Ignorada por mi propio esposo

Reportajes Especiales - Lifestyle

Guardar

CUANDO NUESTRO HOGAR, OTRORA BULLICIOSO, SE QUEDÓ EN SILENCIO, ANHELABA ESCUCHAR EL SONIDO DE MI APODO DE CARIÑO.

En el estado indio de Tamil Nadu, donde nací y crecí, me pusieron un nombre precioso: Chidambarakumari. Puede que sea demasiado largo y difícil de pronunciar para la mayoría de las personas que no hablan tamil, pero no por eso deja de ser bonito. En mi familia, cuando era niña, siempre me llamaban Ammai, que es mucho más corto y fácil de decir, además de ser un apodo común para las niñas, pues significa "madre" o "diosa".

Por lo general, las personas dejan de llamar a las niñas Ammai cuando aún son pequeñas, pero a mí se me quedó el nombre. No solo mis padres me decían así, sino toda la familia, incluidas mis tías y primos. Esa palabra significaba todo para mí, un símbolo de amor y apoyo incondicionales.

Varios apodos me siguieron durante la escuela y la universidad, demasiados como para recordarlos todos. Décadas después, me encontré con una antigua compañera de clase que no recordaba mi nombre completo y decía que solo podía pensar en mí como "la chica del nombre largo y raro".

No me quejé.

Un día de febrero de hace veinte años, cuando yo tenía 24, acepté conocer a un marido en potencia que era originario de mi ciudad y había estado viviendo y trabajando en Estados Unidos, pero ahora había vuelto a casa de visita. En los años anteriores, había conocido y rechazado a muchos hombres que se habían reunido conmigo y con mi familia, pero este hombre era diferente.

Quizá su franqueza al momento de invitarme a participar en la conversación lo hizo más interesante para mí. En el pasado, no se me había permitido hacer preguntas a los pretendientes durante nuestras reuniones; las personas mayores de las familias conversaban, y yo solo respondía cuando me hablaban directamente. Pero él me dio un espacio para hacerle preguntas durante nuestra reunión de 15 minutos. Incluso sonrió ante mi comentario impertinente sobre no saber cocinar y dijo: "Sé lo suficiente para los dos".

Así que acepté casarme con él y se concretó la unión. Cuatro meses después, a principios de junio, nos casamos en una ceremonia fastuosa, aunque profundamente personal, en la ciudad de Tirunelveli, nuestro lugar de nacimiento y donde nuestras familias tenían raíces.

Dos semanas después, empecé mi nueva vida en Nuevo Hampshire, a casi 14.500 kilómetros del único mundo que había conocido.

Para mi marido, mi nombre ahora era Chellamma, que significa "cariño" o "queridísima", y Ammai se desvaneció en el espejo retrovisor junto con la patria que había dejado atrás. Pero encontré consuelo y seguridad en el apodo de Chellamma.

"Chellamma", me decía mi esposo. "¿Dónde está el control remoto?".

"Chellamma, te preparé café".

"Chellamma, ya casi empieza 'Seinfeld', ven pronto".

Chellamma se convirtió en la banda sonora de nuestra vida y qué vida más maravillosa.

Unos años más tarde, llegó mi propia Ammai, nuestra hija mayor, y dos años después nuestro hijo, cuyo nombre de cariño era Kannappa. Cumplimos el sueño americano por excelencia cuando nos mudamos a nuestra propia casa con patio trasero en Nuevo Hampshire.

Siempre he creído que mi marido realmente se enamoró de mí cuando sostuvo a nuestro primer bebé en sus brazos. Por supuesto, mientras él estaba hipnotizado por su Ammai, mis padres entraron con una almohada extra para su Ammai, yo. Veintiocho años después, como madre primeriza, seguía siendo Ammai para mi familia.

Nuestras veladas siempre estaban marcadas por el rechinido de la puerta trasera al abrirse y la voz estruendosa de mi esposo anunciando su llegada: "¡Chellamma! ¡Ammai! ¡Kannappa! ¡Ya llegué!".

Había bailes de aspersores para invocar a Totoro de la película "Mi vecino Totoro", cuentos para dormir que nunca terminaban, noches de películas, viajes a Disney World y una melodía interminable de fondo de Chellamma.

La vida era hermosa. Hasta que dejó de serlo.

En 2017, cuando nuestra hija mayor tenía 9 años, se enfermó y tuvieron que llevarla a un hospital de Boston para que la revisaran especialistas del cerebro.

Con tan solo cruzar una mirada con mi esposo supe que estábamos en territorio desconocido. ¿Qué significaba todo esto? ¿Se recuperaría? Hacía días que no nos hablaba y mucho menos abría los ojos. Tras una semana en el Hospital General de Massachusetts, volvimos a casa para lo que yo creí erróneamente que sería un proceso de recuperación. En lugar de eso, nuestros días estuvieron marcados por los estados de ánimo de nuestra hija, que oscilaban de un extremo a otro sin previo aviso.

En nuestra pequeña comunidad sudasiática, los problemas de salud mental siguen siendo un tabú, por lo que no es fácil hablar de niñas con desregulación emocional mientras tomas chai. Mi marido, que vio cómo su dulce y divertida hija se transformó en una adolescente ansiosa y enfadada, se apartó de nosotros y se convirtió en una sombra de su antiguo yo, pero a mí me resultaba difícil prestarle atención a mi matrimonio, ya que cada momento de mi día lo dedicaba a cuidar de mi hija y mi hijo.

Llevé a mi hija a terapia para que mi esposo y yo pudiéramos adquirir herramientas para ayudarla. Pero más tarde me di cuenta de que esa decisión despertó un malestar silencioso en mi marido, que aún no estaba convencido de que la terapia fuera apropiada para los niños. El silencio que se asentó entre nosotros a partir de ese momento ensanchó una brecha que no sabíamos cómo salvar.

Es curioso cómo a dos personas pueden gustarles las mismas películas, los mismos programas de televisión, música y libros, y pueden compartir las mismas ideologías políticas y una misma cosmovisión, y aun así diferir en el aspecto más importante del matrimonio: cómo educar a los hijos.

Los niños y yo incluíamos a mi esposo en todas las actividades que podíamos, pero la mayoría de los días estábamos solo los tres. Quizá la puerta trasera rechinaba al abrirse como antes, pero no había ningún saludo estruendoso, ya que ahora él regresaba mucho después de nuestra hora de dormir. Y el mayor cambio de todos fue ya no oírle llamarme Chellamma.

Los nombres tienen poder, pero solo cuando se pronuncian. Yo podía medir la temperatura de cualquier relación a partir de cómo me llamaban. Cuando mi padre, Appa, utilizaba mi nombre completo en lugar de Ammai, sabía que no estaba contento con mi comportamiento. Incluso ahora, a mis 44 años, sigo siendo Ammai para mi Appa de 77 años. Ese nombre no encierra ningún juicio, solo amor bien entregado durante décadas.

Cuando Chellamma desapareció lentamente, no fue sustituida por nada, al menos no al principio. Así que mantuve la esperanza. Me dije a mí misma que Chellamma solo estaba escondida en las sombras y que, si hablaba menos y atendía a mi esposo lo suficiente, quizá volvería.

No lo hizo.

Tres años después, en el punto álgido de la pandemia, Chellamma seguía sin aparecer. Pero la decepción estaba en todas partes, declarando su presencia con golpes en las puertas y silencios susurrados. ¿Qué era mejor, los golpes en las puertas o el silencio? Nunca lo supe.

Al cabo de un tiempo, Chellamma se convirtió en un recuerdo lejano. Los golpes en las puertas fueron sustituidos por insultos más fuertes. Tras años sin oír el nombre Chellamma, empecé a preguntarme: ¿Acaso estos insultos eran los únicos nombres que me quedaban? ¿Acaso representaban en lo que me había convertido?

En la película tamil de hace décadas "Sindhu Bhairavi", el protagonista masculino nunca llama a su esposa por su nombre. La película es tan perturbadoramente sexista que no he querido volver a verla para confirmarlo, pero según recuerdo, el marido reprende una y otra vez a su mujer tachándola de imbécil o idiota por su falta de conocimientos musicales. ¿Qué pensaba ella? ¿Acaso recordaba una época en la que se llamara "Bhairavi" y no "idiota"? Yo ansiaba saber cómo ella enfrentaba tal supresión.

Sí, Chellamma fue solo una faceta de mi identidad con múltiples capas; sin embargo, para mí, su desaparición fue el aspecto más doloroso y brutal de nuestro deteriorado matrimonio. No hay palabras para explicar el dolor de ser invisible para el ser que amas, incluso cuando trabajas incansablemente para recomponer una vida rota.

Dos años después de nuestro divorcio, sigo sintiendo la cruda herida de los siete años que pasé en nuestra casa siendo ignorada por mi propio marido. Soy incapaz de explicarles a mis amigos por qué esto me sigue pesando tanto. La mayoría del tiempo, me alegra que no puedan comprender este dolor. Cada semana, en terapia, hablo de cómo llenar ese vacío con forma de Chellamma que hay en mi corazón.

Pero tras perder esa identidad, Ammai ha vuelto. Necesitaba ayuda para cuidar de mis hijos como madre trabajadora y mis padres intervinieron; vinieron de la India de visita durante meses y trajeron consigo a Ammai y todos mis otros apodos de la infancia y la juventud.

Quizá algún día los nombres que recuperé pesen más, sobrevivan más tiempo y sean más amados que los nombres que perdí. Quizá, solo quizá, por fin deje de echar de menos a Chellamma. Pero aunque Chellamma no vuelva nunca, encuentro fuerza en saber que yo sí lo hice.