Mi madre volvió a encontrar el amor en un asilo de ancianos

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MI MADRE TENÍA 83 AÑOS. SU NOVIO TENÍA 87. SE LA ESTABAN PASANDO COMO NUNCA.

Cuando nuestra madre anunció, meses después de la muerte de nuestro padre, que se iba a vivir a una residencia de ancianos, mi hermano y yo nos mostramos incrédulos. A sus 73 años, era una viuda joven que se teñía el pelo, caminaba kilómetros por su barrio de Indianápolis y jugaba bridge con energía. No podíamos imaginarla en un asilo.

"Los inviernos de Indiana son solitarios", explicó.

Mi padre tenía problemas articulares crónicos desde que jugaba fútbol americano en la universidad: rodillas maltrechas, trasplantes de cadera. Sin movilidad, necesitaba ayuda para todo, y mi madre se la proporcionó durante más de 20 años.

Mi madre, una bautista del sur que trabajaba como bibliotecaria, había llenado nuestra infancia con campamentos de la iglesia y de la biblioteca. Era abstemia. Tuve que rogar para que sirvieran alcohol en mi boda.

Ahora, sin embargo, mi madre estaba lista para la "diversión". Varias de sus amigas vivían en una comunidad presbiteriana de jubilados que ofrecía una promoción. A mi hermano y a mí no nos sorprendía que se dejara tentar por una oferta; ella creció durante la Gran Depresión. Pero, ¿de qué iba eso de la diversión? ¿No se suponía que estaba de luto por nuestro padre?

Nuestras preocupaciones se desvanecieron cuando conocimos a sus nuevos vecinos: personas mayores y alegres que disfrutaban con los libros, los viajes y el vino. Mi madre descubrió los "juevebes", una hora feliz en la que aprendió a apreciar el chardonnay.

Cuando un amable viudo la invitó a cenar, me dijo: "Solo somos amigos, pero no me importaría conocer a un guapo millonario".

Nos alegramos, aunque perplejos, de verla bromear.

Poco después empezó a comprar chardonnay en la tienda. Una de sus nuevas vecinas la maquilló con sombra de ojos azul. ¿Quién era esta mujer que salía en tacones? ¿Y qué había hecho con nuestra madre?

Cuando éramos adolescentes, mis hermanos y yo vivíamos con el temor de infringir sus normas sobre el toque de queda, la bebida y el sexo. Yo tenía 9 años cuando me sentó y me anunció que ella había sido virgen cuando se casó y que yo también lo sería. (No lo fui).

Durante una década disfrutó de la vida en la comunidad de jubilados. No le di mucha importancia cuando mencionó a sus amigos hombres: Ron, que era popular por su suscripción a Netflix; Larrimore, un pastor que la llevaba a la iglesia; Don, un pintor que vivía en la casa de al lado; y Ed, un jugador de bridge mayor pero "muy avispado" con un Lexus negro deslumbrante.

Mi madre decía que ella y Ed eran compañeros de bridge y celebraban las victorias yendo a comer a Panera. Mi hermano fue el primero en preguntarse si nuestra madre y Ed eran algo más que compañeros de bridge. Señaló, indignado, que mi madre con frecuencia no se encontraba en casa cuando él la llamaba. "Me ha estado llamando menos", dijo. "Se comporta de forma extraña".

Dos semanas después, me llamó para decirme que un amigo común la había visto en una banca tomada de la mano de un hombre guapo.

Me quedé estupefacta. "¿Por qué está siendo tan hermética?".

Nuestro padre era un abogado especializado en planificación patrimonial que decía que el objetivo de la vida era mitigar los riesgos. Él fue la razón por la que me convertí en abogada. Cuando estaba en la preparatoria, me dio instrucciones funerarias para él y para mi madre. Había ahorrado, planificado y escatimado para dejar a nuestra madre unos ahorros. Pero ahora ella estaba despreocupada derrochando ese dinero con un desconocido.

Días después de nuestro descubrimiento, nuestra madre llamó a mi hermano, y luego a mí, para preguntarnos si estábamos ocupados el Día del Trabajo. No dijo por qué, pero al final le saqué la verdad.

"Ed me pidió que me casara con él", dijo, "y queremos casarnos el Día del Trabajo".

Mi madre estaba comprometida con un hombre que no me había presentado y al que ella conocía desde hacía tan solo unos meses. Atónita, le dije: "Ni siquiera me habías dicho que estabas saliendo con alguien".

"Esto es lo que quiero", me dijo. "Si pasamos cinco años juntos, seré feliz".

Con el deseo de compartir su alegría conmigo, sugirió que celebráramos en su lugar favorito, la Chautauqua Institution. Acepté llevarla, y mi hermano señaló que ese viaje sería perfecto para mencionar el acuerdo prenupcial.

"Gracias", murmuré.

En Chautauqua era difícil captar su atención porque no paraba de enviarle mensajes de texto a Ed; tecleaba con un dedo y mantenía el volumen alto para no perderse sus respuestas. A altas horas de la noche, oía su celular vibrar y sonar a través de la delgada pared del departamento de alquiler mientras ellos se mensajeaban hasta altas horas de la madrugada.

Una mañana, mientras se duchaba, su teléfono empezó a vibrar sobre la mesa. Miré hacia abajo y vi el mensaje de Ed: Algo que ella le había mandado lo había hecho "estremecerse".

Al parecer, mi madre había aprendido a enviar mensajes de texto eróticos.

Aplacé la discusión del acuerdo prenupcial hasta nuestro último día a la hora del almuerzo. El mesero nos preguntó si celebrábamos algo y le dije: "En realidad, sí. Celebramos el compromiso de mi madre". Cuando volvió con dos copas de champán, nunca había visto a mi madre tan feliz.

"Mamá, estamos encantados por ti y por Ed", le dije antes de explicarle por qué debían tener un acuerdo prenupcial. "Creemos que papá habría querido que te protegieras".

Tomó un sorbo de champán y dijo: "La hija de Ed dijo lo mismo. Tenemos cita con un abogado. Te lo enseñaré antes de firmar".

Tras volver a casa, por fin conocí a Ed. Mis dos hijas en edad universitaria condujeron conmigo desde Chicago. Estaba encantada de tener su compañía. Mi ansiedad debía haber sido la misma que la de mi madre cuando me esperaba cuando yo era una adolescente en aquellas madrugadas de antaño.

Llegamos primero y vi el Lexus de Ed entrar en el estacionamiento. Vi cómo ayudaba a mi madre a salir del coche. Alto, con el pelo blanco y los ojos azules, era atractivo y de rasgos toscos.

En el restaurante, me tomó de la mano y me dijo: "Cuidaré muy bien a tu madre".

Durante la comida, se desvivió por ella y le preguntó si quería su suéter o más hielo para el té. Era un veterano que llevaba 55 años casado con su primera mujer y era especialmente habilidoso.

"Cambié los toalleros de tu madre", dijo.

Mis hijas y yo estuvimos calladas en el viaje de vuelta a Chicago hasta que la mayor dijo: "Será bueno para DeeDee tener a alguien". La menor añadió: "Lleva tanto tiempo sola".

Pensé en que mi madre había criado a tres hijos nacidos con poca diferencia de edad. Apenas habíamos salido de casa cuando empezó a cuidar de mi padre enfermo. No recordaba que alguien la hubiera cuidado a ella.

El día de su boda, la ayudé a abrocharse las perlas, el mismo collar que se puso para casarse con mi padre. Fuimos brazo con brazo por el pasillo, desde su departamento hasta el comedor. Enfermeros y amas de llaves se acomodaban frente a las paredes para observar, y algunos lloraban. "Nunca hemos tenido una boda aquí", dijo una.

El comedor estaba abarrotado de andaderas y sillas de ruedas. Dos amigas de mi madre llevaban vestidos de fiesta con lentejuelas y las cámaras disparaban luces de flash mientras Ed y ella pronunciaban sus votos.

El matrimonio hacía muy feliz a mi madre. Una Navidad en mi casa, después de dos copas de chardonnay, reprimió una sonrisa y me dijo que tenían una gran vida amorosa. Pensé en cómo ella disfrutaba de los mismos placeres que se había preocupado de que yo descubriera.

Con el paso de los años, mi madre y Ed envejecieron con rapidez. La pérdida de audición de Ed empeoró y se ponía nervioso cada vez que mi madre salía de casa. Si ella y yo volvíamos tarde de una cita, él esperaba en el pasillo, histérico de preocupación.

Mi madre empezó a perder peso. Sus brazos parecían palos cubiertos de piel translúcida. A menudo mostraba una expresión preocupada y perdía la noción de las fechas.

"Anne es mi ángel de la guarda", les decía a sus amigas cuando yo la visitaba. "Ella me cuida". Diminuta y vulnerable, con los ojos apagados por las cataratas, no se parecía en nada a la estricta madre de mi infancia. Sentí un intenso deseo de protegerla.

El año pasado, un fresco día de octubre, ocho años después de su boda, fuimos a comprar una pijama nueva, almorzamos y compramos un chardonnay. Volvimos a su departamento para su cita de fisioterapia, donde pidió "probar" el vino. Levantó su copa y me dio las gracias por un día perfecto.

A la mañana siguiente, temprano, una enfermera la encontró inconsciente en el sofá con la televisión a todo volumen. Llevaba puesta su pijama nueva. Me quedé con ella en la UCI durante varios días, tomándola de la mano, sin saber si ella sabía que yo estaba allí. Ed ya estaba en silla de ruedas, pero mi marido lo trajo para que estuviera junto a su cama.

La mañana del funeral en el cementerio, un suave sol calentaba nuestros rostros. Ed observaba con solemnidad cómo el encargado colocaba la urna de mi madre en la pared del mausoleo. Al ver sus ojos húmedos, le apreté el hombro y le recordé cuánto lo amaba mi madre.

"Yo la amaba también", dijo. "Pasamos ocho años muy buenos".

"Lo sé", dije. "Yo también la amaba".