gesto suelto de la infancia todavía intacto. Era fines de 1977, y ella recuerda la escena en detalle: él entró a su casa de Ciudad Jardín invitado por su hermana Sandy, que compartía con Mauri una clase de teatro en el Centro Cultural Israelita del barrio. Eli, que había nacido en Once en 1963 y se crio en esa zona arbolada del oeste bonaerense, no imaginaba que ese día iba a marcar algo que la vida demoraría décadas en concretar.

Mauri, que venía de Villa Lynch y ya tenía 19, quedó “hipnotizado” desde el primer momento. Eli, por entonces, apenas registró al joven de rulos y sonrisa ancha. Fue un cruce silencioso, como un guiño que demora en revelarse. La hermana lo había invitado a la casa sin pensar en nada más que una charla. Pero ese día, algo pasó. Ni bien Mauri cruzó el umbral… la vio. No era una aparición glamorosa. Y sin embargo, fue ahí donde todo empezó.

A Mauri le llamó la
A Mauri le llamó la atención una chica de espaldas sin saber que se trataba de Eli (Imagen Ilustrativa Infobae)

La chispa real llegó semanas después, en una quinta donde solían reunirse varias familias a pasar el día. Mauri estaba allí, caminando, cuando vio a una chica de espaldas. Le llamó la atención de inmediato. “¡Ay, qué linda!”, pensó. Y cuando se dio vuelta… era Eli, la misma que había visto en el suelo, jugando, ahora se le aparecía transformada en algo distinto. “Ahí me gustó más, estaba hermosa”, sostiene. Eli también lo recuerda con nitidez. “Ahí lo vi bien y me empezó a gustar. Y desde entonces, cada vez que lo veía el corazón se me salía de lugar”, confiesa.

Pocos días después, fue el cumpleaños de Dani, el hermano de Mauri. Invitaron a Sandy y, la excusa era perfecta: “Venite con tu hermanita”, le dijo su amigo disimuladamente. Era un departamento chico, lleno de jóvenes y había poco lugar para sentarse. Entonces el destino, o la logística, hizo lo suyo: Mauri y Eli compartieron la silla plegable. Literalmente. Uno sentado en la punta, el otro acomodado al borde; las rodillas rozándose, el aire temblando entre los dos y los cuerpos, a pura tensión, se sostenían uno del otro. Nunca mejor dicha la frase “menos es más”: las acciones indefinidas y palabras sin pronunciar, generaban esa energía única de sentirse en la gloria por el simple hecho de rozar la energía del otro. Las hormonas estaban de jolgorio. Escuchar tan de cerca por primera vez la voz de la persona que te gusta; conocer el aroma de su piel; el sonido de su respiración. Eli no lo podía creer. “Por dentro pensaba: ¡Wow! ¡Estoy compartiendo silla con Mauri!”. Él, entre risas, recuerda ese momento como el principio de todo. “Todavía tenía pelo”, bromea. Ahora, completamente pelado, se ríe de sí mismo y de cómo cambian los cuerpos, pero no los recuerdos.

Se pusieron de novios en abril de 1978. Aunque la historia venía insinuándose desde hacía meses, hubo que esperar un poco: Mauri todavía estaba saliendo con otra chica. Pero cuando la historia con Eli empezó, no hubo dudas. Fue una relación luminosa, intensa, con toda la fuerza de las cosas que se hacen desear. Ella tenía 14. Él, casi 20. Hoy tal vez no parecería tanta la diferencia, pero en ese entonces, lo era todo. “Yo era una nena, y él ya era un hombre”, dice Eli todavía con admiración y señalando que “los 14 de antes no eran los de ahora”. Claramente. “Conocí el mundo desde otro lugar. Me marcó, me formó. Fue hermoso”, resalta.

Mauri venía de pasar momentos difíciles. Acababa de terminar el servicio militar obligatorio, que en aquellos años de dictadura era “duro, opresivo y muchas veces traumático”. Aunque él, con esa mirada estoica y argentina, resume todo con una frase simple: “No me puedo quejar. Dentro de todo, la pasé bien”, dice en referencia al clima de miedo y régimen del terror que había instaurado la dictadura, donde la represión era sistemática y la desaparición de personas era una práctica común. Después de la colimba nada era fácil. Costaba conseguir trabajo, la economía era un desierto. “No teníamos un mango, pero con Eli la pasábamos bárbaro”, recuerda, sonriendo con nostalgia.

Una tarde con sabor a
Una tarde con sabor a chocolate con churros (Imagen ilustrativa Infobae)

Iban a El Vesubio —una de las confiterías más antiguas de Buenos Aires, ubicada en Avenida Corrientes 1181, conocida por su icónico volcán del Vesubio en un vitral— a comer chocolate con churros. “Íbamos a una arquería en Martínez, ¡como si hubiéramos sido millonarios! No sé de dónde sacábamos la plata”, dice Mauri, “pero siempre la pasábamos lindo”. Caminaban por la plaza, comían pirulines. “¿Y quién te pelaba el pirulín?”, la interrumpe él con picardía, y Eli se ríe, como si tuviera 14 otra vez. Iban al teatro, al cine, a donde fuera que el bolsillo lo permitiera. O simplemente a caminar. Eli lo pasaba a buscar por el negocio familiar donde trabajaba Mauri, un pequeño local que atendía su mamá.

Caminaban y hablaban por horas. Era una relación incipiente, despareja, quizá ingenua. Pero había algo auténtico que los unía. Así empezó una historia que, como las verdaderas, no se mide en continuidad sino en intensidad y en destino. Eran tiempos distintos, donde las historias de amor se tejían con menos explicaciones y más vértigo. Estuvieron juntos durante un año y medio; 18 meses que en la vida de dos adolescentes pueden ser eternos. Tuvieron un romance, aunque breve, poderoso.

Fue un año y medio de primeras veces, de descubrimientos, de amor sin apuro. Pero también de tensiones que ninguno supo resolver del todo. Ella, con su mundo recién expandido. Él, con el peso de ser “el más grande”, con responsabilidades, con un entorno que no terminaba de avalar esa relación. “Había presión”, admite Mauri. “La familia de Eli no estaba tan de acuerdo. Era lógico. Era otra época, y esas cosas pesaban.” Pero lo que los separó no fue una gran tragedia. Fue una discusión. “Tonta”, según los dos. Y hoy, casi cincuenta años después, ninguno recuerda con precisión qué la provocó. Lo que sí recuerdan es el final.

Estaban en el living de la casa de Eli. Ella quería hablar. Él no la escuchaba. Ella insistía, le pedía que le prestara atención. Él seguía sin oírla. Hasta que ella, cansada, frustrada, lanzó la frase que nadie cree que será la última: “Andate”.

Y él se fue.

“Lo que yo no imaginé es que no iba a volver más”, dice Eli, con ese sabor agridulce que dejan los amores de juventud inconclusos. Porque a veces, una palabra dicha en caliente no busca cerrar una historia, sino abrir un espacio para que el otro vuelva. Pero Mauri no volvió.

Tal vez por orgullo, tal vez por el contexto, tal vez porque algo en él también entendía que no podía forzar un vínculo que “el mundo de Eli” no miraba con buenos ojos. “También empujaron para que no sigamos el noviazgo”.

Y así terminó su historia. O eso creyeron los dos durante mucho tiempo.

La pareja siempre disfrutaba de
La pareja siempre disfrutaba de las salidas (Imagen ilustrativa Infobae)

Mauri no volvió. Pero tampoco se fue del todo.

Porque, aunque la vida lo llevó lejos, Eli nunca salió de su mente. “Siempre estuvo ahí”, dice él. “En mis sueños aparecía muy seguido, en los recuerdos. Y en los momentos malos, cuando algo me dolía o me angustiaba, pensaba en ella. Y me sentía mejor.”

Pero en esos años de juventud, Mauri también sentía una necesidad urgente de independencia. Su padre había fallecido antes de que él hiciera el servicio militar, y la relación con su madre era difícil, áspera. Había algo en él que necesitaba escapar, empezar de nuevo, respirar otro aire.

Así, apenas se separaron, conoció a otra chica. Buena, generosa, pareja. Se pusieron de novios, se casaron y en 1980 se fueron juntos a vivir a Estados Unidos. “A los 11 meses”, aporta Eli veloz, como si hubiera estado contando las horas desde el día en que se separó de Mauri. Él tenía 22 años y se embarcaba en un cambio tan radical como necesario. “Me quería tomar el palo de mi casa”, dice contundente.

Se instalaron en un suburbio de Nueva York y empezaron su vida de inmigrantes. Tuvieron hijos, construyeron una familia. “Ahí empezó la vida”, dice hoy, sin dramatismo pero también sin euforia. Porque si bien valora su historia, sus hijos, todo lo que logró, hay algo que nunca logró ocultarse del todo: “Yo no estaba enamorado. No de ella. Siempre seguía pensando en Eli”.

Era como un eco constante, una presencia espiritual que volvía en sueños, en canciones, en gestos de otras personas que, sin saberlo, le recordaban a la chica de Ciudad Jardín. La de los 14 años. La de los pirulines y las caminatas. La que lo miraba con los ojos abiertos del asombro.

La que lo veía.

La vida de Eli, por su lado, también siguió adelante. Adolescente aún, buscó distraerse. Empezó a ir a grupos, luego a campamentos, a salir, a conocer otros chicos. Pero había un nombre que no se borraba nunca de sus labios. Mauri. “¿Qué será de la vida de Mauri? ¿qué pasará con Mauri? ¿dónde estará Mauri?”, lo nombraba como un lorito con sus amigas, con su hermana, incluso con desconocidos a los que les contaba su historia como si fuera un tatuaje del alma. Era otra época: no había celulares, mucho menos redes sociales, ni Google para buscar a alguien. Las personas que se iban, realmente se perdían. Pero él, de algún modo, seguía ahí. “Mauri siempre estaba revoloteando”, dice ella. No en la vida real. Pero sí en su mente y, sobre todo, en su corazón.

El tiempo pasó. En 1986, Eli se casó con un hombre correcto, compañero. Poco después tuvieron un hijo y cuando el bebé tenía apenas ocho meses, tomaron una decisión de esas que cambian todo: hacer aliá e irse a vivir a Israel. Allá comenzó su nueva vida. Un país nuevo, idioma nuevo, costumbres nuevas. Y una familia que crecía: al poco tiempo nació su segunda hija.

Eli se casó en 1986
Eli se casó en 1986 con un hombre correcto y compañero (Imagen Ilustrativa Infobae)

Vivieron una década en Israel. Y si bien Eli tenía una familia armada, un hogar, una rutina, ella lo resume en una frase corta y clara: “Mi matrimonio no fue bueno. Porque no estaba enamorada”. Había cariño, respeto. Pero no amor. “Mauri siempre estaba en mí pero no era algo consciente, era algo que estaba dentro”, insiste tocando su pecho. Como una presencia invisible que no la dejaba entregarse del todo. Como una melodía que seguía sonando de fondo, aunque el disco ya se hubiera cambiado. “Mi marido era una buena persona pero yo no pude sentir amor”, reconoce.

A finales de los noventa, fue su marido el que sintió nostalgia. Extrañaba Buenos Aires, la familia, los amigos. Así que decidieron volver. Otra mudanza. Otro comienzo, esta vez, con un desenlace trágico.

Volvieron a Buenos Aires en diciembre de 2001, justo cuando la Argentina entraba en una de sus peores crisis económicas y sociales. El país ardía: corralito, saqueos, devaluación. Todo era incertidumbre. Y en medio de ese caos, a sólo unos meses de haber regresado, la vida le dio a Eli un golpe brutal. Un día, que parecía uno más, su marido había ido a jugar al fútbol con amigos, como cada semana. Al terminar, se sentó a tomar una gaseosa helada, lanzó un chiste y, de pronto, cayó desplomado al suelo. Muerte súbita. Un espasmo pulmonar. Inesperado. Fulminante. Incomprensible. Un día estaba, y al siguiente, ya no.

Tenía apenas 34 años.

Eli se quedó viuda en un abrir y cerrar de ojos. Con dos hijos chicos —uno de once, el otro de seis— y un país hecho trizas. Recién regresados de Israel, con el corazón dividido y una vida entera por reconstruir, se encontró en la peor de las tormentas. La muerte, la maternidad, la crisis económica, las deudas que no daban respiro. Nada tenía sentido.

“Yo no quería volver a la Argentina”, dice ahora, con la perspectiva del tiempo y la voz todavía rota al recordar.

“No sabía cómo explicarles a mis hijos que su papá, que ayer estaba tirado en el piso jugando con ellos y haciéndoles cosquillas, hoy ya no estaba más”. Fue imposible. Ellos quedaron con traumas que el tiempo se encargó de suavizar, pero nunca de borrar. “La pasé mal. Fue muy duro, muy, muy duro”, repite. Y no hace falta que lo diga más.

Eli se quedó sola, con dos hijos chicos, en una ciudad que ya no era la misma y con una tristeza que la envolvía por completo. No era sólo el duelo por un compañero de vida; era también la sensación de haber apostado a una vida que nunca terminó de ser lo que esperaba. Esa sensación de vacío que había acompañado su matrimonio se transformó en silencio, en angustia, en sobrevivir como se pudiera.

Y, sin embargo, entre el dolor, aparecía cada tanto el recuerdo de Mauri. No era un recuerdo romántico en ese momento. Era algo más profundo. Como si él representara algo que se le había escapado por muy poco. Como si su nombre —ese nombre que durante años nunca dejó de repetir— volviera a asomarse en el momento justo.

A veces, el destino se asoma sin hacer ruido. Da señales suaves, casi imperceptibles, como si tanteara el terreno antes de intervenir. En 1990, Mauri había regresado a Buenos Aires con su familia, buscando una nueva oportunidad, apostando otra vez por el país que lo había visto partir. Eli, en cambio, ya no estaba. Hacía tiempo que se había ido a Israel con su marido y sus dos hijos, en busca de una vida distinta, aunque en el fondo nunca pudo dejar de mirar hacia atrás.

Un mediodía cualquiera, Mauri salió a la puerta de su fábrica de pre pizzas en Congreso y Olazábal. Hacía calor y salió a “ventilarse”. De pronto, alguien pareció reconocerlo: un taxi frenó justo frente al local. Y al volante, como si no hubiera pasado el tiempo, apareció un viejo amigo de la adolescencia, de aquellos días en que Eli y él eran dos chicos enamorados.

Se abrazaron, se rieron, recordaron anécdotas. Pero Mauri no aguantó: “¿Sabés algo de Eli?”, preguntó. La respuesta lo atravesó: “Sí, claro. Está hermosa como siempre. Se fue a vivir a Israel con su familia”.

Mauri sintió algo raro en el pecho. “Me puse muy contento”, diría después. Contento de saber que estaba bien, que la vida la había cuidado. Y sin embargo, no podía imaginar que algún día volverían a estar juntos. En su cabeza, eso era un sueño sagrado, una fantasía para las noches en que la tristeza golpeaba más fuerte.

Años después, en 1996, con pocas perspectivas en la Argentina y sin que Eli hubiera vuelto aún, Mauri hizo las valijas una vez más y regresó a Estados Unidos con su familia. Otra vez lejos, otra vez sin ella.

Mauri emprendió un nuevo viaje
Mauri emprendió un nuevo viaje a Estados Unidos con su familia (Imagen Ilustrativa Infobae)

Un día cualquiera de 2013, Eli hizo algo que nunca antes se había animado a hacer. Estaba sola, después de 11 largos años viuda, sin pareja, y con ese hueco que dejan los amores que no se cierran del todo. Una tarde, casi sin pensarlo —o pensándolo demasiado—, escribió su nombre en el buscador de Facebook: Mauri.

Y ahí estaba. Más grande, sin rulos, pero con la misma mirada. Aparecía en una foto junto a una joven. “¿Será la esposa?”, se preguntó Eli, con una mezcla de curiosidad y temor. Dudó. Pero algo más fuerte la empujó. Le escribió.

“No pensé que me iba a contestar”, dice ahora, sonriendo como una adolescente. Pero él lo hizo. Y no sólo eso. Le escribió, como en las películas, una carta de amor. De esas que se dictan con el alma después de años de silencios y caminos equivocados. Le dijo que ella siempre había sido el amor de su vida. Que jamás pudo olvidarla. Que ni los años, ni las distancias, ni las decisiones que tomó, pudieron borrar su nombre.

Eli lo repite y lo remarca, como si necesitara que quede claro, que quede dicho: él la amaba. Él la amó siempre. Y esa certeza —dice ella— lo cambió todo.

Mauri, que seguía viviendo en Miami, estaba atravesando el peor momento con la madre de sus hijos. Hacía tiempo que su relación estaba quebrada, y el mensaje de Eli, justo en ese instante, fue una señal. “No sabía bien por qué, pero supe que desde ese momento mi vida iba a cambiar”, diría después.

Y cambió. Empezaron a hablar todos los días. A contarse cosas que nunca se habían dicho. A confesarse amores antiguos, dolores escondidos, y deseos que seguían vivos. Ella en Buenos Aires. Él en Miami. Pero ahora, al otro lado de la pantalla, se reencontraban dos personas que no habían dejado de pensarse.

Habían pasado 35 años desde aquella tarde en la que Eli, con apenas 15, le había dicho “andate” sin saber que él no iba a volver. Ahora, ella tenía 50. Él, 55. Y el amor, intacto. Sólo había estado dormido. “Personalmente me di cuenta que nunca murió lo que yo sentía. Que estaba ahí”, confiesa ella.

Cuando volvieron a verse sintieron
Cuando volvieron a verse sintieron que el tiempo se detuvo (Imagen ilustrativa Infobae)

El primer encuentro fue unos meses después de ese mensaje que lo cambió todo. Mauri viajó a Buenos Aires. Se citaron en la Estación Federico Lacroze de la línea Urquiza de tren. Un lugar cualquiera, cotidiano, urbano, pero que esa tarde se convirtió en el escenario de una película. “Estábamos desesperados por vernos”, dicen los dos, casi al unísono, como si la ansiedad de ese día todavía viviera en sus cuerpos.

Mauri llegó primero. Estaba nervioso. Había repasado mil veces el momento en su cabeza, pero ahora que estaba ahí, con los pies apoyados en el andén y el pulso acelerado, sentía que nada lo había preparado para lo que venía. “El corazón se me salía del pecho. Lo había imaginado tantas veces que ahora no sabía si estaba viviendo la realidad o uno de esos sueños en los que Eli se me aparecía de pronto”, cuenta con emoción.

Ella no venía. Había perdido un tren, después otro. Él empezaba a imaginar lo peor. Hasta que la vio. A Eli le pasó igual: llegó, bajó del tren y lo vio. Ahí estaba Mauri, su Mauri, parado en el andén, con los mismos ojos de siempre y una sonrisa nerviosa que parecía pedirle que no se detuviera. Venía caminando apurada, con los ojos buscándolo. Y entonces Mauri se quedó inmóvil. La reconoció al instante.

“Estaba igual”, repite. “Igual.” Y en ese momento, desapareció todo el mundo. “No existía nadie”, dice él. “A mí me pasó lo mismo”, se suma ella, como si estuvieran narrando la misma película desde dos cámaras distintas. “¿Viste como en las novelas románticas cuando ponen en segundo plano la imagen?”, dice Eli. “Así fue.”

Se fusionaron en un abrazo infinito, como si quisieran recuperar en un solo gesto todos los años perdidos. “Fue como si el tiempo no hubiese pasado”, recuerda Mauri. “Como si todo lo demás hubiese sido una pausa, y ahora por fin alguien volviera a apretar play”. Como si lo hubieran estado esperando toda una vida y, en cierto modo, así era. Desde ese instante no se separaron más. Fue como si nunca, nunca, nunca se hubieran dejado de ver durante todo ese tiempo de ausencia. La reconexión fue inmediata, casi milagrosa. No hubo silencios incómodos ni frases ensayadas. Hablaban como si hubieran estado conversando el día anterior.

Hablaron, caminaron, se miraron con intensidad. No había reproches, sólo una certeza: ese amor nunca se había ido. Estuvo guardado, agazapado entre la rutina, los hijos, los compromisos, los países, los duelos y las decisiones. Pero ahí estaba. Entero. Vivo. Y ellos, también.

Mauri, que en Estados Unidos tenía trabajo, una casa, una rutina armada, dice que en realidad no tenía nada. Que se sentía perdido. Que lo único que tenía sentido estaba parado frente a él, en esa estación de tren.

Desde el reencuentro, no volvieron
Desde el reencuentro, no volvieron a separarse nunca más (Imagen ilustrativa Infobae)

Para ellos, el tiempo volvió a detenerse. Volvió a ser como cuando eran chicos. No necesitaban grandes cosas para ser felices. Se duchaban con una manguera en la terraza y se quedaban ahí, empapados, mirando las estrellas. Y con eso alcanzaba. Con eso eran felices.

Y entonces decidió dejarlo todo. Volvió a buscar al amor de su vida.

En 2017, se casaron.

Mauri habla con la certeza de quien, después de tanto buscar, encontró lo que siempre había estado buscando: “Para mí, ella es todo. Significa estar juntos, compartir. Discutir, porque no somos pajaritos, somos seres humanos, cada uno tiene su mochila encima, y uno tiene monstruos. A veces discutimos pero siempre para adelante. Y siempre con amor, ¿no?” Hace una pausa, y se corrige: “Lo malo no existe. Lo único malo son los pensamientos. Pensamientos que cada uno tiene por lo que hay en su trayecto, en su vida. Pero ella… ella es lo que me faltaba. Cada uno con nuestras locuras. Me hubiese gustado que suceda antes, pero por algo así se dan las cosas.” Y Eli lo mira. No necesita pensar mucho para decir qué es Mauri en su vida: “Para mí él es todo. Es la alegría, la tristeza. Es el amor, es el enojo. Es todo. Lo extraño, me enojo, lo deseo, me encanta. Lo amo. Fue mi primer y mi último hombre.”

Desde entonces, están juntos. Llevan más de una década compartiendo una historia madura, profunda, hecha de memoria y presente, con la solidez de lo vivido y la dulzura de lo que aún queda por vivir. A veces, el amor no llega tarde. Sólo espera el momento justo.

*Escribinos y contanos tu historia. amoresreales@infobae.com

* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas

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