
Mariana vivía sola en un departamento en Congreso cuando le dieron la noticia que la desencajó: la habían suspendido sin goce de sueldo, su trabajo como supervisora de un call center había quedado en un limbo. Fue su hermano, que hacía tiempo había emigrado a España, quien le dio una idea para salir del paso: viajar unos meses a Madrid y buscar algún trabajo de verano, al menos para juntar algo de dinero y resistir al regreso. Y para eso, se supone, Mariana viajó.
Pasaron 17 años de aquel viaje que cambió los planes de todos y, del otro lado de la cámara, Mariana Bolzi se ríe del “se supone”. “Es que yo no tenía intenciones de quedarme a vivir en España ni de conocer a nadie, no buscaba un novio, un marido, hijos, nada”, jura. Tenía 32 años y estaba, en criollo, harta:
“Venía de una época de picoteo en Argentina y ya sabés cómo es, un touch y nada. Entonces estaba muy limada del chamuyo y de qué después no te llamaran. Así que no quería ningún rollo con nadie”.

Como no tenía ciudadanía europea, todo lo que Mariana consiguió fue un trabajo temporal como socorrista en una pileta privada en Madrid. Era junio de 2005, trabajaba de lunes a lunes por lo que, en septiembre, agotada, se pidió unos días de vacaciones. El plan era subirse a un tren y visitar a dos amigas, una que vivía en Barcelona y otra que vivía apenas antes, en Tarragona.
Mariana subió al tren de noche. Buscó su compartimiento, acomodó su bolso de mano y sin mucho que hacer, se quedó observando al resto de los pasajeros. “Ahí lo vi por primera vez. Estaba sentado frente a mí al lado de una chica muy joven y, la típica, pensé: ‘Este chico está con esta chica, obvio’”.
No fue amor a primera vista ni mucho menos, por lo que Mariana se distrajo y lo perdió de vista. “Al rato me levanté, quería encontrar la cafetería para comprar un agua y buscar un lugar para fumar”, sigue. En la puerta del vagón se cruzó de frente con ese joven y, como ya era de madrugada, le preguntó en español si la cafetería estaba abierta.

El joven le contestó que no en inglés y ella, otra vez en español, le preguntó si sabía dónde podía comprar un agua. “No entendió nada”, sonríe Mariana. Y cuenta que le repitió “agua” con una seña rara, tipo la de “quién se ha tomado todo el vino, oh, oh, oh”. El joven le mostró la palma de una mano, en señal de “esperá”, fue al vagón y volvió con una lata de Fanta.
Era 2005, todavía se podía fumar en los trenes, y de alguna manera él se hizo entender: si ella le convidaba un cigarrillo, él le regalaba la lata. Recién iban por Alcalá de Henares, cerca de Madrid, cuando se fueron a fumar entre dos vagones. “Nos pusimos a hablar, quedaban como 4 horas de viaje por delante”.
Mehdi Djebari, así se llama él, empezó a hablarle en francés porque se dio cuenta de que Mariana, más o menos, lo seguía. Pero él no sabía nada de español por lo que usaron una ventanilla empañada para tratar de hacerse entender. En el vidrio escribieron todo lo que no lograban explicar: “21 km”, escribió ella con la punta del dedo para contarle la distancia que había entre la Capital Federal y Quilmes, donde había nacido.

Mehdi era técnico en telecomunicaciones y trabajaba para una empresa de hidrocarburos en el desierto del Sahara. Su plan -el que todavía ninguno sabía que no iba a concretar- era bajar en Barcelona para viajar luego a Niza, Francia, a visitar a unos familiares.
El joven era tres años menor que ella, hablaba francés e inglés pero su lengua materna era el árabe porque era de Argelia, un dato que de ninguna manera pasaba desapercibido en la España de 2005, que hacía un año había sufrido una serie de ataques terroristas en cuatro trenes, con 191 muertos.
“Yo no tenía ese prejuicio, creo que en Argentina no era tan fuerte pero sí, en esa época en Europa decías ‘árabe’ y decías ‘terrorista’”, cuenta Mariana.
Pasaron las cuatro horas de viaje juntos y cuando estaban por llegar a Tarragona ella le advirtió que tenía que ir a buscar sus cosas para bajarse. “Entonces me dijo que me quedara tranquila, que él me traía el bolso”. Cuando Mariana volvió a prestar atención vio que Mehdi venía con el bolso de ella en una mano y el de él en la otra.
“Me quedé helada, no nos entendíamos bien pero yo tenía bastante claro que él no iba al mismo lugar que yo”, cuenta. Mariana lo miró con cara de incertidumbre y él le contestó lo que ella no había alcanzado a preguntarle: “Me voy a bajar con vos, te quiero conocer”.

“¿Pero no te dio miedo?”, es la pregunta que todo el mundo le hizo y le sigue haciendo. “Yo en general soy súper desconfiada, al máximo”, confiesa ella. “Pero en ningún momento me planteé ‘este tipo me va a hacer algo. Me va, no sé… a violar, a pegar, me va a robar, nada nada, nada”.
Bajaron del tren a las 5 de la madrugada y, aunque a Mariana la esperaba una amiga, buscaron un taxi y un hotel donde pasar la noche juntos.
“Estás loca”
Ese 17 de septiembre de 2005, la argentina y el argelino se sentaron en el bar del hotel de Tarragona y pidieron un papel. Mehdi dibujó cómo era su rutina en el desierto más grande del mundo. Un mes de trabajo en el Sahara, otro mes libre, así era su vida desde hacía 18 años.

“Después llamé a mi amiga y le dije ‘no voy a ir, no me esperes. Acabo de conocer a un hombre y me voy a quedar con él’. Imaginate ella: ‘Mariana, estás loca, no sabés quién es, ¿qué vas a hacer?, son las 5 de la mañana’. Como vio que yo no iba a desistir me dijo ‘bueno, atendé el teléfono, no lo vayas a apagar’”. Mariana le hizo una promesa: “Si en algún momento veo algo raro me voy en un taxi o te llamo”.
Pasaron la noche juntos en Tarragona y, al día siguiente, Mehdi fue a comprar una cámara de fotos instantánea y a cambiar sus pasajes. Ya no iba a ir a Niza el día previsto, tampoco a Argelia. “Llamó a Salvador, el único amigo que tenía en España y le dijo: ‘Al final no me fui, estoy en Tarragona con mi novia’”. Su amigo no entendió nada: “¿Qué novia?”.

Se quedaron juntos tres días y fueron a conocer a la amiga de Mariana, que había quedado a la expectativa. Después, él se fue: “Ella me dijo ‘es un amor, pero qué historia, vamos a ver si te vuelve a llamar’”. Mariana, que venía de aquellos picoteos seguidos de desapariciones en Buenos Aires, pensó: “Bueno, la típica: muy lindo todo pero ya está, no llama más”.
Pero el árabe llamó, no un día: todos. Desde Niza primero, desde el desierto después. No había videollamadas en ese entonces y todavía ella no sabe bien cómo lograban entenderse. Mehdi le propuso volver a Madrid en diciembre para verla, justo cuando Mariana tenía pasaje para volver a su vida real en Buenos Aires.
“Y ahí empezó un poco la incertidumbre, porque yo lo hablaba en mi casa o con amigas de Argentina y me decían: ‘Mariana estás loca, te habrá parecido encantador pero ¿cómo te vas a quedar si no conocés al tipo? No sabés si va a volver. Es árabe, tampoco sabés en qué anda, si es cierta esa historia de que se va porque trabaja en un desierto”.
Mariana, por supuesto, cambió su pasaje y se quedó a esperarlo. Mehdi, por supuesto, volvió. Primero a verla a Madrid, seis meses después, a Argentina.
Una boda impensada
Mehdi llegó a Buenos Aires a mediados de 2006, le pidió a Mariana un papel y trazó un plan. Si ella volvía a Europa y él seguía trabajando en el desierto, Madrid podía seguir siendo un punto de encuentro para verse una vez al mes.
“Yo no tenía pensado irme del país pero me convenció, y me puse como loca a tramitar la ciudadanía italiana. Me corría el tiempo porque en esa época los papeles tardaban años. Fui al consulado en La Plata y me atendió un viejito que me dijo ‘vas a tener que esperar’ y yo, llorando, pero llorando de verdad, le respondí ‘¿pero usted nunca se enamoró? Me está esperando alguien, ¿sabe lo que significa eso? ¿sabe lo que es que alguien a 12.000 km te esté esperando?”.

El viejito se conmovió, aceleró los trámites y a los dos días la llamó por teléfono: “Te llamo para que te quedes tranquila. Te va a llegar una carta, en cuanto te llegue venís y te hago el pasaporte para que puedas ir a vivir esa historia de amor”.
Así Mariana volvió a Europa, donde Mehdi la esperaba con pasajes para ir a Argelia para que conociera a su familia.
“Ahí sí, por precaución, me llevé anotado dónde estaba el consulado de Argentina en Argelia. Yo confiaba en él pero no conocía a su entorno, no sabía adónde me iba a meter, si su familia era fanática religiosa o no”, cuenta. La ignorancia, otra vez, hizo lo suyo porque Mariana durmió con él sin estar casada, llevó el pelo descubierto, fumó en público, y no pasó nada.
Se casaron en 2007, primero en Madrid y después en Argelia, con la condición de que “cada uno iba a respetar las creencias del otro y yo no iba a convertirme al Islam”. Uno de los recuerdos que Mariana conserva del día de su boda argelina es un paneo: las mujeres en la cocina, los hombres en un sofá, ella sentada sola y el Imán que se acercó y le preguntó qué quería que su flamante marido le regalara para la boda.

“La tradición es que el hombre tiene que cumplir ese deseo a toda costa. Y lo habitual es que pidas una casa, una joya y un coche”. Pero Mariana y Mehdi estaban empezando una vida de cero, a veces comían arroz y pan porque no les alcanzaba, y Mariana contestó: “Una planta, eso quiero”.
El Imán se rió, su suegra le dijo: “¿Cómo le vas a pedir eso? Se pide oro, un coche?”. Nadie lo podía creer.
La planta -una palmera- creció con ellos en su piso de Madrid, en la vida que sí lograron construir juntos. También creció con Lucas, el hijo -un poco español, un poco argentino y un poco argelino- que hace 11 años le puso el sello de familia a aquella locura a bordo de un tren.
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