
Estás solo aquí: tu pequeña habitación, tu cama angosta, una única ventana y decoración más austera en la pared. Mira hacia arriba: el ángel ha descendido. Es más delgado de lo que imaginas, vestido con una túnica escarlata ceñida que se funde con sus alas alargadas. Más delgada aún es la mujer de rostro redondo que se arrodilla ante él, sobre un modesto banquito. En una habitación tan desnuda como la tuya, tan vacía de lujos, recibe la noticia de que dará a luz al Hijo de Dios con la más serena y apacible presencia.
Mira hacia arriba. Mira y contempla. Mira hacia arriba y luego mira hacia dentro.
Corre el año 1450, o por ahí. Fuera de este dormitorio, en los palacios y casas de comercio de Florencia, se desarrolla una revolución económica e intelectual. La ciudad se enriquece ahora que los banqueros mercantes han ideado nuevos sistemas de créditos y débitos. Y se engrandece, también, con arquitectos que redescubren las proporciones clásicas. Pero aquí dentro, noche tras noche, en estas celdas desprovistas de todo adorno, los frailes dominicos del Convento de San Marcos contemplan una sola imagen: un Sermón de la Montaña detenido en el tiempo, una Agonía en el Huerto recortada, o la más pura y dulce de las Anunciaciones. Todas fueron pintadas por uno de sus hermanos: un artista que habita una nueva era, pero con la mirada puesta en lo que está por venir.
Trascendente, arrebatador, de otro mundo: con frecuencia, casi sin darnos cuenta, cargamos a la cultura secular con los quehaceres de lo divino. Fra Angelico , la trascendental e indescriptiblemente bella exposición en dos partes que se presenta en Florencia hasta el 25 de enero, es un recordatorio de todo lo que esas palabras aún pueden significar.
Gestada durante años, y no exenta de dificultades, la exposición reúne más de 140 escenas religiosas de un artista que trajo la pintura devocional al aquí y ahora. Este "verdadero siervo de Dios", según reza el epitafio de su tumba, fue también "la gloria, el espejo y el ornamento de los pintores", y nos mostró, con una agudeza que aún atraviesa el corazón, cómo una imagen perfecta puede contener la vida, la muerte y la vida eterna.
¿Un acontecimiento? Reunir tantos Fra Angelico es casi un milagro. Entre las obras maestras figuran siete grandes retablos cuyos paneles fueron dispersados a lo largo del tiempo, sobre todo tras la incautación del arte religioso en Italia ordenada por Napoleón. Volver a ensamblarlos aquí es una oportunidad única, aunque eso no significa que esta exposición sea un éxito de taquilla en el sentido tradicional. El curador estadounidense Carl Brandon Strehlke, veterano del Museo de Arte de Filadelfia y organizador de la muestra, ha adoptado un enfoque casi arqueológico de Angelico. Las galerías, y un catálogo gigante, están cargadas de detalles técnicos. No hay un relato lineal, la biografía es mínima, y el carácter estrictamente religioso deja poco espacio para guiños culturales o referencias contemporáneas.
Si me permites hacer de Tomás el incrédulo por un momento, no estoy seguro de que Fra Angelico atraiga a tantas multitudes como las que acudieron a Ámsterdam para la superproducción de Vermeer en el Rijksmuseum, o a Roma para la de Caravaggio de este año. Y aquí, sin embargo, entre la espesura de los detalles técnicos, están las salas donde se producen las revelaciones, ricas en rosa y azafrán, densas en túnicas y alas.
La muestra se despliega en dos sedes de Florencia. La mayor parte se encuentra en el Palacio Strozzi, un imponente palacio en el centro de la ciudad, cuyas galerías trazan la cuidadosa construcción que Angelico hacía de la pintura religiosa con múltiples figuras. Los cuerpos de los santos, o el rostro de la Virgen, emergen de superficies planas con el peso de la escultura clásica. Un naturalismo cristalino da vida a las colinas de Tierra Santa, que de pronto se parece mucho al paisaje del centro de Italia. En el Palacio Strozzi notarás sobre todo el contraste entre los paneles centrales de los retablos --serenos, casi suspendidos en el tiempo-- y las escenas más dinámicas que se despliegan en las predelas inferiores: santos que se abrazan, o arden en la hoguera.
La segunda parte, más íntima, se encuentra en el Convento de San Marcos, donde se exhiben los trabajos de Angelico en iluminación de manuscritos y se presenta a sus predecesores y contemporáneos. El joven Angelico, lejos de estar recluido, absorbió las nuevas técnicas que revolucionaban el arte florentino de principios del siglo XIV, como Filippo Brunelleschi, que comenzaba a descifrar la perspectiva lineal frente al baptisterio, y Masaccio, cuyos Adán y Eva, robustos y dolientes, irrumpieron con fuerza humana en los muros de la Capilla Brancacci. Todo culmina en las austeras celdas del piso superior de San Marcos, cuyos frescos --reducidos a lo esencial-- de la muerte y transfiguración de Cristo aún se contemplan a la tenue luz de una única ventana. Son imágenes pensadas para estimular el estudio, la oración y el silencio.
En italiano, el "fraile angélico" se conoce hoy como Beato Angelico: angélico y beato, oficialmente, desde 1982, cuando el papa Juan Pablo II lo puso en el primer escalón hacia la canonización. Pero su nombre de bautismo fue Guido di Pietro, nacido en algún momento a finales del siglo XIII en un valle al norte de Florencia. Se formó --o al menos eso sugieren sus primeras obras-- en el taller de Lorenzo Monaco, otro fraile-pintor y tal vez la última gran figura del Gótico Internacional. El joven Guido adoptó el refinamiento y la claridad de los rigurosos frescos de Lorenzo, y al igual que su maestro ingresó en la vida religiosa. Memorizó 150 salmos. Se despertaba en la cuarta vigilia de la noche para rezar la liturgia.
Esa religiosidad ha llevado a muchos admiradores modernos a encasillar los logros pictóricos de Angelico dentro de una sensibilidad gótica. Ya en el siglo XVI, se había arraigado con fuerza la imagen del fraile como un creyente ajeno a la historia del arte. En parte, se debe a la solemnidad de sus composiciones: dolientes de una tristeza celestial, aureolas como círculos perfectos. Para muchos visitantes de Florencia a lo largo de los últimos siete siglos, sus pinturas eran demasiado bellas y serenas para pertenecer a este mundo caído. John Ruskin, el exaltado crítico victoriano, llegó a afirmar que Fra Angelico no era un pintor en absoluto: "no un artista, propiamente dicho, sino un santo inspirado".
Esa canonización --el fraile como recluso, y la novedad como algo incompatible con la eternidad-- es la salida fácil. Lo que esta doble exposición de Florencia busca es restituir a Fra Angelico como un artista de su tiempo, activo en el punto de inflexión de la historia europea, en la Florencia efervescente del siglo XV, impulsada por el auge de los Médici.
En el Retablo de San Marcos (1438-42) --una de esas obras cruciales en las que la visión renacentista del mundo comienza a tomar forma--, la Virgen con el Niño están entronizados tras un espléndido cortinaje dorado. Pero los ángeles y santos que la flanquean ya no nos miran fijamente, no como lo habrían hecho unos años antes, cuando los predecesores de Angelico disponían a sus figuras con una rigidez hierática. Ahora conversan, rezan, deambulan, miran a un lado y a otro. Están de pie en múltiples planos, más cerca y más lejos de nosotros, o al menos es lo que nos hace creer la perspectiva, entonces revolucionaria.
A este tipo de escena se le llama sacra conversazione, o conversación sagrada, y en la Florencia de principios del Renacimiento era el equivalente pictórico de un cambio de régimen. Antes de Angelico, lo sagrado se representaba a través de la severidad. Ahora, en lugar de la perfección estilizada, lo sagrado se vuelve algo natural. Algo emocional. La expresión de la mente y el corazón humanos. Y en la predela --ese conjunto de escenas más pequeñas bajo la imagen principal, aquí espectacularmente reunidas desde lugares tan lejanos como Múnich y Mineápolis-- la quietud de la Virgen da paso a una intensidad casi teatral: piedras que vuelan por el aire en una crucifixión, santos empujados al mar.
Una de las sorpresas de la exposición del Palacio Strozzi es que las composiciones más vanguardistas de Angelico --en las que aplica la perspectiva de punto de fuga con una destreza inigualable-- conviven con modos de representación más tradicionales, por no decir góticos. Aún después de conferir a la Virgen con el Niño una tridimensionalidad vibrante, podía retratarlos también al estilo antiguo: figuras planas sobre fondos dorados, como íconos medievales. La Galería Uffizi ha prestado su retablo de la Coronación de la Virgen, de hacia 1435, y de cerca se aprecian cientos de pequeñas incisiones en el dorado, con las que Angelico sugiere el resplandor divino de la coronación de María. (A veces el dinero nuevo prefiere la vieja escuela).
Y sin embargo, de esos mismos años, encontramos un retablo completamente distinto --y conmovedor-- que representa la Anunciación con un naturalismo tan límpido que parece irradiar la devoción personal del artista. Procede de una pequeña iglesia de un pueblo llamado San Giovanni Valdarno, y la escena abarca dos paneles, uno para el arcángel Gabriel, que toca tierra, y otro para la Virgen de rostro suave. María está sentada bajo un pórtico de arcos redondos y sencillos, arcos que reflejan a la perfección la forma curva de los propios paneles que pintó Angelico. Juntos, imagen y marco parecen construir una habitación real: una habitación en Nazaret, una habitación en Florencia, a la que podemos asomarnos y ver el cumplimiento de una profecía, aquí y ahora.
Lo que hace angelical a Angelico --lo que lleva a pintores a imaginar el paraíso y los aficionados a cruzar océanos-- es su capacidad para alinear una fe absoluta con la percepción íntima: creer con todo el corazón, y luego hacerlo visible. Esa convicción, tan visible en esta exposición, perdura para siempre en el Convento de San Marcos, construido para los dominicos a partir de 1437 con el apoyo de Cosme de Médici. Durante seis años, junto con su trabajo en el Retablo de San Marcos, Angelico se dedicó a los maravillosos frescos, en una estrecha gama de colores salmón y lavanda y azules pavo real, que decorarían las celdas de los frailes y novicios del convento.
En el pasillo del dormitorio hay una Anunciación reducida a lo esencial, que traduce la perspectiva renacentista en una geometría santa. En las celdas de los novicios, el pintor --junto a algunos ayudantes, se presume-- repitió a Santo Domingo al pie de la cruz. Y en las celdas principales, una por una, vemos el bautismo de Cristo, su flagelación, su transfiguración. Lo vemos, ya resucitado, en un campo de flores, advirtiendo a su madre, que no me toque. No era costumbre, antes de Angelico, decorar dormitorios con escenas de semejante importancia, y estos frescos espectaculares debieron de resultar chocantes para una orden tan humilde y severa. Pero fue una conmoción solo para ellos: invisibles para el mundo exterior hasta el siglo XIX, cada fresco es una llamada a la atención, al compromiso total con la fe y el arte.
¿Sabes lo que le falta a Fra Angelico? El mal. Lo único que hay es la sublime promesa de que las cosas mejorarán, entre este día y la eternidad, y las obras humanas harán que así sea. En años pasados, eso nunca me pareció suficiente, y cuando venía a Florencia me saltaba San Marcos, demasiado seducido por el drama y la decadencia de los últimos siglos de Florencia, los cuerpos retorcidos, el sexo y la guerra. No hace falta explicar por qué, pero este año percibí en el mundo mejor de Angelico una nueva utilidad, hecha visible en formas y gestos que afirman que ninguna caída es definitiva. Tal es la promesa de un arte hecho con todo el ser --con el cuerpo y el alma--, colmado de sentimiento, lleno de gracia
Fra Angelico Hasta el 25 de enero en el Palacio Strozzi y el Museo de San Marco de Florencia, Italia; palazzostrozzi.org.
Jason Farago , crítico especial del Times, escribe sobre arte y cultura en EE. UU. y el extranjero
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