
El Laboratorio Arte Alameda es un museo construido sobre contradicciones. Su misión es mostrar lo último en arte del siglo XXI, pero está alojado en una de las estructuras más antiguas de Ciudad de México, un convento cavernoso construido para los misioneros españoles en 1591. Los objetos tecnológicos expuestos --proyecciones digitales, videos multicanal, piezas inmersivas de luz y sonido-- apuntan hacia el futuro de la cultura mexicana más que hacia el pasado colonial que evoca su arquitectura barroca.
Algunos de los artistas más respetados de México han expuesto allí, estrellas como Tania Candiani y Rafael Lozano-Hemmer, y también lo han hecho artistas internacionales conocidos por integrar la tecnología en sus obras, como Marina Abramovic y Arthur Jafa.
Y, sin embargo, a pesar de lo llamativo y a veces famoso de su oferta, el museo no recibe la asistencia que los curadores dicen que merece. El laboratorio ha tenido dificultades para atraer tanto a la población local como a los turistas, otra ironía si se tiene en cuenta que está situado frente a uno de los lugares turísticos más populares del país, el extenso parque urbano conocido como la Alameda Central, donde se encuentra el gran Palacio de Bellas Artes.
No cabe duda de que el arte de vanguardia puede ser desconcertante, pero también puede serlo la instalación del museo en el enorme convento, una pieza monumental de la historia arquitectónica de la ciudad, con una imponente cúpula coronada por un crucifijo altísimo que puede verse desde varias manzanas de distancia.
"Nuestro mayor reto es que no parece un museo, sino una iglesia", dijo el director, Xavier de la Riva, durante una visita reciente. "La gente que pasa siempre entra y pregunta: "¿Podemos ver la iglesia?".
De la Riva empezó a trabajar en enero y, en colaboración con la nueva curadora principal, Fabiola Talavera, idea formas de atraer más visitantes al recinto, uno de los 15 lugares de la ciudad gestionados por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. Pero crear una programación que se adapte a la estructura reutilizada ha sido una tarea abrumadora desde el año 2000, cuando, tras algunas otras encarnaciones, se convirtió en el laboratorio de arte.
Un reto: el lugar es enorme, diseñado para una época en la que los edificios sagrados debían evocar el poder y la majestuosidad de la Iglesia católica. Las plantas del espacio expositivo ocupan 1490 metros cuadrados, y los techos alcanzan los 19 metros. Esto significa que una sola sala de exposición puede tener la altura equivalente a un edificio de seis pisos. Cualquier obra expuesta tiene que ser "espectacular", en palabras de De la Riva, para llamar la atención.
Aunque internamente el edificio ha sido despojado de muchos elementos religiosos --no hay altar central ni bancos--, hay detalles con los que hay que lidiar, como puertas con arcos, columnas de hormigón y murales del tamaño de vallas publicitarias en paredes y techos.
Para los curadores que tienen el arte actual en mente, también existe el bagaje psicológico que conllevan más de cuatro siglos de historia, parte de ella estremecedora. Durante la Inquisición española, el Convento de San Diego, como se le conocía, era un lugar de Ciudad de México donde se quemaba vivos a los acusados de herejía por sus pecados. Esa función perduró hasta bien entrado el siglo XVIII.
Se han probado múltiples estrategias curatoriales, y muchas de ellas han sido éxitos artísticos, aunque no siempre hayan atraído a grandes multitudes. El museo ha expuesto a artistas mexicanos de renombre, como Helen Escobedo, fallecida en 2010, y a artistas noveles e innovadores, como el colectivo MUXX Project, que utiliza tecnología tridimensional para explorar la identidad de género. Y el laboratorio tiene una perspectiva global, con exposiciones recientes del artista sonoro francés Félix Blume, la artista de performance española Dora García y el creador de videos Dor Guez, quien nació en Jerusalén en el seno de una familia palestina de Lod y de inmigrantes judíos del norte de África.
Aun así, siempre ha existido una tensión entre la obra y el entorno. Los visitantes, al encontrarse con una mezcla de arquitectura impresionante y arte progresista, pueden sentirse confundidos por la yuxtaposición.
Para el nuevo equipo de curadores, la solución ha sido acoger el edificio y crear exposiciones que respeten tanto su turbulento pasado como su singular papel en el paisaje urbano en evolución de la ciudad.
"En realidad, no se puede ocultar toda la historia y las cosas simbólicas que ocurrieron aquí", dijo Talavera. "No podemos hacer eso".
Las tres exposiciones actuales, que continuarán hasta el 26 de octubre, apuntan a una dirección curatorial evolucionada, que se inclina más hacia el populismo, al tiempo que se adhiere firmemente a la idea de que la tecnología se une al arte.
El espacio principal de la galería presenta la instalación de Said Dokins "Inscripciones". Dokins, conocido grafitero de Ciudad de México, ha cubierto decenas de espacios exteriores con su característica caligrafía abstracta, expresada mediante marcas que se asemejan a letras alfabéticas.
De la Riva lo invitó a sacar su obra de la calle y meterla en el museo. Dokins aplicó su escritura directamente a las paredes interiores utilizando pintura visible bajo luz ultravioleta. Unos focos proyectados sobre las paredes iluminan toda la sala con un tono azul etéreo y palpitante. La obra --murales modernos para complementar los ya existentes-- es colosal, de 9 metros de alto y 61 de ancho.
Talavera organizó otra exposición en el museo, titulada "Ná' Reza [Mano rota]", de la artista oaxaqueñaAna Hernández.
Su obra cuestiona el concepto básico de tecnología, que suele referirse a inventos o avances recientes. En lugar de ello, hace hincapié en la tecnología antigua, centrándose en las vasijas de cerámica, hechas a mano con arcilla y utilizadas domésticamente como hornos durante generaciones en el Istmo de Tehuantepec, donde ella vive. Para una pieza, Hernández dispuso las ollas rojizas en una pirámide de cinco niveles que alcanzaba unos 3,6 metros de altura. Algunas vasijas están rellenas de maíz, otras están recubiertas de materiales locales como cera de abeja u oro.
Para un video titulado La promesa, Hernández se arrodilló dentro de una de las vasijas y se dejó cubrir por completo de maíz, grano a grano, que cae desde arriba. Casi se asfixia con él. La pieza habla del modo en que un material puede ser sostenible pero también amenazador si no se gestiona bien o se utiliza para explotar a las personas o al planeta.
La tercera exposición hace referencia a la propia transición del convento de una institución religiosa a un lugar laico donde se permite la expresión de diferentes voces y puntos de vista. "Gran Basamento", de Deborah Castillo, quien nació en Venezuela y ahora vive en México, se centra en un modelo a escala de la Pirámide de Cuicuilco, un yacimiento arqueológico situado en una zona de Ciudad de México llamada Tlalpan.
En conjunto con un curador invitado, Jesús Torrivilla, Castillo imaginó la pirámide como un nuevo nivel de civilización que se eleva sobre el existente, de forma similar a cómo los colonos españoles cubrieron importantes yacimientos indígenas con sus propias iglesias y monasterios.
La pirámide es esencialmente un escenario para representaciones de una ópera específica del lugar, escrita por el compositor Lanza, que reinterpreta un mural del convento pintado por el artista mexicano Federico Cantú que representa una escena de la Inquisición.
El escenario de la pirámide también se ha abierto al público para actos especiales, como una noche de micrófono abierto y lecturas de poesía.
Para los responsables del museo, estas actividades artesanales refuerzan sus propios planes de hacer que los habitantes locales y los turistas vean el edificio como algo más que una antigua iglesia. Quieren atenuar las contradicciones que han desconcertado a posibles visitantes y, al mismo tiempo, aprovechar 25 años de rigor curatorial.
Esa estrategia no consiste solo en producir más exposiciones que tengan sentido, sino también en ir al encuentro de la gente allí donde está. Los curadores invitaron recientemente a un sonidero, un tipo de DJ que toca en las fiestas callejeras de Ciudad de México, y acudieron cientos de personas.
El arte seguirá siendo vistoso, dijeron, pero habrá un poco más de contexto para los visitantes.
"No es que el arte espectacular esté mal. Es una buena forma de entrar en el arte", dijo de la Riva. "Pero también tenemos que hacer el museo más accesible".
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