Guía para viajar a Costa Rica sin gastar mucho

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En medio de un aguacero de septiembre en un pueblo costero del Pacífico costarricense, recordé que había apostado con pocas probabilidades de éxito. Los lugareños me habían asegurado que su temporada de lluvias, de mayo a noviembre, consistía en mañanas luminosas y chubascos vespertinos, seguidos de cielos despejados, al menos la mayor parte del tiempo.

Aun así, las ventajas de arriesgarse a viajar con lluvia eran considerables: precios bajos, menos aglomeraciones y más disponibilidad. Lo aprendí de primera mano cuando me vi obligada a cancelar mi viaje al país centroamericano dos veces el año pasado. Pospuse mi visita de la temporada alta de febrero a la menos costosa de mayo y, finalmente, a la más baja de septiembre. Por ejemplo, el coche que alquilé a Vamos Rent-a-Car en el aeropuerto de la capital, San José: pagué 237 dólares por una semana, más de 400 dólares menos de lo que había calculado en febrero.

(Nota sobre la moneda: muchos negocios utilizan dólares estadounidenses, otros utilizan colones costarricenses --500 colones son aproximadamente 1 dólar-- y muchos aceptan ambos tipos de divisa).

Costa Rica ha adquirido fama de cara en los últimos años, sobre todo a medida que los complejos turísticos de lujo han transformado el norte de la provincia de Guanacaste. Las excursiones vía aérea alrededor del país que evitan las lentas carreteras contribuyen a esa impresión. Y Costa Rica está muy solicitada; en 2024, 2,9 millones de visitantes marcaron un récord de turismo después de la pandemia.

Así que, además de viajar en temporada baja, me propuse ver Costa Rica desde tierra y no desde el aire. Adopté un enfoque de descubrimientos alternativos y diseñé un itinerario de seis noches en torno a los atractivos más emblemáticos de Costa Rica --bosques nubosos, cataratas, playas, cafetales y parques nacionales--, solo que no en sus versiones más populares.

Conducir entre los distintos destinos requiere paciencia. La mayoría de las carreteras curvas, montañosas y de dos carriles tienen límites de velocidad de 40 a 60 kilómetros por hora e inevitablemente te encontrarás en una fila de tráfico detrás de semirremolques que ascienden trabajosamente.

Además, las direcciones no suelen estar numeradas, lo que hace que las indicaciones sean confusas. Agradecí el móvil de préstamo de Vamos que venía con mi Suzuki Jimmy todoterreno, precargado con la aplicación de navegación Waze, que incluso marcaba "baches más adelante".

Volcanes y cafetales

Empecé por el destino más cercano al aeropuerto de San José, la región del volcán Poás, a menos de una hora en coche.

Los frondosos cafetos trepaban por las laderas mientras me acercaba a Hacienda Doka, una finca cafetalera de 60 hectáreas establecida en la década de 1920. Como única participante en una excursión vespertina (28 dólares), caminé por los campos con el canto de las tangaras azuladas y el golpeteo de las guayabas maduras que caían de los árboles. En un ciclo ecológico, los pájaros, explicó mi guía, Jonathan Alfaro, comen la fruta de los árboles que dan sombra a las plantas de café.

El café es un motivo de orgullo en Costa Rica. Importado del Caribe, a este cultivo se le atribuye haber sacado de la pobreza a lo que entonces era la región más pobre de Centroamérica.

"En 1821 empezamos a construir el país con el café", dijo Alfaro, refiriéndose al año en que Costa Rica declaró su independencia de España.

Después de un paseo por un jardín de mariposas lleno de morfos azules revoloteantes, la visita terminó con una degustación de siete variedades de café en la tienda de regalos. Hasta el tueste más oscuro me pareció terson (y caro: una bolsa de granos costaba casi 18 dólares).

De vuelta por un camino de montaña, subiendo por otro y atravesando un establo bloqueado temporalmente por un rebaño de vacas Holsteins, llegué a Poas Volcano Lodge, un hotel boutique de 12 habitaciones donde las temperaturas de las tierras altas bajaban a unos 15 grados Celsius durante la noche, lo que provocó que se encendieran chimeneas de leña en el salón y el restaurante.

La propiedad ofrecía senderos por el bosque, una biblioteca llena de libros de observación de aves y mi elegante habitación rústica con techos de vigas y ropa de cama de felpa (104 dólares). La cena (entradas de pescado y pollo, 8600 colones) era adicional, pero el desayuno incluido era sustancioso, con huevos cocinados a la orden y gallo pinto (arroz y frijoles).

El cielo estaba despejado cuando fui manejando hasta el cercano Parque Nacional Volcán Poás (entrada de 15 dólares; muchos parques nacionales requieren reserva y pago en el sitio web del servicio de parques).

El vapor ondeaba sobre el cráter --uno de los mayores del mundo-- donde un equipo de científicos del parque volaba un dron de investigación, y explicaba que el Poás había erupcionado el día anterior con una columna de ceniza.

Como llovía casi todas las tardes, adquirí el hábito de levantarme temprano y disfrutar del vibrante sol de Costa Rica. En el parque eso incluía la laguna Botos, un lago azul marino en un cono volcánico, y un colibrí brillante, el orejivioláceo verde, que habita en el bosque.

Aves del bosque nuboso

El viaje de 80 kilómetros a San Gerardo de Dota me llevó al sur de la capital, a los bosques nubosos de las montañas de Talamanca, una alternativa menos conocida a bosques como Monteverde, en el norte.

Para llegar al valle que atraviesa el río Savegre, me desvié del camino principal por una empinada carretera de un solo carril --con baches, rocas y a menudo sin guardarraíles-- que descendía abruptamente hasta el lecho del río.

Los sencillos refugios y cabañas a lo largo del río acogen a los observadores de aves que quieren ver elresplandeciente quetzal, un vistoso pájaro de la familia de los trogones, con el pecho rojo, el cuello turquesa, las alas verdes y largos penachos esmeralda que fluyen como listones.

En el pasado, he acechado al quetzal en Panamá y en el sur de Costa Rica, con haciendo largas caminatas por bosques enmarañados. En este caso, acordé con mi hotel, el Savegre Hotel Natural Reserve & Spa, contratar a Melvin Fernández, quien dirige el servicio de guías Quetzal Experts, para que me condujera hasta ellos al amanecer de la mañana siguiente (102 dólares por dos horas).

Cerca de una señal que advertía de la presencia de "Turistas en la vía", vimos el primero de ocho quetzales.

"Tienes suerte", dijo Fernández. "En febrero, habrá 150 personas en esta carretera buscando al quetzal".

El albergue Savegre (125 dólares la noche, desayuno incluido) está situado en su propia reserva de más de 485 hectáreas con rutas de senderismo y una terraza en la montaña para el avistamiento de aves.

Siguiendo el consejo de un par de huéspedes ticos habituales, volví medio camino, aMiriam's Quetzals, una "soda" o restaurante local, para tomar un trozo de tarta de caramelo y café (3500 colones) en la terraza donde los comederos atraían a determinados colibríes y a tangaras y pájaros carpinteros belloteros más grandes.

Además de quetzales y senderos forestales, el valle ofrecía otra atracción: la trucha de río, que se sirve de muchas formas, incluida frita y entera en Miriam's (7000 colones) y salteada sobre fideos al pesto (11.500 colones) en el tranquilo restaurante Alma de Árbol, cerca del hotel.

Cascadas, playas y vida silvestre

Tras añadir un avistamiento de alcaudón real a mi lista de observación a la mañana siguiente, salí de San Gerardo para dirigirme a la costa; viajé hacia el sur por las montañas y finalmente hacia el oeste, descendiendo hacia el Pacífico y hacia un incremento de temperatura de 11 grados, con destino a la ciudad playera de Dominical, a unas dos horas de distancia.

La ruta pasa por las cataratas Nauyaca, una cascada de dos niveles que crea una piscina natural en el río Barú.

Los visitantes pueden estacionar a unos tres kilómetros de la catarata (5 dólares de tarifa de estacionamiento) y tomar un transporte en todoterreno (32 dólares) o, como yo elegí, entrar a pie (10 dólares).

El sendero enlodado era un camino pedregoso y lleno de baches. Pero lo que le faltaba de encanto a la sudorosa caminata, lo compensaban los casi 61 metros de esplendor de las cataratas, que caían en una piscina agitada a la que me acerqué desde las rocas de la orilla.

En Dominical, me registré en el Tropical Sands Dominical Eco Inn y encontré un servicio acogedor y mucho encanto. Mi habitación (75 dólares) tenía un mural de tucanes pintado a mano, y el exuberante jardín incluía un pabellón con hamacas.

Tras un paseo por el pueblecito, delimitado por el río Barú, el océano y la autopista, quedé prendada del ambiente bohemio y acogedor de Dominical y de su acceso irrestricto a la playa, que no está abarrotada. Más tarde, cuando se corrió la voz de que un perezoso dormía en un árbol del jardín del restaurante La Junta, la anfitriona me hizo señas para que entrara y me lo señaló.

"Esta es la puerta de entrada a la península de Osa y aún es muy salvaje y no está demasiado urbanizada", dijo Amy Bovis, copropietaria de Tropical Sands, al mencionar la remota zona a unas dos horas en coche al sur de Dominical.

El hotel, la playa y una variedad de restaurantes relativamente rica --incluidos El Pescado Loco (tacos de pescado, 6500 colones), Phat Noodle (fideos con ajo y chile, 6900 colones) y Moromo Forneria (focaccia, 1000 colones)-- hicieron de Dominical una base estupenda para explorar la costa, que atrae a las ballenas jorobadas migratorias de julio a octubre.

Me apunté a una excursión de observación de ballenas de cuatro horas con Ballena Aventura (89 dólares, incluida la entrada al parque y aperitivos) en la cercana ciudad de Uvita, puerta de entrada al Parque Nacional Marino Ballena, donde 14 kilómetros de playa --incluido un banco de arena con forma de cola de ballena-- bordean un santuario marino.

Pasé la mayor parte del día en el parque, espiando grupos de delfines tropicales moteados, ballenas y una pareja de tortugas golfinas apareándose (o "divirtiéndose", según nuestro guía), seguidos de encuentros con una tropa de acrobáticos monos carablanca y un perezoso letárgico entre las palmeras.

Donde están las multitudes

En mi último día, visité una de las atracciones más populares, el Parque Nacional Manuel Antonio (16 dólares), ubicado una hora hacia el norte a lo largo de la costa.

Es difícil esquivar las multitudes en Manuel Antonio, pero llegar temprano ayuda. La mayoría de los animales silvestres, incluidos coatíes, tucanes y perezosos, estaban activos pocas horas después de la apertura del parque a las 7 a. m.; al mediodía ya había recorrido todos los senderos.

Los monos aulladores y los monos carablanca se volvieron más activos con el calor, entreteniendo a los bañistas que habían hecho el viaje dominical a las tentadoras playas rubias del parque.

La mayoría eran excursionistas por el día. Mi hotel, Costa Verde (128 dólares por una habitación con vistas al jardín), estaba tan tranquilo que el empleado me cambió a una habitación de lujo con vistas al océano sin cargo alguno.

En Manuel Antonio, mi experiencia de la temporada de lluvias con chubascos pasajeros se convirtió en una cruda realidad: un aguacero incesante que me sorprendió cenando (plato de shawarma 7500 colones en Falafel Bar Manuel Antonio) a un kilómetro y medio de mi hotel.

En definitiva, empaparme fue un pequeño precio a pagar por un ahorro considerable y un amplio espacio.

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