Ensayo general para una boda a la que nunca asistiré

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CUANDO LE DIJE A MI HIJA DE 15 AÑOS QUE ME IBA A MORIR, ME PIDIÓ QUE LA LLEVARA A COMPRAR SU VESTIDO DE NOVIA ANTES DE IRME.

Cuando mi hija adolescente se inscribió en un curso de interpretación en el Teatro Nacional de Gran Bretaña durante sus vacaciones escolares recientes, le pregunté a mi oncólogo si podía ir con ella. "Es solo una semana", le dije. "Prometo que volveré. No querría perderme de más quimios".

"Ve", me dijo. "Diviértete con tu hija". Mientras puedas, casi la oí pensar.

Me preguntaba cómo sobreviviría al viaje desde nuestro hogar en el sur de Francia hasta Londres. Mis glóbulos rojos habían alcanzado un mínimo récord, por lo que necesitaba infusiones e inyecciones de hierro para obligar a mi cuerpo a crear hemoglobina. Siempre estaba agotada. Pero me obligué a seguir adelante con el plan. Esto era importante.

El teatro es una pasión que ha unido a nuestra pequeña familia. Trabajé como actriz durante años. Mi marido, Tim, faltó al colegio de niño para asistir a las representaciones de la Royal Shakespeare Company. Y mi hija, Theadora, insistió en que viéramos "Noche de reyes" para festejar su cumpleaños número ocho. Está decidida a hacer carrera en el escenario.

Fue un viaje que quizá no pueda repetir. Tres años antes, el cáncer atravesó mi armadura de brócoli y ejercicio diario y atacó mis ovarios. No hay cura para mi tipo de cáncer de ovario, solo tratamientos, algo que Tim, Theadora y yo hemos tardado en aceptar. Otras personas podrían morir de cáncer, ¿pero yo? No había comido ningún cereal refinado desde 1984. Había corrido un maratón y aprendido a pararme de manos. ¿Todo eso había sido en vano?

Nos mantuvimos optimistas durante el primer año de quimioterapia y la ooforectomía, durante mi primera recaída tras la brevísima remisión, hasta mi segunda recaída este año.

"Tienes que decirle a tu hija que el tiempo es oro", me dijo mi oncólogo francés.

Theo tiene 15 años. Ha crecido en Yemen, Jordania, Inglaterra, Bolivia, Uzbekistán y Francia. Lo más constante en su vida he sido yo. Como escribo desde casa, puedo pasar más tiempo con ella. Su padre también ha sido una presencia constante, pero el trabajo de Tim como diplomático británico lo ha mantenido muy ocupado.

Durante la pandemia de COVID, nos forzaron a Theadora y a mí a evacuar de Tashkent, Uzbekistán, y estuvimos separadas de Tim durante un año. Las evacuaciones y separaciones son un efecto secundario habitual de la vida diplomática.

Mi diagnóstico cambió nuestras vidas. Durante los primeros 18 meses de tratamiento en Londres, estuve sola. Theo iba a la escuela en Tashkent, donde habían asignado a Tim. No podíamos permitirnos que él renunciara. Unos amigos me alojaron y otros vinieron a cuidarme. Mi familia me llamaba todas las noches a la hora de la cena.

Cuando Tim se jubiló, hace dos años, nos mudamos a Francia, a la única casa que hemos tenido. Queríamos vivir en nuestro propio espacio, deshacer por fin las maletas.

El año pasado, Theo empezó el "lycée" (la preparatoria). Va a la escuela de lunes a viernes y vuelve a casa los fines de semana. Eso se acostumbra en la Francia rural, donde muchos niños viven demasiado lejos de su liceo para desplazarse. Theo esperaba con impaciencia su nueva independencia, el programa de teatro que ofrece su escuela. Aunque lo único que yo quería era tenerla a mi lado, sabía que esos años debían servirle para adquirir madurez.

Para entonces, yo ya llevaba cinco meses de quimioterapia semanal y me alegraba que Theo no tuviera que verme en mis peores días. Los fines de semana escalábamos la montaña que hay detrás de nuestro pueblo, practicábamos ejercicios de actuación y pasábamos tiempo de estudio en mi oficina.

Cuando mi oncólogo me dio permiso para ausentarme una semana de la quimioterapia e ir a Londres, me emocioné. ¡Una semana entera con Theo! ¡Sin hospitales!

Durante el primer tramo de nuestro viaje a Londres, ella y yo estuvimos absortas en un libro. No fue hasta que estuvimos en Lille, tomando un café entre trenes, cuando me preguntó por mi reciente cita oncológica. Primero me preguntó si podría llevarla a un campamento de teatro en Estados Unidos a principios de año, y tuve que decirle que no estaba segura de poder llevarla.

"No parece que vaya a haber una pausa en mis tratamientos", le dije. "Quizá nunca la haya".

Y entonces le dije que era posible que yo no siguiera viva. "No voy a perder la esperanza", agregué. "Haré todo lo que pueda para seguir viva hasta que alguien encuentre una cura. Pero no quiero mentirte sobre cómo están las cosas".

Ella lloró, yo lloré. Luego me disculpé por entristecerla, y ella respondió que no era culpa mía. En el Eurostar, siguió llorando. "Quiero que me veas crecer", dijo, "y enamorarme de alguien que me quiera...".

"Lo sé", le dije. "Yo también. Quiero vivir para verte feliz. Para verte encontrar el amor. Haré todo lo que pueda. Te lo prometo".

"¿Quién va a ir a comprar el vestido de novia conmigo?", preguntó. "Espera. ¿Podemos comprarlo en Londres? ¿Podemos fingir que me voy a casar? Así podemos vivir la experiencia juntas, ¿no?".

"No veo por qué no", dije. "Podría ser un buen ejercicio para poner en práctica nuestros talentos teatrales".

"¡Muy bien!", respondió ella. "Entonces, ¿cómo conocí a mi prometido y cómo me propuso matrimonio?".

Empezamos a elaborar su relato. Durante tres días le pusimos nombre a su prometido, elegimos dónde había crecido (Stonehouse, un pueblo de los Cotswolds), a qué se dedicaba (entrenador deportivo), cómo se conocieron (cuando daban de comer a unos cisnes en el Serpentine de Hyde Park) y dónde vivían en Londres (Dalston, arriba de un Kentucky Fried Chicken). También empezamos a planear su boda: cuántos invitados, qué tipo de ceremonia. Nos entregamos por completo a la historia.

Pasé días buscando boutiques nupciales antes de conseguir por fin una cita. Después de su clase, nos dirigimos al este y almorzamos en una cafetería frente a la boutique, donde concretamos los detalles de nuestro relato para tratar de evitar cualquier cosa demasiado imaginativa que pudiera parecer poco creíble.

Estábamos nerviosas. Discutimos en una tienda de caridad cercana y nos reconciliamos justo a tiempo para llegar a nuestra cita. Nos parecemos demasiado: tercas, testarudas, rígidas en nuestras rutinas. Le di mi anillo de compromiso para que se lo pusiera en el dedo.

Una mujer llamada Jess nos recibió con calidez en la boutique. Me temía el griterío de felicitaciones efusivas y preguntas intrusivas, pero no hubo nada de eso. Jess nos orientó y nos dejó echar un vistazo a los estantes por nuestra cuenta.

"Pueden tocarlos", nos dijo.

Mientras deslizábamos ganchos por los percheros, Theo me miró. "Mamá", dijo. "Te sangra la nariz".

Di un paso atrás mientras Jess, con cara de ansiedad, me tendía un pañuelo. "Creo que mejor no los voy a tocar", dije.

Theo eligió seis vestidos, una mezcla de satén clásico y encaje extravagante, y Jess los llevó al probador. Otra mujer nos trajo jugo de granada y cócteles de flor de saúco sin alcohol. Brindamos por Theo y su prometido.

Jess desapareció en el probador para abrocharle a Theo su primer vestido. Dentro ya había unos tacones de satén azul de la talla de Theo. Cuando salió, se me llenaron los ojos de lágrimas. Estaba radiante, una visión de belleza juvenil. Cuando vio su reflejo, sus ojos se pusieron llorosos.

"Espera a que te pongas el velo", dijo Jess. "Es cuando se ve realmente real".

Sujetó uno en la parte posterior del pelo de Theo, y allí estaba mi hija como una novia, tal y como se vería el día de su boda. No puedo perdérmelo, pensé.

Theo se veía preciosa con todos los vestidos --todas las tallas de muestra le quedaban perfectas--, pero nos quedamos encantadas con el primero, que costaba 2767 libras esterlinas. Tomé decenas de fotos, pero ninguna capturó lo que tenía ante mí, este sueño del futuro. A Theo le gustó tanto el vestido que fantaseé con comprárselo, a pesar de la imposibilidad económica. Al fin y al cabo, ya dejó de crecer. Lo más probable es que le siga quedando bien dentro de 15 años.

Nuestros nervios por el teatro que estábamos montando eran injustificados. Jess solo preguntó cuándo se había comprometido Theo, si fue sorpresa y dónde podrían celebrar la ceremonia. Yo quería que preguntara más; nos habíamos inventado toda una realidad alterna. Nos comportábamos con naturalidad en nuestros papeles. No tuve que fingir emoción. Casi todo lo que decíamos era verdad. Hice que Jess anotara el modelo del vestido y el nombre del diseñador.

No esperaba que realmente quisiéramos el vestido. Era un ensayo general, por así decirlo. Sin embargo, se sintió todo muy real y festivo.

Cuando salimos, esperamos a estar a una cuadra de distancia para chocar los cinco. "Lo logramos", le dije. "Sí nos salió bien".

En el autobús hacia el teatro, no podíamos dejar de hablar de su boda.

"Quiero enamorarme más que nunca", dijo Theo. "Y también quiero ese vestido.