Nuestro matrimonio incluye una mochila para caso de emergencias

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SER UNA PAREJA ISRAELÍ-PALESTINA RESIDENTE EN CISJORDANIA Y CON FAMILIA EN GAZA NOS HA LLEVADO A DESCUBRIR QUE EL AMOR NO BASTA PARA SALVARNOS, NI A NOSOTROS NI A NADIE.

Gracias a Gaza nos conocimos hace 20 años. Yo era una joven abogada judía israelí que vivía en Tel Aviv. Recién había fundado Gisha, una organización de derechos humanos que les ofrece asistencia jurídica a los residentes de Gaza. Él nació en un campamento de refugiados palestinos de allí, pero se había trasladado a la ciudad cisjordana de Ramala casi dos décadas antes, cuando era estudiante universitario.

Sin embargo, el Ejército israelí no actualizó su domicilio registrado debido a una política destinada a reducir al mínimo el número de palestinos residentes en Cisjordania y ampliar los asentamientos judíos en la zona.

Cuando lo conocí, llevaba seis años atrapado en Ramala, sin poder viajar por miedo a que los soldados israelíes de los puestos de control a las afueras de la ciudad vieran "Gaza" como domicilio en su documento de identidad israelí y lo enviaran de vuelta allí, separándolo de quien entonces era su esposa y de su hijo y de la universidad donde enseñaba. Lo habían aceptado en programas de doctorado en Israel y el Reino Unido, pero se le impedía acceder a esos países.

El suyo fue uno de los primeros casos que litigué ante el Tribunal Supremo de Israel. El veredicto le permitió viajar a Londres para continuar sus estudios, aunque el gobierno israelí se mantuvo firme en su negativa de cambiar su dirección.

Cuando regresó a Ramala con su doctorado terminado, nos reunimos para hablar de su caso; en vez de eso, acabamos hablando de poesía, del fin de su matrimonio y de nuestro amor mutuo por el mar. Pasamos horas sentados en un restaurante abarrotado del centro de Ramala, donde ordenamos té, café y vino, sin el menor deseo de terminar nuestra reunión. Luego comenzamos a intercambiar correos electrónicos, hablamos por Skype y volvimos a vernos.

Teníamos muchísimas suposiciones sobre el otro que nos daba vergüenza aclarar. Él quería saber si yo había formado parte del Ejército israelí. (La respuesta era que no).

A mí me preocupaba que hubiera adoptado creencias conservadoras sobre el género y la sexualidad. Cuando logré sacar a relucir el tema, respondió: "Me caen bien las personas gays. Se resisten a lo que la sociedad espera de ellas".

Descubrirnos uno al otro nos llevó a descubrir nuestros mundos. A través de él, aprendí árabe, la lengua olvidada de mi padre, nacido en Irak. A través de mí, él volvió a conectar con el hebreo que había hablado de joven cuando trabajaba en obras de construcción en Israel y más tarde en una prisión militar israelí, a donde lo enviaron por participar en protestas.

Los tabúes eran abrumadores, al igual que las dinámicas de poder que marcaban el contexto de nuestra relación. Mi hebreo y mi ciudadanía me daban confianza para responder a las amenazas de los soldados o colonos israelíes. Él temía cada puesto de control, cada visita a una zona frecuentada por colonos armados.

Al ser israelí-estadounidense y haber nacido en Nueva Jersey, yo abordaba el cambio y el riesgo con la firmeza de quien se ha sentido segura toda la vida. Él había sido arrestado, encarcelado y torturado, y vivía como si el suelo fuera a derrumbarse bajo sus pies. De vez en cuando, eso era lo que pasaba.

Aunque la ley israelí le prohibía entrar en Israel y a mí entrar en Ramala, renuncié a mi vida a la orilla del mar en Tel Aviv y me mudé con él a las áridas colinas de Cisjordania. Yo tenía 35 años y él 43. Éramos flores tardías, no confiábamos ni en nosotros mismos ni en el otro y nuestra comunicación era pésima. Nuestros dos primeros años de relación fueron un ciclo de rupturas y reconciliaciones. Tuvimos que labrarnos y defender un espacio prohibido en el que pudiéramos cometer errores, aprender a pelear sin romper y dejar crecer nuestro frágil amor.

Contra todo pronóstico (y contra la ley), establecimos nuestro hogar en la olla a presión de la Cisjordania ocupada por Israel. Yo cruzaba los puestos de control para ir a mi trabajo en Tel Aviv. Él aprendió a mantener una cocina kosher. Tuvimos dos hijos maravillosos, que ahora tienen 7 y 11 años. Compartíamos una compatibilidad básica: cuándo gastar dinero, si los niños podían dormir en nuestra cama y cómo resolver los conflictos.

El 7 de octubre de 2023, nos despertó una llamada de su sobrina en Gaza, que estaba asustada por una serie de ataques aéreos israelíes repentinos. Durante las horas y los días siguientes, fuimos encajando las piezas del rompecabezas a partir de la información de los medios de comunicación palestinos e israelíes y de los mensajes de texto de amigos y familiares.

Circulaban videos de combatientes de Hamás que habían secuestrado a familias israelíes en Gaza. Cientos de muertos en una fiesta israelí. Una amiga escapó de un cohete en Tel Aviv que destrozó las ventanas de su apartamento. Miles de personas murieron cuando varios ataques aéreos arrasaron escuelas, mezquitas y hospitales en Gaza, en lo que se convertiría en uno de los bombardeos más intensos de este siglo. Se anunció que el ejército israelí emprendería un " sitio total" de Gaza e impediría la entrada de alimentos, agua, electricidad, medicinas y combustible.

Durante los cortes de telecomunicaciones, él pasó horas intentando llamar a su familia, desesperado por tener noticias cada vez que había un ataque aéreo cerca. Su familia huyó al sur de Gaza, en el primero de múltiples desplazamientos. Vimos imágenes de los ataques al campamento de refugiados de su infancia, a sabiendas de que muchos de sus vecinos seguían dentro de sus casas cuando explotaron.

Dejó de afeitarse y cortarse el pelo, un ritual de luto conocido para mí en la tradición judía y que, según supe, también practican los musulmanes. Su barba lucía sorprendentemente blanca. Recordé la barba de candado negra y bien recortada que llevaba cuando lo conocí, y el brillo de alegría que observaba en sus ojos tras las gafas. Me pareció que había pasado toda una vida.

"Hola, Moisés", le dije, y pegué mis labios a su mejilla peluda. "¿Tienes algún mandamiento?".

Estaba distraído. Se sentía culpable por estar vivo, por tener comida, por no poder detener la matanza de miles de niños. Compré velas conmemorativas en un supermercado israelí y encendíamos una cada noche durante la cena. Todos los días, se prendía a la camisa un trozo de cinta en el que escribía de su puño el número de días que llevaba la guerra, con la intención de que la gente le preguntara de qué se trataba, de que reconocieran el infierno que se vivía a solo 80 kilómetros de allí, donde su madre, su hermana, sus hermanos, sus sobrinas y sus sobrinos intentaban sobrevivir. Cada noche, depositaba la cinta del día en una caja: 34, luego 302, luego 664.

No se atrevía a hacer nada parecido a una celebración, así que llevé a nuestra hija y a nuestro hijo al parque de camas elásticas, al centro comercial, a la piscina y a Nueva York para visitar a mi familia sin él. Le dolía que los restaurantes y cafeterías siguieran abiertos en Ramala, que la gente tomara capuchinos y bebiera cerveza mientras sus hermanos tenían que huir y refugiarse en tiendas de campaña, lonas y habitaciones alquiladas en su empeño por evadir los implacables ataques.

Cuando habló con la hija de dos años de su sobrino, la niña le contó cómo estaba: "La bebé se despertó y tiene miedo de los bombardeos".

Su sobrina, de 26 años, llamaba o enviaba mensajes de texto cada noche, aterrorizada y con ganas de hablar con alguien que estuviera en un lugar seguro. Él la hacía reír y en broma molestaba a su hermana, cuya casa había sido destruida, por no encontrar tinte para cubrir las raíces canas de su cabello, que ya eran muy evidentes.

Sin embargo, seguía cumpliendo muy bien sus tareas. Llevaba a nuestros hijos a la práctica de karate, daba clases en la universidad y lavaba los platos. Mi cerebro no podía entender dónde guardaba su angustia. Cada noche, después de que los niños se dormían, se sentaba en una silla en nuestro jardín, pegado a la transmisión de Al Jazeera en su teléfono, fumando un cigarrillo y sumiéndose cada vez más en la desesperación.

Al igual que yo, se quedaba de pie en la puerta de la habitación de nuestros hijos y los observaba mientras dormían, pero sentía una gratitud mezclada con terror. Se veía a sí mismo en su hermano menor, que intentaba proteger a sus cinco hijos, consciente de que no sería capaz de hacerlo. Se sentía culpable porque nosotros estábamos a salvo y tenía miedo porque ellos no lo estaban, mientras el ejército israelí intensificaba sus incursiones en las ciudades de Cisjordania y cerraba más carreteras a nuestro alrededor. Teníamos preparada una mochila con los pasaportes, joyas, dinero en efectivo y una linterna, pero por lo demás vivíamos como si todo fuera normal.

Una noche que estaba recostado mirando al vacío, intenté hablar con él.

"Siento que solo estamos esperando a que nos maten", dijo por fin.

No sabía si se identificaba con su hermano menor en Gaza, que se parece a él y tiene la misma risa, o si temía que el ejército israelí también viniera a nuestra casa. Durante nuestro noviazgo, cuando se ponía sombrío y distante, yo lo presionaba para que compartiera sus sentimientos, lo que lo llevaba a reaccionar con violencia y a mí a contraatacar. Desde entonces hemos mejorado mucho en nuestra comunicación, pero yo no sabía cómo conectar con alguien que sentía tanto dolor.

Apoyé la cabeza en su hombro. "Te quiero", le dije. "Ojalá pudiera darte algo más que mi amor".

Nos abrazamos con fuerza.

Mientras el mundo sigue explotando a nuestro alrededor y la familia de mi esposo lucha por sobrevivir en Gaza, siento una gratitud enorme y apremiante porque podemos seguir amándonos. El amor no es suficiente para protegernos, ni a nosotros ni a nadie, pero pensamos utilizarlo como escudo mientras podamos.