Los 4 minutos más mágicos y conmovedores de la música

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Hay cuatro minutos de Ravel que espero no superar nunca.

"Le Jardin féerique", traducido habitualmente como el jardín encantado o de las hadas, apenas cobra vida como la apoteosis de los cuentos infantiles que Ravel recopiló bajo el título Ma mère l'oye, o Mi madre, la oca. Ravel no escribió nada más mágico, y quizá nada tan conmovedor.

Comienza con una atmósfera vacilante y de volúmen bajo, una melodía inefablemente frágil que suspira junto a un acompañamiento suave y poético. Pronto, esto da paso a un tierno dueto para violín y viola solistas, rodeados por un halo de instrumentos de viento madera, con el rasgueo de un arpa y el repique de una celesta de fondo. Lentamente, la música se eleva y vuelve a fundirse en la melodía inicial mientras se consolida para terminar en un do mayor incandescente e irresistible, con una percusión que brilla a través del dosel de cuerdas de tus sueños.

"Disfruto tanto al mirar las caras de los músicos cuando producen todo ese sonido", dijo en una entrevista el director de orquesta y compositor Esa-Pekka Salonen. "Es un hondo, hondo placer, espiritual, sensual y táctil. Creo que a todo compositor, en el fondo, le gustaría poder hacer algo así".

Para muchos oyentes, "le Jardin féerique" lanza un hechizo inusual. ¿Por qué?

A menudo considerado un hombre infantil, Ravel escribió la primera de las piezas de Ma mère, "Pavane de la Belle au bois dormant" (Pavana de la Bella Durmiente), en 1908, como un dueto de piano sobre la Bella Durmiente para dos niñitos a los que contaba cuentos de hadas. En 1910, añadió cuatro miniaturas más para convertirlas en una suite para los niños; basó tres de ellas en cuentos antiguos que citaba en la partitura, y terminó con "le Jardin féerique", que no estaba asociado a ningún cuento. En 1911, Ravel ya había orquestado la suite, y al año siguiente la convirtió también en un ballet, en el que su jardín musical se transformaba en un claro para la Bella Durmiente, quien despierta al amanecer, con el Príncipe Azul muy cerca.

Ravel escribió la "Pavane" poco después de terminar Gaspard de la Nuit , su obra para piano más formidable, pero el virtuosismo significaba poco para él en esta ocasión. "La idea de evocar en estas piezas la poesía de la infancia", reflexionó, "me llevó de forma natural a simplificar mi estilo y refinar mis medios de expresión". Resulta revelador que Ravel dedicara una copia de la partitura, como señala la estudiosa Emily Kilpatrick en un nuevo libro, a Erik Satie, quien lo felicitó tras ver el ballet por alcanzar la "grandeza en la simplicidad".

Los admiradores modernos de Ravel aplauden el mismo milagro. "Me asombra la inmensa sencillez de la escritura", dijo el compositor George Benjamin, quien ha dirigido las versiones orquestales de Ma mère durante 40 años y ha interpretado a menudo los duetos con su amigo Pierre-Laurent Aimard. "Es muy difícil aprender de ello, porque es casi único en el conjunto de la música del siglo XX, lograr tanta belleza y profundidad de expresión con medios tan modestos".

Al igual que Benjamin, el pianista Jean-Yves Thibaudet, quien conoce las obras para piano de Ravel como nadie, comparó Ma mère con las obras de Mozart. "Hay tan pocas notas y, sin embargo, es tan conmovedora que te hace llorar", dijo Thibaudet. "Si existe un paraíso para la música", añadió al referirse concretamente a "le Jardin féerique", "seguro que forma parte de él".

A los directores de orquesta en general les encanta esta música, pero aquellos cuyos gustos suelen inclinarse por partituras más difíciles parecen caer particularmente rendidos. Y los directores de orquesta que también componen son los que más se enamoran de ella. Por ejemplo, pocas veces Pierre Boulez mostró un lado más suave que en sus grabaciones de esta obra en Nueva York y Berlín.

"En mi vida como músico, me enfrento mucho a la complejidad", dijo Salonen, quien habla de Ma mère con una emoción poco habitual en él. "Después de haber tocado seis veces Gurrelieder, y Gruppen, y esto y lo otro, estás muy acostumbrado a lidiar con estas masas de notas, y una gran parte de la tarea del director de orquesta consiste en organizar todas esas notas en algo que esté cohesionado y tenga sentido, entre otras cosas".

Pero Ma mère, dijo, "es todo lo contrario, donde cada nota cuenta, cada nota tiene un valor propio que es como oro puro".

Otro detalle es que la simplicidad de Ma mère fue, en su época, engañosamente radical. Schoenberg ya prescindía de la tonalidad y, sin embargo, Ravel no solo seguía trabajando con los componentes musicales más básicos, sino que también se enorgullecía de ellos.

"Si te fijas en 'le Jardin féerique', el primer minuto y medio más o menos es música sin alteraciones", dijo Salonen. "Son solo las notas de una escala de do mayor. En el repertorio modernista, la única forma de hacerlo habría sido en una especie de sentido irónico y sarcástico, como cuando Alban Berg pone un acorde de do mayor en Wozzeck cuando empiezan a hablar de dinero".

Y añadió: "Es un mundo perdido, en cierto modo", y lo describió como "simplemente, belleza en el mejor sentido de la palabra".

Para Roger Nichols, biógrafo de Ravel, "le Jardin féerique" es una pieza de nostalgia directa, su ardiente final es un recuerdo del "éxtasis sin paliativos" cuando un "hombre adulto mira hacia atrás, a la época en que él también podía creer en un jardín mágico". Cuatro breves compases me convencen de que también es una pieza más complicada e incluso muy oscura, pues nos invita a reflexionar sobre nuestros propios sentimientos acerca de la infancia y el inevitable paso del tiempo.

Esos cuatro compases aparecen en el último tercio de la obra, después de que las cuerdas suban suavemente los peldaños de las escalas y Ravel se derrita hacia el cielo. La música parece bastante inocua sobre la página --delicados acordes en movimiento contrario, algunas notas que tardan un segundo en resolverse, ni un bemol ni un sostenido a la vista--, pero casi siempre que escucho Ma mère, rebobino para oírlos una y otra y otra vez, como si no pudiera soportar que terminaran. Benjamin lo describió como una "cadencia absolutamente fabulosa y acariciante que es, por supuesto, uno de los grandes momentos de la música". Salonen los llamó "los mejores cuatro compases de la vida".

Hay directores de orquesta que en sus discos los han hecho resplandecer de satisfacción o consuelo, pero para mí, al menos en los últimos años, me han sonado más como una despedida llena de lágrimas y, posiblemente, de arrepentimientos. Quizá no sea de extrañar que se hayan vuelto aún más desgarradores a medida que mis hijos han ido creciendo y han empezado a ver el mundo como realmente es. Esta música es de pérdida, pero también de amor.

Que pueda ser ambas cosas a la vez es señal de una gran partitura. "En última instancia, hay algo en su misterio y en su misteriosa belleza que no podemos explicar", dijo Salonen. "Pero supongo que para eso tenemos la música".