
Las desapariciones ordenadas por el Estado combinaban el secreto y el espectáculo: hombres enmascarados saltaban de autos sin matrícula, secuestraban personas en la calle a plena luz del día. Familias desesperadas intentaban acudir a los tribunales para averiguar dónde habían llevado a sus seres queridos y por qué. Incluso algo tan definitivo como un certificado de defunción habría supuesto un alivio.
Pero las familias solían no recibir respuesta. Entre 1976 y 1983, durante la dictadura militar argentina y su feroz represión contra los supuestos “subversivos”, la cantidad de secuestros fue tal que el idioma adoptó un nuevo término: los desaparecidos.
Las estimaciones de víctimas de la dictadura van de 8.960 a 30.000. Además de desapariciones, torturas y asesinatos, hubo una dimensión adicional en la crueldad. Muchos de los detenidos por el ejército eran jóvenes, y cientos de las mujeres estaban embarazadas. Días después de dar a luz, algunas de estas madres eran drogadas con barbitúricos, subidas a aviones y arrojadas al Río de la Plata. Sus bebés eran entregados, a menudo, a familias militares.
En 1977, un grupo de madres de desaparecidos empezó a reunirse semanalmente y formó las Madres de Plaza de Mayo, reclamando información sobre sus seres queridos. Un subgrupo de estas madres, cuyas hijas o nueras embarazadas habían sido secuestradas y probablemente asesinadas, pasó a conocerse como las Abuelas de Plaza de Mayo. Ellas dedicaron su vida a buscar a sus nietos robados.

La notable historia de estas abuelas es el centro de “A Flower Traveled in My Blood” (Una Flor Viajó en Mi Sangre), un libro reciente de la periodista Haley Cohen Gilliland. Ex corresponsal de The Economist en Buenos Aires, Gilliland observa el contraste entre una ciudad atractiva para el turismo, famosa por sus cafés y salones de tango, y su pasado de crímenes atroces.
Sus primeros capítulos ofrecen un panorama claro y detallado de los factores que condujeron a la represión, entre ellos un sistema político dominado por el populista Juan Perón e interrumpido periódicamente por golpes militares. El caos económico y la violencia política —de militantes de izquierda y paramilitares de derecha— agravaron la crisis. Cuando la junta militar liderada por el “opaco, piadoso e inflexible” general Jorge Rafael Videla tomó el poder en marzo de 1976, eligió un nombre anodino: Proceso de Reorganización Nacional.
“La represión está dirigida contra una minoría que no consideramos argentina”, declaró Videla. “Terrorista no es solo el que pone bombas, sino también el que difunde ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana”.
Siguió una campaña persistente de terrorismo de Estado, que envió a miles a centros clandestinos de detención. Allí se practicaron torturas como golpizas, violaciones y descargas eléctricas con la picana, a veces sobre cuerpos mojados para aumentar el dolor. Solo en 1994, un ex capitán de la Marina confirmó los llamados “vuelos de la muerte”, admitiendo haber participado en “traslados aéreos” en los que se drogaba a los prisioneros, se los desnudaba y se los arrojaba al Atlántico Sur.

Una de las víctimas pudo haber sido Patricia Roisinblit, exintegrante de Montoneros, junto a su pareja José. El inicio brutal del terrorismo de Estado provocó que para 1978 los Montoneros estuvieran desarticulados. Patricia y José habían optado por una vida tranquila: abrieron una juguetería y formaron una familia. Cuando la pareja fue secuestrada en octubre de 1978, los secuestradores dejaron a su hija de 15 meses con los familiares de José. A Patricia y José los llevaron a una casa al oeste de Buenos Aires, donde él fue torturado y ella quedó vendada y atada a una silla. Patricia tenía ocho meses de embarazo.
El libro de Gilliland sigue principalmente la historia de Rosa, madre de Patricia, que se convirtió en figura clave de las Abuelas y buscó durante años saber el destino de su hija y del nieto que, según testigos, nació en cautiverio. Pero Gilliland amplía la mirada para incluir las historias desgarradoras de otras familias y explica con claridad los vaivenes políticos del país, así como el impacto que tuvo el avance de la identificación por ADN mitocondrial en las búsquedas.
Resulta difícil permanecer indiferente ante la búsqueda de las Abuelas: mujeres que perdieron a sus hijos por una violencia inimaginable y dedicaron el resto de su vida a ubicar a sus nietos robados. Gilliland expone también los dilemas surgidos al recuperar nietos, que tras años o incluso décadas habían llegado a querer a sus familias adoptivas. En palabras de uno de ellos en una audiencia: “Durante 22 años fueron mis padres y los quiero”.
Las Abuelas son, además, un recordatorio constante de un pasado terrible que muchos argentinos prefieren olvidar. El apéndice del libro incluye la lista de los 139 niños recuperados hasta ahora (algunos murieron durante el embarazo), así como otra lista —mucho más extensa— de los que siguen desaparecidos.
En la década posterior a la dictadura, la prensa conservadora solía calificar a las Abuelas de “arpías vengativas”, insistiendo en que para superar el trauma nacional “el país no debe quedarse en el pasado”. Recientemente, la vicepresidenta argentina, hija de un militar de los años 70, calificó a la líder de las Abuelas como una “figura siniestra”: “Porque detrás de ese rostro tan de abuela, en realidad ha justificado el terrorismo”.
“A Flower Traveled in My Blood” toma su título de un poema de Juan Gelman, poeta cuya nuera embarazada y su hijo fueron desaparecidos durante la dictadura. En 2000, Gelman halló por fin a su nieta. Ese mismo año, Rosa encontró a su nieto. Cuando Gilliland entrevistó a Rosa, entonces de 102 años, en 2021, Rosa dijo una frase que sirve como respuesta a las justificaciones revisionistas: “Siempre conté la historia tal cual fue. Nada más. La verdad, antes que todo”.
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