Una historia de amor truncada por el odio: se amaron desde el primer día hasta que lo asesinaron y su cuerpo sigue secuestrado

Karina y Ronen se conocieron en una calle de Tel Aviv mientras paseaban a sus perros. Vivieron 25 años de amor profundo y construyeron una familia en el kibutz Nir Oz, su “paraíso”. El 7 de octubre, terroristas de Hamas asesinaron a Ronen en su casa y se llevaron su cuerpo que aún sigue cautivo

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Karina, nacida en Córdoba, conoció
Karina, nacida en Córdoba, conoció a Ronen en Tel Aviv mientras paseaban a sus respectivos perros

Una presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo.

Esta es la historia de amor más hermosa y con el final más triste; triste por el insoportable desenlace que provoca el odio y la inhumanidad absoluta. La injusticia e impotencia intentarán ser puestas a un lado, sólo por un ratito, para honrar con amor la memoria de Ronen y, si es posible, devolver algo de paz a su familia.

“La nuestra es como la historia de los 101 dálmatas”, comienza Karina abstrayéndose del presente y, por primera vez desde que llega a la nota, exponiendo una sonrisa llena de orgullo. Karina, nacida en Córdoba, vivía en Tel Aviv en un edificio que en la planta baja había un negocio donde todos los fotógrafos iban a revelar sus rollos. Ronen era uno de ellos. Ese caluroso 27 de julio de 1999, Karina salió a pasear con Mía, su cachorrita “mezcla de cualquier cosa”, y Ronen hacía lo mismo con George, su labrador blanco. Las mascotas, con su libre y desprejuiciado coqueteo para enamorarse en segundos, fueron las que hicieron el “gancho”. En la calle Bazel 40, una de las más céntricas de Tel Aviv, sucedió la magia: “Los perros se enredaron y así nosotros nos encontramos”. ¿Puede alguien explicar el instante del flechazo? Los hechos: los jóvenes intercambiaron los teléfonos y a las dos semanas estaban viviendo juntos. “Fue amor a primera vista”, dice con un acento raro por haber emigrado a Israel hace 36 años.

Ronen Engel, hijo de inmigrantes rumanos, nació el 21 de marzo de 1969 en Ramat Aviv, “uno de los mejores barrios de Tel Aviv”. Karina Engelbert, que nació el 6 de enero de 1972 en Córdoba capital, a los 17 años se mudó a Israel junto a sus padres y tres hermanos: “Un poco por ideología, pero también nos fuimos por un tema económico y de seguridad”, relata. En Israel fue a la universidad y se recibió de arqueóloga. Los amantes de las coincidencias dirían que por sus apellidos, Engel y Engelbert, ya estaban destinados; como si uno fuera parte del otro y viceversa, aún antes de conocerse.

“Ronen era enorme, medía 1.86, era así grandote con el cuello enorme, musculoso y andaba siempre con su moto”, describe acariciando el aire, con ternura. “Si lo ves en la calle te daba miedo porque era gigante”, dice mezclando el presente con el pasado, como quien no puede aún entender la ausencia del ser amado, y se apura para aclarar: “Pero tenía una sonrisa eterna en la cara, así como ustedes dicen de oreja a oreja. Él siempre, pero siempre, siempre, siempre estaba contento, se reía, no se hacía drama por ninguna cosa. Era súper cómico. Ni siquiera podías pelear o enojarte con él porque siempre hacía algún chiste”. Y de pronto, ella comienza a soñar despierta: “¡Tenía una memoria terrible, no se acordaba de nada! Y siempre se reía de que yo le pedía cosas que hiciera y él se las olvidaba. Entonces me decía: ‘Pero no me dijiste’. Y yo contestaba: ‘No, Ronen, te dije pero te olvidaste’. Eso era algo de todos los días, de no acordarse qué tenía que hacer o los nombres de la gente”, describe escenas cotidianas que podrían leerse como reclamos pero en este momento son tesoros para su alma. No hay en su tono enojo con su marido sino un agradecimiento infinito. Al fin menciona la clave: “Lo principal es que Ronen era… sigue siendo… mi mejor amigo y el mejor papá del mundo. Y para muchos fue muy especial y lo extrañamos mucho”, se quiebra. Karina ama hablar de Ronen, y en su forma de traerlo al presente con anécdotas tan vívidas, el amor se le nota más allá de tanta angustia.

Ronen siempre sonreía, estaba de
Ronen siempre sonreía, estaba de buen humor y desdramatizaba, siempre estaba dispuesto a hacer un chiste

Una vez más vuelve encantada al momento en que vio por primera vez al amor de su vida: “Esa misma noche que nos cruzamos con los perritos me llamó por teléfono y me quedé tipo: ‘Wow. ¡Me llamó!‘. Me acuerdo hasta cómo me vestí: tenía un vestido de jean de color azul. Salimos toda la noche, paseamos en Tel Aviv por la costa, frente al mar y comimos hamburguesas. Esa fue la primera vez y desde ese momento no nos separamos nunca…”, relata de corrido con alegría, hasta que en una pausa se ensombrece y, con dificultad, termina la frase: “...hasta el 7 de octubre”.

Karina se teletransporta a aquellos tiempos felices para contar que con Mía se mudaron a vivir a la casa de Ronen y George porque “tenían patio y era más cómodo”. Así, en agosto de 1999 comenzó la aventura de sus vidas: “Vivimos juntos 25 años de amor –dice casi sin poder pronunciar la última palabra–, de compañía. Ronen para mí era mi lugar seguro. Él siempre sabía cómo manejarme para que no estuviera tensa o hacerme cambiar la forma de pensar, ir a fiestas, ir a pasear en la moto, salir al campo, estar todo el día con gente amiga. Él no sabía estar solo, siempre tenía que estar con gente”, se apega al recuerdo que es todo lo que le queda. Rápido, el israelí aprendió a hablar un “poquito” de castellano por las novelas que Karina “lo obligaba” a ver. Imitando a Natalia Oreiro en “Muñeca brava”, supo ganar algo de fluidez para comunicarse en la lengua nativa de su mujer. Además era fanático de la carne argentina, “si él estuviera acá sería uno de los hombres más felices del mundo”.

El 31 de diciembre de 1999 se comprometieron. “Armó toda la escena romántica, se puso de rodillas, me dio el anillo. Pero estábamos de acuerdo de nunca casarnos”, explica que el motivo es que en Israel la única forma es la religiosa –no existe el matrimonio por civil– y Ronen “era una persona que no la obligaba a hacer nada”. Pero tenían un acuerdo de convivir y tener chicos, de respeto y cuidado mutuo. El pedido de mano fue al estilo Cenicienta: “Esa misma noche a las 12 él tenía que salir a sacar fotos por las fiestas. Así que fue antes de medianoche. Me dio el anillo, me dio un beso y se subió a la moto. Fue romántico y cortito”, dice con la mirada perdida en ese día feliz.

Todo no fue color de rosas pero siempre estuvieron el uno para el otro: “Fue una época también de tristeza porque mi mamá se enfermó de cáncer”, dice Karina con un pesar soportable y correspondiente a la ley de la vida. Su madre falleció el 25 de julio del 2002 y dos meses después nació Tom, el primer hijo de Ronen y Karina. Si bien la angustia de perder un padre es entendible, en comparación con su presente, lo que ella intenta explicar es que su marido siempre estuvo ahí para sostenerla y acompañarla. Al convertirse en padre, Ronen tuvo el típico miedo inicial: el gigante de las motos se volvió una “mantequita”, tenía pánico de tocar al bebé y que se le rompiera. Pero el temor duró poco y a los tres años tuvieron a Mika –”que nació el 5/5/2005 entonces la llamamos Hamsa, palabra que proviene del hebreo ‘hamesh’ y se traduce como el número cinco, símbolo de la mano con cinco dedos que se usa como amuleto de protección”– y en 2012 Yubal, la más chiquita de la familia, que nació en Nir Oz.

El sueño de Ronen siempre
El sueño de Ronen siempre había sido vivir en un kibutz

Ronen tenía un sueño desde siempre: vivir en un kibutz. “La vida en un kibutz es muy simple, estar en el campo, sin las preocupaciones de la ciudad, los chicos están libres, pueden salir solos a dar vueltas. Y para la idea de vida que teníamos juntos eso era lo mejor que nos podía pasar”, narra manteniendo su calma natural. Así, en 2008 se fueron a vivir a un kibutz al sur, cerca de Eilat. Pero no les resultó porque estaba alejado, había pocas familias, no se acostumbraron al lugar y decidieron mudarse a otro kibutz más cercano a sus hermanas, en el centro. Ronen trajo el mapa y propuso: “¿Qué te parece acá, de este lado?”, señaló un punto fronterizo con la Franja de Gaza. A Karina le pareció bien pero él quiso asegurarse de que su mujer estaba entendiendo: “¿Pero sabés que está al lado de la Franja de Gaza?”. A ella nada le parecía peligroso: estaba con Ronen, su héroe. “Sí, ¿qué puede pasar?” Él insistió: “¿Te la vas a bancar?”. Así, en 2010, con Tom de ocho y Mika de cinco, los Engel se mudaron a cumplir su sueño.

“Ese también fue un amor a primera vista”, dice entre suspiros para describir lo que sintieron al llegar a Nir Oz; suspiros de amor eterno por esa tierra que se volvió su casa; suspiros de melancolía por lo que fue y ya no es. “Nos quedamos enamorados del lugar. Fue como que encontramos nuestro pedacito de paraíso”, dice llevándose las manos al pecho. Por alguna razón los sobrevivientes de Nir Oz repiten que “es 5 por ciento de infierno y 95 por ciento de paraíso”. De repente, uno no puede dejar de preguntarse si seguirán pensando así después del 7 de octubre. Y, como si hubiera leído este pensamiento Karina afirma: “Esa frase es exacto lo que pasa en nuestra zona”.

Al llegar cada uno encontró su trabajo en comunidad: Ronen en agricultura –era ingeniero hidráulico– y Karina en la contabilidad del kibutz. “Nunca viví con miedo. Ningún miedo. Para mí Nir Oz era el lugar más seguro del mundo. Cuando se ponía la cosa tensa nosotros nos íbamos todos juntos, todo el kibutz, a otro lado”, detalla como quien habla de un equipo olímpico consolidado: “Podía ser al norte o al sur pero nos íbamos juntos como comunidad”. Y si pudo haber existido una pizca de alarma, ya se perdió por completo: “Nunca, nunca tuve miedo, ni tampoco imaginé que algo así podría pasar”, se refiere al ataque terrorista seguido de su brutal secuestro. “Miedo no tengo. El miedo lo perdí el 7 de octubre”, habla en presente para que no queden dudas. Me explica que todavía no se puede volver a Nir Oz porque está totalmente destruida. “La van a recuperar y la gente va a volver a vivir a Nir Oz pero yo no voy a poder, no porque tenga miedo, sino porque duele”.

Los Engel fueron felices durante años en su paraíso: “Tuvimos una vida linda, súper tranquila, pero a la forma de Ronen: siempre con gente en casa, con salidas, con música, bailamos en el medio del salón, los chicos jugaban, todos los fines de semana íbamos a pasear a algún lugar… una vida muy simple pero muy feliz”. Ronen tenía grupos por todos lados: de las motos, de la fotografía –paradójicamente a Karina le quedaron pocas fotos; perdieron todo en el ataque del 7 de octubre–, de los autos 4x4, del colegio primario, del secundario, “y miles, miles de amigos y conocidos”.

Karina, de repente, necesita volver al pasado con un hecho doloroso sólo para graficar que la pena más grande era tolerable gracias a Ronen: “En enero del 2020 a mí me descubrieron un cáncer de mama. El 17 de marzo les contamos a nuestros hijos que iba a tener que pasar una sesión de quimioterapia y que iban a recibir a una mamá diferente. Empezamos el tratamiento. A la segunda sesión a mí se me empezó a caer el pelo. Le dije: ‘Dame la máquina de cortar el pelo’. Y él me filmó cuando me pelé. Ronen tenía el pelo largo, con rulos y me dijo: ‘Bueno, si vos te pelás, yo me pelo también’”. Ella atesora este momento que, aunque duro, le recuerda el cariño incondicional que le brindó su marido: “Me llevaba a hacer cada análisis, a fisioterapia, se ocupaba de los chicos, les hacía de comer… Él fue mi ancla, mi lugar seguro porque sin él no hubiese pasado esta etapa tan dolorosa”, explica con un hilo de voz. “A los seis meses me hicieron una operación para sacarme los pechos y fueron tres largos meses que estuve sin poder mover las manos. Ronen me lavaba la cabeza, me ponía la camisa… Fue mis manos durante casi tres meses y, al final, en septiembre del 2023 yo ya estaba mejor, me sentía bien, con ganas, con fuerzas, estábamos empezando a programar viajes juntos, con la moto los dos solos”, dice con una tristeza que lastima y que sólo se comprende sabiendo el desenlace de esta historia.

Todo eso se acabó. “El 7 de octubre Ronen fue asesinado en nuestra casa”.

Ese día fue como todos los sábados, se levantaron muy temprano, a las 5 de la mañana, y a Ronen “le tocó” llevar a pasear a Mancha y a Mafalda, sus dos labradoras chocolate. “Todas las mañanas hacíamos un ‘piedra, papel o tijera’ y el que perdía tenía que sacar a las perras”, explica en un amoroso esfuerzo por seguir recordando lo lindo. Karina preparó el desayuno. Ronen volvió. Estaba todo “normal”. Tomaron café y se pusieron a ver Netflix. Estaban enganchados con The Blacklist. Mientras, esperaban que la mañana llegara y que Mika se levantara para ir a pasear. “Ronen todos los sábados nos llevaba en el Jeep 4x4 que teníamos. Íbamos con las nenas y las perras, y volvíamos todos llenos de tierra, con naranjas que habíamos cortado en el camino o alguna palta o una zanahoria. Así eran todos los sábados…”, cuenta con alegría hasta volver al instante menos deseado.

Ronen junto a Karina y
Ronen junto a Karina y sus hijas Mika y Yubal

Pero ese sábado no fue como todos los sábados: a las 6.30 de la mañana empezó el bombardeo que, aunque estaban habituados en la zona, fue diferente porque “el aire estaba ya cambiado; había mucho ruido; era un bombardeo muy intenso que no paraba”. Sonaban las sirenas, una tras otra y muy rápido, y ya se dieron cuenta de que “algo malo iba a pasar”. Ronen, que era del Maguén David Adom –estrella de David Roja, paralelo a la Cruz Roja en Israel–, enseguida agarró su bolso de paramédico y llamó a su encargado para preguntarle a dónde ir a ayudar. “Ronen, la situación está muy fea afuera, está muy mal, no salgas, quedate en tu casa. Pero estate preparado para recibir la orden”, fue la respuesta.

Preparó el bolso, preparó el arma y le pidió a Karina que entrara a la pieza de seguridad y cerrara la puerta. “Esa fue la última vez que vimos a Ronen”. Y sus últimas palabras: “Entrá a la pieza y cerrá la puerta”. Ronen intentó hacer lo de siempre: cuidar y salvar a su familia. Desde el cuarto blindado Karina, Mika y Yubal escucharon todo. “Todo”. Hubo tiroteos, hubo gritos, rompieron y se robaron todo lo que tenían en la casa, incluidas las vitrinas con la “colección vintage de cositas” de Ronen. Y en su “todo” encierra lo más sagrado que un ser humano puede tener. Cuando los terroristas violan el cuarto de seguridad para arrastrar a Karina de los pelos, ella, aunque intentó con todos sus sentidos, no vio a Ronen: “Él ya no estaba. Había solamente mucha sangre pero Ronen ya no estaba más”.

Como si la crueldad no fuera suficiente, secuestraron a Karina por un lado y a sus hijas por el otro. Mika había terminado el secundario y estaba haciendo un año de voluntaria en una escuela para niños del espectro autista. Yuval estaba en el último año de primaria. Un cuchillazo hirió a Karina en el cuello; un enloquecido trayecto en moto para remolcarla entre dos terroristas. Tanto Yuval como Mika fueron baleadas y llegaron con los pies quebrados y desmayadas al túnel donde las encerraron. Yuval, de 10 años en ese entonces, se estaba desangrando; su hermana de 17 rogó que la llevaran a un hospital. Allí le cerraron la herida con papel y con cinta adhesiva; una pésima atención que dejó secuelas físicas en ambas adolescentes. Las tres sobrevivieron al cautiverio del horror, separadas, malheridas, en condiciones inhumanas, “muertas de hambre, frío e inmundicia”, durante 23 días hasta que fueron “despachadas” en el hospital. Más allá del infierno, una vez reunidas imaginaron posibles escenarios sobre Ronen: “La esperanza de que tal vez, tal vez, él se hubiese salvado era muy chiquitita pero vivía en nosotras. Con mis hijas nos decíamos: ‘Seguro los está volviendo locos, contándoles chistes’. Si Ronen estuviera vivo los hubiese convertido en amigos a los secuestradores porque era su forma de ser; se hacía amigo de cada uno que conocía”. Pero un día la esperanza se apagó. Karina, Yuval y Mika fueron liberadas luego de 52 días en el “infierno”, para el 1 de diciembre de 2023 enterarse de lo peor: “Nos avisan que Ronen fue asesinado el mismo 7 de octubre en nuestra casa, su cuerpo fue secuestrado y todavía sigue secuestrado”.

El corazón de Karina está “partido en dos, destrozado, quebrado”. “Nosotros decimos ‘halev sheli jatuf beAza’, mi corazón está todavía secuestrado en Gaza (הלב שלי עדיין חטוף בעזה), porque Ronen fue asesinado, pero todavía está allá”, se desarma. Para el judaísmo, el cuerpo es sagrado por lo que es importante recuperar un cuerpo muerto. El entierro tradicional judío respeta el cuerpo y le permite al alma transitar a un mundo espiritual; la muerte es un cambio de estado, una liberación, por la cual el alma abandona el cuerpo físico para desarrollar una relación eterna con Dios. Por eso, Karina siente que salió del “infierno” para volver a allí: “Este infierno que seguimos viviendo desde el 7 de octubre, lo vivimos todos los días. Porque hay 59 secuestrados que todavía están en Gaza y los 59 tienen que volver. Ronen es, aún, uno de los 59 secuestrados. La única forma de que esto se termine es que los 59 vuelvan; los vivos a sus familias pero también los que fueron asesinados por la crueldad del Hamas puedan volver a sus casas. Sin eso no puedo hacer nada”.

Karina contó que les avisaron
Karina contó que les avisaron que Ronen fue asesinado el mismo 7 de octubre en su propia casa, pero el cuerpo fue secuestrado y nunca fue entregado

Y dentro de tanta oscuridad, una llama que abraza: “Las dos perras estaban en el cuarto de seguridad: Mancha se escapó cuando me sacaron a mí; Mafy –como llaman a Mafalda– se escapó cuando sacaron a las nenas, pero volvió a casa. Soldados la cuidaron y un día uno de ellos se sintió mal, lo tuvieron que sacar del kibutz y se las ingenió para subirla también a la perrita que estaba herida, tenía un hueco en el pulmón”, se ilumina Karina. El soldado malherido la llevó de “contrabando” en una Hummer del ejército y cuando llegaron al hospital se dieron cuenta que también había una perra. La llevaron a una veterinaria, la cuidaron y, gracias al chip interno de Mafy, dieron con el hermano de Karina que la cuidó hasta que ellas fueron devueltas.

Desde donde esté, Ronen estaría orgulloso de su familia. Por alguna razón, un tiempo antes del ataque, se había tatuado en el brazo izquierdo su lema: “Always look on the bright side of life” (Siempre mira el lado luminoso de la vida). Esa era su forma: “Siempre intentar ver la parte más linda, no enojarse por nada, todo va a pasar y estar bien”. Luego del asesinato de su padre, Tom –el único que se salvó de presenciar ataque porque ya no vivía en Nir Oz– se hizo el mismo tatuaje en la mano. Y, aunque su ausencia está cada día más presente, los Engel-Engelbert ahora emulan a su héroe: “Intentamos siempre ver lo más lindo de la vida. Porque así eran Ronen”.

Adorado por sus hijos, Ronen era de esos papás que se tiraban al piso a jugar con los chicos y que iban a la pileta y a pasear en bicicleta. Así como Tom viajó a los 5 años en la moto, Mika y Yubal también. A los 7 años ya tenían su casco, sus camperas con los parches y los zapatos especiales para la moto. “Todas las travesuras que hacían las hacían con él. Así que Ronen falta todos los días”, dice intentando no quebrarse aunque no lo logra. Y con lo que le queda junta fuerzas para reconocer al amor de su vida: “Le tengo que agradecer a Ronen por los 25 años que me dio, la mitad de mi vida”.

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