
Fue secretario de Defensa y congresista, ocupó el puesto número 2 de EE. UU. en la presidencia de George W. Bush y fue artífice de políticas en una época de guerra y cambios económicos.
Dick Cheney, ampliamente considerado como el vicepresidente con más poder de la historia de Estados Unidos, quien fue compañero de fórmula de George W. Bush en dos exitosas campañas a la presidencia y su asesor más influyente en la Casa Blanca en una época de terrorismo, guerra y cambios económicos, murió el lunes. Tenía 84 años.
Las causas fueron complicaciones de neumonía y una enfermedad cardiaca y vascular, según un comunicado de su familia.
Aquejado de problemas coronarios durante casi toda su vida adulta, Cheney sufrió cinco infartos entre 1978 y 2010 y llevaba un dispositivo para regular sus latidos desde 2001. Pero sus problemas de salud no parecieron perjudicar su desempeño como vicepresidente. En 2012, tres años después de retirarse, se sometió con éxito a un trasplante de corazón y desde entonces se había mantenido razonablemente activo.
Más recientemente, sorprendió a los estadounidenses de ambos partidos al anunciar que votaría por la vicepresidenta Kamala Harris, demócrata, en las elecciones de 2024, denunciando a su oponente republicano, Donald Trump, como no apto para el Despacho Oval y calificándolo como una grave amenaza para la democracia estadounidense.
"Tenemos el deber de poner el país por encima del partidismo para defender nuestra Constitución", dijo Cheney.
Su anuncio se hizo eco de otro anterior por parte de su hija Liz Cheney, excongresista republicana por Wyoming, quien rompió con Trump tras el atentado del 6 de enero de 2021 en el Capitolio perpetrado por sus seguidores. Ella también dijo que votaría por Harris.
En lo que respecta a los vicepresidentes, Cheney era una figura singular: más poderoso que cualquier vicepresidente de los tiempos modernos y con menos ambiciones de aspirar a un cargo mayor. Fue miembro durante 10 años de la Cámara de Representantes, el jefe de personal de la Casa Blanca más joven de la historia, secretario de Defensa de 1989 a 1993, confidente de presidentes y legisladores. Cheney tenía credenciales y contactos impecables y era un maestro en el arte de conseguir que las cosas se hicieran, preferiblemente sin alardes.
De personalidad inescrutable en muchos sentidos, no tenía paciencia para las charlas triviales, casi nunca hablaba de sí mismo y rara vez concedía entrevistas o celebraba ruedas de prensa, aunque a veces salía en televisión para promover las políticas del gobierno y a menudo aparecía en las noticias. Prefería los bastidores a los reflectores.
Consumado conocedor de Washington, Cheney fue arquitecto y ejecutor de las principales iniciativas del presidente Bush: desplegar el poder militar para hacer avanzar la causa de la democracia en el extranjero, defender los recortes fiscales y una economía robusta a nivel nacional, y reforzar los poderes de una presidencia que, a juicio de ambos, había sido restringida injustificadamente por el Congreso y los tribunales tras la guerra de Vietnam y el escándalo de Watergate.
Como consejero de mayor confianza y más valorado de Bush, Cheney paseó a sus anchas por los ámbitos de la política internacional y nacional. Como superfuncionario del gabinete con una cartera ilimitada, utilizó su autoridad para defender la guerra, proponer o rechazar leyes, recomendar candidatos a la Corte Suprema, inclinar la balanza a favor de una reducción de impuestos, promover los intereses de los aliados y rechazar los de los oponentes.
Pero fue en el ámbito de la seguridad nacional donde tuvo un impacto más profundo. Como secretario de Defensa, ayudó a diseñar la guerra del golfo que desalojó con éxito a los invasores iraquíes de Kuwait en 1991, y una década después asumió un papel destacado en la respuesta a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Para evitar futuros atentados, defendió políticas agresivas que incluían la vigilancia sin orden judicial, la detención indefinida y tácticas brutales de interrogatorio. También impulsó la invasión de Irak para derrocar a Sadam Husein en 2003, completando el trabajo inacabado de su anterior etapa en el poder, pero dando lugar a años de sangrienta guerra.
Al principio del primer mandato de Bush, muchos demócratas e incluso algunos colegas republicanos se preguntaron si Cheney podría ser el verdadero poder en una Casa Blanca ocupada por un presidente sin experiencia, cuyas capacidades habían sido cuestionadas. Aunque Bush acabó imponiendo su autoridad y la influencia de Cheney disminuyó en el segundo mandato, la imagen de que era un jefe maquiavélico de familia nunca se disipó del todo.
Incluso a Bush le preocupó esa percepción, como relató en sus memorias de 2010, Decision Points. Escribió que Cheney ofreció retirarse de la candidatura para las elecciones presidenciales de 2004, por haberse convertido en "el Darth Vader del gobierno". Bush consideró la oferta, consciente de que aceptarla "sería una forma de demostrar que yo estaba al mando". Pero finalmente mantuvo a su compañero de fórmula, indicando que valoraba la firmeza y la amistad del vicepresidente.
No había duda sobre la firmeza de Cheney.
El 11 de septiembre de 2001, cuando los aviones secuestrados destruyeron el World Trade Center de Nueva York y se estrellaron contra el Pentágono y un campo de Pensilvania, matando a casi 3000 personas en el peor atentado terrorista del país, fue Cheney quien se hizo cargo en la Casa Blanca.
Bush, que estaba visitando una escuela en Florida cuando se produjeron los atentados, fue trasladado a ubicaciones seguras en Luisiana y Nebraska. El vicepresidente activó medidas de defensa en todo el país, puso en alerta a las fuerzas estadounidenses en todo el mundo y ordenó evacuar el Capitolio y poner a salvo a los dirigentes del gobierno. Desde un búnker de la Casa Blanca, estuvo en contacto continuo con el presidente y otros funcionarios y mantuvo lo que muchos llamaron una mano firme al timón durante la crisis.
Después, Cheney se convirtió en el estratega de una rápida expansión del poder presidencial para luchar contra el terrorismo, y en un enérgico defensor de la advertencia doctrinal de Bush al mundo: que en la nueva era del terrorismo las naciones y los regímenes se considerarían o a favor o en contra de Estados Unidos, y que se emprenderían acciones militares preventivas contra quien supusiera una amenaza para la seguridad del país.
Un líder en tiempos de guerra
Seis semanas después de los atentados, Cheney contribuyó a la rápida y desigual aprobación de la Ley Patriota de los Estados Unidos, una legislación arrolladora que amplió considerablemente las facultades del gobierno para investigar, vigilar y detener a ciudadanos estadounidenses en la lucha contra el terrorismo. Con un país aún herido por el 11 de septiembre, la oposición pública a la ley fue discreta, aunque los defensores de las libertades civiles advirtieron que autorizaba al gobierno a espiar a los estadounidenses de a pie.
Más tarde, quedó claro que la ley se utilizaba para apuntalar tribunales secretos, realizar escuchas telefónicas sin orden judicial, detener indefinidamente a sospechosos sin audiencias ni imputación, y emplear métodos de interrogatorio que eludían las prohibiciones de tortura de las Convenciones de Ginebra. Hubo amplias protestas e incluso recursos de inconstitucionalidad. Pero Cheney defendió con firmeza la ley y su ampliación del poder presidencial, y esta siguió en vigor.
Cheney también influyó mucho en la decisión de Bush de invadir Afganistán para perseguir a Osama bin Laden, el líder de Qaeda que ideó los atentados del 11 de septiembre, y para suprimir un régimen fanático talibán que había dado cobijo a terroristas e impuesto una brutal teocracia al pueblo afgano.
Y fue Cheney quien ejerció una influencia decisiva en la decisión de Bush de invadir Irak en 2003 y luego de justificar la guerra. Insistió en que el presidente de Irak, Sadam Husein, tenía vínculos con terroristas de Al Qaeda, poseía armas de destrucción masiva y amenazaría a Estados Unidos y a sus aliados con el chantaje nuclear.
Lo que comenzó como una operación de combate de un mes en Irak dio paso a una ocupación de casi nueve años, una lucha contra los insurgentes iraquíes y una guerra de aniquilación mutua que se cobraría casi 4500 vidas estadounidenses y costaría más de 2 billones de dólares, según algunas estimaciones.
Empezaron así a perfilarse los contornos de un enorme fracaso de los servicios de inteligencia. La comisión del 11 de septiembre, un grupo independiente encargado de investigar los atentados de 2001, no encontró pruebas de colaboración entre Irak y Al Qaeda, y el inspector jefe de armas de la Agencia Central de Inteligencia, nombrado por la Casa Blanca, concluyó que Irak no contaba con arsenales de armas biológicas, químicas o nucleares.
Pero estos hallazgos se hicieron públicos mientras Bush y Cheney hacían campaña para su reelección en 2004, y los candidatos no admitieron nada. "Retrasar, aplazar, esperar no era una opción", dijo Cheney. "El presidente hizo exactamente lo correcto".
Los candidatos demócratas, el senador John Kerry, por Massachusetts, y su compañero de fórmula, el senador John Edwards, por Carolina del Norte, intentaron insistir en el asunto, pero el debate sobre si Estados Unidos había sido conducido a la guerra con falsos pretextos pareció perder coherencia como tema electoral polémico.
Sin embargo, volvió a ser el centro de atención en el segundo mandato de Bush, cuando la paciencia de los estadounidenses con la guerra empezó a agotarse en medio del creciente número de muertes de nacionales e iraquíes, el aumento de los costos ante la recesión económica interna, las persistentes preguntas sobre la humillación y tortura de enemigos detenidos y la falta de un cronograma y una estrategia de salida claros por parte del gobierno.
En las elecciones intermedias de 2006, con la guerra en su cuarto año y sin final a la vista, la frustración pública había alcanzado un punto de inflexión. Los demócratas, llenos de energía tras años de pasividad, prometieron cambios. Aprovechando la ola de insatisfacción de los votantes, alcanzaron la mayoría en ambas cámaras del Congreso por primera vez desde 1994.
Tras las elecciones, Bush destituyó al Secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld --el aliado más cercano de Cheney en el gobierno y un blanco para los críticos de la guerra-- y nombró sucesor a Robert M. Gates, antiguo director de la inteligencia central. El presidente también habló de cooperar con el Congreso y dijo que tomaría en consideración las propuestas de un Grupo de Estudio bipartidista sobre Irak que abogara por la retirada gradual del país.
Pero pronto quedó claro que Bush no pretendía hacer ninguna de las dos cosas. A principios de 2007, con el respaldo de Cheney, el presidente envió decenas de miles de soldados estadounidenses a Irak, que se sumaron a los 132.000 que ya estaban allí, en una oleada para ayudar al gobierno a sofocar la violencia en los alrededores de Bagdad. La Cámara de Representantes aprobó una resolución no vinculante contra el plan, a la que Cheney respondió: "No nos detendrá".
Parecía que nada lo haría. Tras años de matanzas y violencia sectaria que habían dejado a Irak al borde de la guerra civil, Cheney descartó las sugerencias de que el país estaba al borde del colapso. "La realidad sobre el terreno es que hemos hecho grandes progresos", dijo. Argumentó que retirarse antes de que Irak fuera capaz de defenderse desencadenaría un baño de sangre entre sectas suníes y chiíes.
En la primavera de 2008, cuando la guerra entraba en su sexto año y las muertes estadounidenses superaban las 4000, era evidente que el conflicto sería heredado por el próximo presidente. Cheney dijo que la guerra había "durado más de lo que hubiera previsto", pero que había "valido la pena el esfuerzo".
Defender un legado
Durante la campaña presidencial de 2008, el candidato demócrata, el senador Barack Obama, por Illinois, reprendió al gobierno por la guerra de Irak. El candidato republicano, el senador John McCain, por Arizona, quien a menudo utilizaba la abreviatura "Al Qaeda" para referirse a un enemigo cambiante y cada vez más dividido, advirtió contra una retirada prematura de las tropas de Irak, pero rara vez mencionó a Bush o a Cheney, distanciándose de un equipo cuyo mandato estaba a punto de terminar.
Tras una campaña de casi dos años, la elección de Obama presagiaba amplios cambios en la política exterior e interior. Y la guerra de Irak no era ni mucho menos el único problema pendiente.
En Afganistán, el resurgimiento de los talibanes planteaba nuevos peligros. La red terrorista de Bin Laden se había reconstruido en bastiones tribales de Pakistán. Las alianzas de Estados Unidos estaban desgastadas. Persistían las disputas con Irán, Corea del Norte, Rusia y otros adversarios potenciales. Y las economías estadounidense y mundial se encontraban en graves dificultades, a consecuencia, dijeron muchos expertos, de las políticas republicanas.
Un mes antes de dejar el cargo, Cheney adoptó un tono sin remordimientos en las entrevistas de salida, al defender el uso de amplios poderes ejecutivos en la guerra, en el tratamiento de los sospechosos de terrorismo y en las escuchas telefónicas nacionales, e insistió en que los historiadores acabarían por ver con buenos ojos los esfuerzos del gobierno por mantener la seguridad de la nación.
El 20 de enero de 2009, Cheney, quien se había lesionado la espalda moviendo cajas y asistió a la toma de posesión en el Capitolio en silla de ruedas, fue sucedido por el senador Joe Biden, por Delaware. Ambos se habían estado lanzando pullas verbales durante meses. Biden había llamado a Cheney "probablemente el vicepresidente más peligroso que hemos tenido en la historia de Estados Unidos" y prometió "restablecer el equilibrio" en la vicepresidencia. Cheney contraatacó: "Si quiere menoscabar la importancia del cargo de vicepresidente, es obviamente decisión suya".
Cuando Obama asumió el poder, Cheney rompió con una práctica arraigada de pasar desapercibido tras dejar el cargo. Sostuvo que el nuevo presidente ponía en peligro al país al planear el cierre del campo de detención de Guantánamo, en Cuba, suspender los juicios militares a sospechosos de terrorismo y prohibir técnicas de interrogatorio como el ahogamiento simulado.
En un bombardeo de apariciones televisivas y discursos, Cheney pronto se convirtió en el principal crítico republicano del nuevo gobierno. Nadie imaginaba que volvería a presentarse a un cargo electo, pero con su tenacidad y su conocimiento del gobierno y la política desde dentro, parecía estar montando algo más que una defensa de retaguardia de las políticas de Bush; más bien, el objetivo, al parecer, era influir en el debate continuo sobre la seguridad nacional, así como en su propio legado. Para entonces, se había unido a un desfile de colaboradores de Bush que trabajaban en escribir memorias.
Su libro In My Time: a Personal and Political Memoir (2011, con Liz Cheney) expresaba pocos remordimientos por las decisiones más controvertidas del gobierno de Bush. Aunque defendía sus acciones, el libro eludía muchas cuestiones importantes al discutir los debates que se habían suscitado sobre sus políticas, dijeron algunos críticos.
En 2014, cinco años después de abandonar la Casa Blanca, el dominio de Cheney sobre la atención pública parecía no haber disminuido. Lejos de desvanecerse en el fondo de la historia, se introdujo en los debates nacionales con una avalancha de más emisiones y comentarios publicados en los que atacaba las respuestas de Obama a los militantes islámicos en Irak y Siria. También acudió al Capitolio para instar a los republicanos a rechazar un creciente aislacionismo en su partido y abrazar políticas militares y exteriores fuertes.
Y cuando el Comité de Inteligencia del Senado acusó a la CIA de torturar a sospechosos de terrorismo durante los años de Bush, Cheney se levantó para defender a la agencia, y argumentó que sus interrogatorios habían sido legalmente autorizados y "absoluta y totalmente justificados". Rechazó rotundamente las acusaciones de que la CIA había engañado a la Casa Blanca sobre sus métodos o inflado el valor de la información obtenida de los prisioneros.
Tensiones en la Casa Blanca
Varios años antes de que Bush y Cheney salieran de sus cargos, las pruebas de que no había armas de destrucción masiva en Irak eran abrumadoras, e incluso Cheney dejó de afirmarlo. Pero el debate sobre la justificación del gobierno para emprender la guerra nunca desapareció, y la atención se centró en la oficina del vicepresidente en otoño de 2005, cuando el jefe de gabinete de Cheney, I. Lewis Libby Jr., fue imputado por cargos de perjurio y obstrucción a la justicia.
Los cargos fueron presentados por un fiscal especial que investigaba la revelación ilegal de la identidad de una agente encubierta de la CIA, Valerie Plame Wilson, cuyo esposo, Joseph C. Wilson IV, exdiplomático, había ido a Níger para investigar un reporte según el cual Irak había comprado allí uranio apto para armas en 1999. Wilson no encontró pruebas que respaldaran esa afirmación y había escrito un artículo de opinión para The New York Times en el que socavaba la justificación del gobierno para invadir Irak.
La importancia del caso no radicaba en que se hubiera dado a conocer la identidad de una agente, sino en lo que parecía haber detrás: un plan orquestado por la Casa Blanca para desacreditar a Wilson tras la publicación de su artículo, al presentar su viaje como un despilfarro que había sido organizado por su esposa.
Libby, quien renunció, no fue acusado de filtrar el nombre de Wilson, sino de mentir a un gran jurado y a los agentes federales cuando les dijo que había conocido su identidad a través de un periodista. El acta de imputación decía que en realidad se había enterado por funcionarios del gobierno. Mencionaba a Cheney en tres momentos y, aunque no lo acusaba de algún delito, insinuaba firmemente que había estado detrás de la campaña para desacreditar a Wilson.
En el juicio de Libby a principios de 2007, sus abogados sostuvieron que no había mentido, sino que solo se había expresado mal. Ni Libby ni Cheney declararon. Pero los testigos de la fiscalía juraron que Libby había conocido la identidad de Wilson a través de funcionarios, y fue declarado culpable, convirtiéndose en el funcionario de mayor rango de la Casa Blanca condenado por un delito grave desde los escándalos Irán-Contra de la década de 1980.
Libby fue condenado a 30 meses de prisión, una multa de 250.000 dólares y dos años de libertad condicional. Bush conmutó la pena de prisión, pero no concedió el indulto y mantuvo la multa y la libertad condicional. El presidente presentó la conmutación como una solución de medio camino, pero su acción reavivó las pasiones en torno al caso. Los críticos la calificaron de subversión de la justicia para impedir que Libby revelara los planes de guerra de la Casa Blanca. Los partidarios de Libby dijeron que su dimisión y humillación habían sido castigo suficiente.
El caso tuvo un efecto corrosivo en la estatura política de Cheney, al crear una ruptura entre el presidente y el vicepresidente, que ambos reconocieron después de dejar el cargo, aunque la Casa Blanca lo negó inicialmente, diciendo que Cheney aún era el asesor más cercano a Bush. Pero incluso entonces, algunos ayudantes republicanos reconocieron que el presidente se había enfadado, y que Cheney se había convertido en un mentor menos avuncular para él.
En sus memorias, Bush dijo que Cheney había arremetido contra él en los últimos días de su mandato por su negativa a conceder a Libby el indulto presidencial. "No puedo creer que vayas a dejar a un soldado en el campo de batalla", le dijo acaloradamente Cheney, según Bush. El expresidente escribió: "El comentario me dolió. En ocho años, nunca había visto a Dick así, ni siquiera de forma remotamente parecida".
En 2018, el presidente Trump concedió el indulto total a Libby. "No conozco a Libby", dijo Trump, "pero durante años he oído que se le ha tratado injustamente". La medida supuso un dramático epílogo para un caso que en su día conmovió a Washington y llegó a encarnar las divisiones sobre la guerra de Irak.
Cheney emitió un comunicado en el que agradecía públicamente a Trump por el indulto, pero fue un inusual gesto de buena voluntad en una relación por lo demás rocosa con el presidente. Meses después del indulto, Cheney, de visita en México, dijo que Trump se había "equivocado" durante su campaña presidencial al afirmar que los migrantes mexicanos "traen drogas, traen delincuencia, son violadores".
En otra bofetada al candidato Trump, Cheney se pronunció en contra de su propuesta de prohibir a los musulmanes la entrada en Estados Unidos. "Creo que toda esta idea de que, de alguna manera, podemos decir simplemente no más musulmanes, prohibir toda una religión, va en contra de todo lo que defendemos y creemos", dijo Cheney.
Y en 2019, Cheney, en un intercambio extraoficial con el vicepresidente Mike Pence en un foro del American Enterprise Institute, se quejó del uso que Trump hacía de la diplomacia de Twitter, que a menudo se realizaba sin consultar a los asesores o a la comunidad de inteligencia. Cheney advirtió que Estados Unidos "entraba en una situación en la que nuestros amigos y aliados de todo el mundo, de los que dependemos, van a perder la confianza en nosotros".
Donald Trump Jr., cercano asesor de su padre, contraatacó. "¿No es oportuno", dijo, "que Cheney sea el que se enfade porque Trump ponga fin a sus guerras temerarias e interminables? No sabía que la paz pudiera ser tan impopular".
En el primer mandato de Bush y Cheney, sus días solían empezar juntos en el Despacho Oval con un repaso de la agenda. Cheney estaba allí cuando Bush despachaba con los funcionarios del gabinete, recibía instrucciones políticas y se reunía con líderes extranjeros. Pero en el segundo mandato, Cheney perdió cada vez más influencia en favor de Condoleezza Rice, la secretaria de Estado, y Stephen J. Hadley, el asesor de seguridad nacional.
Cheney había perdido aliados. Rumsfeld y Libby ya no estaban, y otros habían renunciado: Paul Wolfowitz, secretario adjunto de Defensa, y Douglas Feith, subsecretario de Defensa. Cheney era prácticamente el último del círculo íntimo.
Bush también dependía cada vez menos de él. En el Capitolio, donde se había salido fácilmente con la suya en el primer mandato, Cheney se enfrentaba a relaciones tensas, incluso con los viejos aliados. En retrospectiva, dijeron los asesores de la Casa Blanca, el poder del vicepresidente pareció alcanzar su cumbre entre 2003 y 2004.
Pero en su segundo mandato siguió siendo el hombre clave en materia de seguridad nacional. Defendió el trato que se daba a los prisioneros de Guantánamo, y desestimó los reportes de que los detenidos, retenidos durante años sin cargos ni juicio, habían sido torturados o maltratados. Dijo que estaban bien alimentados, que eran bien tratados y que "vivían en el trópico", y añadió: "Tienen todo lo que pueden desear".
Después de que el Times reveló en diciembre de 2005 que Bush había autorizado durante años a la Agencia de Seguridad Nacional a espiar sin orden judicial a estadounidenses y otras personas en Estados Unidos, el Departamento de Justicia investigó lo que calificó de filtración de información clasificada. Cheney dijo que el Times había puesto en peligro la seguridad nacional.
En el Congreso, Cheney defendió el espionaje nacional frente a las acusaciones de que podría ser inconstitucional y violar la Ley de Vigilancia de la Inteligencia Extranjera de 1978, que rige la recopilación de información de inteligencia dentro de Estados Unidos. No solo era legal, sino que además había funcionado, afirmó Cheney, y señaló que no se habían producido atentados terroristas en Estados Unidos desde 2001.
A pesar de las objeciones de Cheney, el Senado aprobó una propuesta de McCain, que fue prisionero de guerra en Vietnam, para prohibir el trato "cruel, inhumano y degradante" de los detenidos. La indignación por Abu Ghraib, la prisión iraquí donde se había fotografiado a prisioneros desnudos amontonados en pirámides humanas y atemorizados ante perros, y los informes de otros abusos habían provocado una presión bipartidista a favor de la prohibición.
En junio de 2006, la Corte Suprema de Estados Unidos propinó otro revés al gobierno, al dictaminar que había violado las Convenciones de Ginebra y la legislación estadounidense al crear comisiones militares para juzgar a sospechosos de terrorismo en Guantánamo sin un proceso judicial. El máximo tribunal dijo que el Congreso no había autorizado tales cortes. Los críticos de la campaña de Bush y Cheney para ampliar los poderes presidenciales aplaudieron el veredicto.
Pero al cabo de unos meses, el Congreso, aún controlado por los republicanos, otorgó al gobierno una nueva victoria, al aprobar una ley diseñada por Cheney que autorizaba las comisiones militares, renovaba el poder de Bush para designar a los detenidos "combatientes enemigos ilegales" y permitía al gobierno encarcelarlos, interrogarlos y procesarlos sin revisión judicial indefinidamente.
Artífice de la política exterior
Cheney fue sincero acerca de sus esfuerzos por reforzar los poderes de la presidencia, que dijo habían sido indebidamente erosionados por el Congreso en los años posteriores a la guerra de Vietnam y al escándalo Watergate que expulsó a Richard Nixon de la Casa Blanca. La era del terrorismo justificaba poderes ejecutivos amplios, dijo a los periodistas a bordo del Air Force Two en un viaje a la zona de guerra de Irak en 2005.
"Creo en una autoridad ejecutiva fuerte y sólida, y creo que el mundo en que vivimos así lo exige", dijo Cheney. "Creo que, especialmente en la época en que vivimos, por la naturaleza de las amenazas a las que nos enfrentamos, el presidente de Estados Unidos necesita tener sus poderes constitucionales intactos, por así decirlo, en lo que se refiere a la conducción de la seguridad nacional".
La decisión de Bush de invadir Irak fue paradigma de la influencia de Cheney en política exterior, ya que su postura agresiva prevaleció sobre la prolongada cautela del primer secretario de Estado de Bush, Colin Powell. En la primavera de 2002, un año antes de la guerra, Cheney viajó al Reino Unido y a Medio Oriente para conseguir aliados. No consiguió el apoyo árabe, pero el Reino Unido se convirtió en el colaborador más cercano de Estados Unidos.
Y fue Cheney, en un discurso pronunciado ante la Convención Nacional de Veteranos de Guerras Extranjeras en Nashville el 26 de agosto de 2002, quien enunció la justificación de la guerra. Mencionó fuentes de inteligencia anónimas y dijo que Irak ya tenía armas biológicas y químicas y que "bastante pronto" dispondría de armas nucleares.
"En pocas palabras, no hay duda de que Sadam Husein tiene ahora armas de destrucción masiva", dijo Cheney. "No hay duda de que las está acumulando para utilizarlas contra nuestros amigos, contra nuestros aliados y contra nosotros".
Funcionarios de la Casa Blanca dijeron que Cheney se había hecho eco de las opiniones de Bush. La conversación alarmó a los aliados de Estados Unidos, pero sentó las bases para la invasión siete meses después.
En las memorias de Bush, Cheney fue retratado como una fuerza implacable a favor de la intervención militar en Irak. Bush escribió que su vicepresidente "se había adelantado a mi postura" en el discurso de Nashville, cuando simplemente descartó la posibilidad de realizar nuevas inspecciones de armas.
Cheney, que viajó a más de 30 países para promover las políticas del gobierno, también adoptó posturas duras contra Irán y Corea del Norte, países cuyas ambiciones nucleares llevaron a Bush al principio de su presidencia a calificarlos, junto con Irak, como el "Eje del mal". Pero en su último año de mandato, Bush hizo concesiones a Irán y Corea del Norte, al ponerse del lado de Rice, no de Cheney, resolviendo así las luchas internas del gobierno, pero no respecto a los peligros nucleares.
En 2006, Corea del Norte probó un arma nuclear, pero en 2007 accedió a desactivar sus instalaciones atómicas a cambio de 400 millones de dólares en fuelóleo y ayuda de Corea del Sur, China y Estados Unidos. Rice perfeccionó el acuerdo, soslayando a Cheney, quien, tras años de rechazar a Pionyang, dijo que equivalía a recompensar a un malhechor.
Corea del Norte empezó a desmantelar su reactor, pero en medio de desacuerdos sobre las inspecciones, la negociación parecía a punto de fracasar hasta que Bush, a finales de 2008, retiró a Pionyang de una lista de Estados de patrocinadores del terrorismo a cambio de inspecciones "basadas en el consentimiento mutuo" para verificar el cierre nuclear. Los críticos expresaron sus dudas de que el acuerdo funcionara, y no funcionó. Corea del Norte continuó siendo un peligro nuclear.
Irán dijo que su programa de enriquecimiento de uranio tenía fines pacíficos. Una Estimación Nacional de Inteligencia de 2007 dijo que Teherán había detenido su programa de armas nucleares en 2003, pero que había seguido enriqueciendo uranio. Las sanciones internacionales y las advertencias de una acción militar reflejaban el escepticismo generalizado en torno a las intenciones de Irán. El gobierno de Bush accedió finalmente a entablar conversaciones, pero no se produjeron avances, y Corea del Norte siguió desarrollando armas nucleares con éxito.
[Este obituario está en proceso de traducción y se actualizará más tarde. Puedes leerlo en inglés aquí ]
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