
EL DIAGNÓSTICO ERA TERRIBLE, PERO LA DECISIÓN ERA NUESTRA.
Unas semanas antes de Navidad del año pasado, mi hermana mayor, Shany, me dijo que su hija había sufrido un derrame cerebral. En ese momento, Shany se encontraba al otro lado del océano, en República Dominicana, nuestro lugar de nacimiento, mientras yo estaba en mi casa de Nueva Jersey, cerca de su hija.
¿Lo primero que pensé? No podía ser verdad. ¿Cómo podía una mujer sana de 37 años sufrir un derrame cerebral? Shany me pidió que hablara con los médicos para averiguar si la situación era tan grave como parecía según su hija.
Cuando lo hice, descubrí que la situación era peor de lo que imaginábamos. A mi sobrina, Stephany, le diagnosticaron moyamoya, una enfermedad progresiva poco común que afecta los vasos sanguíneos del cerebro. Se desconocía la causa de su enfermedad y era probable que causara más daños, una amenaza que se cernió sobre nuestra familia durante las vacaciones.
En cuestión de meses, mi sobrina sufrió dos derrames más, y el daño combinado de los tres requirió una cirugía para mejorar el flujo sanguíneo a la zona afectada de su cerebro. Las posibilidades de recuperación eran tan opacas como las imágenes borrosas de su cerebro en las tomografías, la misma opacidad que da al término "moyamoya" su significado en japonés: brumoso, como una nube de humo.
No era la primera vez que mi familia se enfrentaba a enfermedades complicadas. Cuando era niña y vivía en República Dominicana, vi a Shany retorcerse de dolor por la anemia falciforme, llorando durante días y días.
En aquel entonces, yo sentía envidia. A ella se le permitía faltar al colegio. La mimaban y le llevaban comida y bocadillos a la cama. Mis padres la trataban como una niña frágil y especial, alguien a quien todos tenían que atender incluso cuando no sufría un ataque de dolor.
Durante esos episodios terribles, que podían durar días o semanas, ella no se veía enferma, no tenía ni un solo moretón. Yo, con 7 años de edad, la miraba con sospecha: ¿estaba fingiendo? Al fin y al cabo, cuando no estaba enferma, era una atleta que destacaba en voleibol y a menudo anotaba el punto ganador contorsionando su cuerpo de formas inimaginables. Era intrépida dentro y fuera de la cancha, popular por su humor y su belleza, codiciada por chicos y hombres incluso a la tierna edad de 11 y 12 años.
Cuando quedó embarazada en la adolescencia, maduró ante mis ojos y asumió las responsabilidades de la maternidad con una ferocidad que me dejó sin aliento. Vi que el dolor crónico no le robaba a una persona el potencial de tener una buena vida.
Siempre había admirado a mi hermana, la adoraba. También ansiaba tener la atención que ella recibía por estar enferma: esas largas y húmedas tardes caribeñas en las que mis padres nos regañaban si hacíamos mucho ruido y perturbábamos el poco descanso de Shany. En aquella época, yo solía pensar que estaría dispuesta a cambiar mi cuerpo sano por el de mi hermana, a sufrir el dolor de la anemia falciforme a cambio de ser la favorita.
De una manera inesperada, ese deseo morboso se hizo realidad. Durante mi primer embarazo, mi ginecóloga me dijo que mis análisis de sangre indicaban que tenía el rasgo de células falciformes y que, por lo tanto, teníamos que hacerle la prueba a mi marido. Ambos nos quedamos atónitos al saber que él también tenía el rasgo.
Esto significaba que había un 25 por ciento de posibilidades de que nuestro bebé padeciera anemia de células falciformes. Tras hacer más pruebas, descubrimos que nuestro bebé sí nacería con esta peligrosa enfermedad sanguínea. Durante la misma cita de seguimiento, mi ginecóloga nos comentó a mi marido y a mí que la anemia falciforme era una razón legítima para interrumpir el embarazo. De inmediato, pensé en Shany, en lo que habría significado si mi madre hubiera tenido esa opción y la hubiera elegido.
Me invadió un miedo horrible y me volví hacia mi esposo, con temor de que esta fuera una opción para él. La doctora nos observó. Ambos nos veíamos más jóvenes de lo que éramos, pero yo, con 34 años, parecía más cerca de la edad geriátrica.
Sentí que entró una ráfaga de aire frío en la habitación, imperceptible para todos menos para mí. En la pared del consultorio, me concentré en la alegre imagen de una cigüeña que volaba con un retoño envuelto en el pico y las alas extendidas. Mi esposo me tomó de la mano, esperando a que hablara.
"Vamos a tener al bebé", confirmé.
Cuando mi marido no acudió a la siguiente cita, algo que no pasaba nunca, la doctora se tomó el tiempo de explicarme qué significaba la anemia falciforme: años de transfusiones de sangre, dolores incapacitantes, una esperanza de vida más corta.
Le dije que conocía la enfermedad.
Me preguntó si me sentía presionada a tener el bebé. No lo dijo directamente, pero yo sabía que se refería a presión de mi marido.
"Algunas personas consideran que dar a luz a pesar de este tipo de diagnósticos es el acto de verdadero egoísmo", comentó. "¿A quién beneficia traer al mundo a un bebé cuya existencia será solo dolor y sufrimiento? Esta es tu decisión".
Me invadió una sensación de ternura por mi hijo aún no nacido, junto con un sentimiento de protección hacia mi hermana y hacia personas como ella, que habían nacido con una enfermedad, pero cuya existencia no estaba definida por ella.
"Mi intención es tener a mi bebé", afirmé, sintiéndome tensa.
Quizá fue bueno que la doctora tuviera la osadía de sostener esta conversación. Si en realidad me hubieran presionado para que tuviera al bebé, ¿no habría sido una bendición contar con un profesional médico dispuesto a apoyar una opción contraria? Aun así, me inquietó y la dejé por una partera.
Cuando mi hijo Julian cumplió 1 año, empezamos a ver los primeros síntomas de la enfermedad. Acudí a mi hermana. Nadie más podía entender la decisión que habíamos tomado. La doctora nos advirtió que nuestro hijo corría el riesgo de sufrir un derrame cerebral. Necesitaría transfusiones de sangre periódicas. El médico de mi hijo también nos informó que la única cura disponible en ese momento para las personas nacidas con anemia falciforme era un trasplante de médula ósea.
Ya que tanto mi esposo como yo somos de raza negra (él es afroestadounidense y yo afrolatina), sería difícil encontrar un donante compatible debido a la escasez de personas negras en el registro de donantes. La mejor opción era que Julian tuviera un hermano. Ya estábamos planeando tener otro hijo, aunque no tan pronto. Sin embargo, para aumentar las probabilidades de compatibilidad, nos animaron a recurrir a la fecundación "in vitro". Las probabilidades con la concepción natural eran solo del 25 por ciento. Sin embargo, yo estaba segura de que mi cuerpo produciría un donante compatible.
Cuando le dije a mi marido que no quería recurrir a la fecundación "in vitro", que tenía fe en mi cuerpo, me miró como si hubiera perdido la cabeza. Mi madre, mis amigos, todo el mundo se puso de su lado, pues decían que valía la pena correr el riesgo. ¿Y si, Dios no lo quiera, teníamos un segundo hijo con anemia falciforme?
Shany fue la única que me dijo que confiara en mí misma. "Si crees que tu cuerpo puede hacerlo, lo hará", me aseguró.
Cuando di a luz a mi hija sin intervención "in vitro", nació sin células falciformes. Los niños se llevaban dos años. Pasamos por el primer trasplante de médula ósea tan pronto como mi hija cumplió 1 año. Luego tuvimos que hacer otro porque el primero falló.
Mientras tanto, Shany se mudó con nosotros para ayudarnos a cuidar de nuestros hijos y se convirtió en madre de tiempo completo para mi hija durante las largas semanas en las que mi marido y yo vivimos en el hospital con nuestro hijo antes y después del trasplante. Durante un periodo especialmente difícil, cuando llevaba semanas fuera de casa para cuidar de mi hijo, Shany fue quien me dijo: "Tu hija también te necesita".
Comprendí que hablaba desde el fondo de su corazón. Cuando migramos a Estados Unidos, su hija tenía menos de 1 año. Nuestra madre tomó la decisión de que Shany viajara a Estados Unidos, aunque a su hija no le habían concedido la visa. Pensábamos que pasarían unos meses, quizá un año, antes de que se reunieran. Pero para cuando Stephany viajó a Estados Unidos, ya tenía 16 años. Y aunque mi hermana viajó de ida y vuelta durante esos años, el peso de la ausencia era muy duro. Se había perdido gran parte de la infancia de su hija.
Stephany se sometió a una operación de cerebro en marzo. Su recuperación ha sido lenta. En meses recientes, Shany ha tenido que enseñarle a su hija adulta a hablar, a caminar, a leer. Stephany necesita ayuda para bañarse. Pero es joven y tiene un espíritu rebelde, así que no perdemos la esperanza.
En una vuelta sorpresiva de la vida, Shany ahora está ayudando a su hija a alcanzar las metas que no la vio lograr cuando vivían separadas; está recuperando el tiempo perdido. Tal como me guio a mí, cuando más la necesitaba, para poder levantarme con amor y asumir el inconcebible trabajo de ser madre.
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