El psíquico leñador nunca se equivoca

Reportajes Especiales - Lifestyle

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MI AMIGA Y YO NOS ENTERAMOS DE CÓMO SERÍA NUESTRO FUTURO ROMÁNTICO POR UNA FUENTE MUY POCO PROBABLE.

En la tradición privada de mi familia, hay un ser misterioso que se menciona de vez en cuando en las conversaciones: el psíquico leñador. Soy la única que sabe con certeza que es una persona real, porque lo conocí. Las palabras que me dirigió se han hecho eco a lo largo de los años, desafiándome a confiar en lo que aún no puedo ver con claridad.

Durante mis dos primeros años en la facultad de medicina, viví en Kansas City, Kansas, con otros cuatro estudiantes en una casa espaciosa y ligeramente deteriorada que estaba frente al centro médico del campus. Antes había sido propiedad de una pareja mayor, el marido falleció y la mujer se mudó a una residencia de ancianos.

Solo conocía a la mujer por su magnífico jardín, lleno de peonías tradicionales que florecían exuberantes en primavera y llenaban toda la casa de una fragancia embriagadora (y de hormigas). Yo cuidé de esas peonías con mucha ternura y al día de hoy sigo buscando plantas con la misma potencia aromática.

El piso de abajo tenía alfombrado color verde hierba y una cocina que recuerdo sobre todo por ser el lugar donde alguna vez me corté la punta del dedo medio de la mano izquierda. (Afortunadamente, la sala de urgencias estaba a unos pasos de distancia, y fui a pie, sujetando la punta desprendida de mi dedo, hasta que el médico me la cosió de vuelta).

De entre mis compañeros de piso, me llevaba mejor con Angie, una chica estudiosa de la zona rural de Kansas, la persona más organizada que había conocido en la vida. Parecía maravillarse con mi desdén relativamente despreocupado por asistir a clases o irme a dormir a horas razonables. Una noche, desde su habitación, me llamó cuando iba de salida: "Tú vas a ser la primera en encontrar a alguien. Y yo seguiré aquí sentada estudiando".

La verdad es que tenía sentimientos de ansiedad y desconfianza respecto a las relaciones. Apenas había sobrevivido a mi infancia, con su doble centinela de violencia y silencio. Vi cómo el matrimonio de mis padres se disolvía en un baño ácido de acritud y evasión. Había hecho de mi yo externo un espejo liso que reflejaba superficies agradables y anodinas, como diciendo: "Aquí no hay nada que ver".

Mi mente, sin embargo, era una espesura oscura. Me abrí camino lo mejor que pude, con la esperanza de que me llevara a un claro, con rasguños y vivencias pero intacta. La previsión y la claridad eran lujos insondables. Había aprendido una frase, en alguna parte, que describía mi forma de ver el mundo: "A través de un cristal, veladamente". En aquel entonces, no tenía idea de su procedencia.

Cuando Angie se mudó a Denver para empezar su residencia médica, yo estaba terminando mi último año de medicina en Kansas City. Me había tomado un año más para estudiar patología, que creía que sería mi campo de especialidad (tampoco eso pude predecir: ahora soy oncóloga y geriatra).

Cuando hablé con Angie, ella seguía lamentando el vacío que, según creía, debía ocupar un marido, sus planes de familia y carrera profesional florecían como las peonías siguiendo su profundo e instintivo saber. Hicimos un plan: yo la visitaría, saldríamos a bares y le ayudaría a conocer pretendientes. Activaría todo el encanto y carisma de una anfitriona de restaurante, guía de turistas o pregonera de feria. Pondría en fila a los hombres más sobrios y los introduciría en el círculo tranquilo y silencioso que ella formaba a su alrededor a donde sea que fuera.

Salimos de su apartamento a pie hacia las calles nocturnas de Denver. Atravesamos un barrio residencial donde los habitantes habían organizado una fiesta en la calle, arrastrando mesas, sillas, hieleras y parrillas al aire nocturno.

Delante de una casa había una gran mesa redonda de roble colocada sobre el césped, junto con esas sillas de asiento redondo y respaldo recto que siempre recuerdan a los comedores y guisos del Medio Oeste de Estados Unidos, circa 1985. Varias personas estaban sentadas a la mesa, entre ellas un hombre impasible con una gran barba y una camisa de franela abotonada. No pude evitarlo; enseguida me lo imaginé caminando a zancadas por el bosque, con un hacha al hombro.

"¡Oigan!", nos llamó. "¿Quieren una lectura psíquica?".

Era lo que menos esperaba escuchar de un hombre barbudo sentado en su mesa de comedor al aire libre. Tenía las manos con las palmas hacia abajo sobre la mesa y una botella de cerveza junto a ellas. Parecía tener unos casi 30 años o treinta y tantos.

Asustadas pero intrigadas, nos sentamos. El hombre señaló a Angie y dijo: "Empezaremos contigo. ¿Qué quieres saber, sobre romance?".

Asentimos.

"Pronto conocerás a alguien", predijo. "Ya lo veo. Puede que incluso sea esta misma noche". Nos miró expectante.

Angie y yo intercambiamos miradas. "Pues eso no va a ocurrir", afirmó ella.

Su rostro se ensombreció al volverse hacia mí. "Tú no vas a conocer a nadie en quien puedas confiar sino hasta que tengas 33 años". Ahí se detuvo y se recargó en el respaldo de su silla.

Sentí el ardor de la ansiedad en el pecho (¿siete años más?), pero tuve cuidado de no mostrar mi decepción. Dejamos que el silencio se prolongara durante unos instantes antes de darle unas gracias incómodas, levantarnos y seguir nuestro camino; nos soltamos a reír en cuanto nos alejamos de ahí.

La noche fue larga. Recorrí obedientemente los bares abarrotados, engatusando a cualquier hombre que estableciera un contacto visual razonable, pero no sin parpadear, para que me siguiera hasta donde estaba Angie, regia y expectante. Uno a uno, los despidió, y ellos se hicieron a un lado, perdiéndose entre la multitud. Angie quedó consternada por los candidatos disponibles y el estoicismo se dibujó en su rostro. Así que decidimos volver a su apartamento, esta vez en taxi.

Mientras esperábamos el taxi, me desplomé en una silla en la entrada del último bar. Angie estaba a varios metros, apoyada en la pared, con los brazos cruzados. Sentado entre nosotras había un hombre que miraba fijamente al frente, también esperando. Suspiré y entablé una conversación con él. Me dijo solo su nombre y algunos datos demográficos, lo observé en busca de alguna señal de psicopatía latente.

Una vez satisfecha con mi evaluación superficial, le señalé a Angie y le dije: "Deberías conocer a mi amiga. Por favor, pídele su número".

No oí lo que le dijo cuando se acercó a ella; me quedé desplomada en la silla, con los pies doloridos. La conversación fue breve y no pareció provocar una gran reacción en Angie. Sin embargo, al salir, me contó que le había dado su número. Parecía, tal vez, una forma de no tener que declarar esa noche como un fracaso total.

Él la llamó. Tuvieron una cita, y luego otra. Hablé con Angie por teléfono unas cuantas veces en los meses siguientes y parecía insegura, ansiosa por sus sentimientos y los de él.

"No te precipites", le aconsejé. "Las cosas no siempre están claras al principio. Deja que se aclaren. Entonces podrás decidir. Solo tú conoces la respuesta". (Solo ella y el psíquico leñador, pensé, pero no lo dije).

Se casaron, por supuesto; esta no es una historia para subvertir expectativas. No hay ningún giro dramático. La pequeña predicción que el vidente leñador nos ofreció aquella noche sucedió exactamente como lo predijo.

Al año siguiente, me fui a Chicago a hacer la residencia, y en los siete años siguientes estuve en varias relaciones significativas; cada una se acercó a lo inefable y perdurable, pero siempre faltaba un sentimiento de confianza. Esto me parecía más un derivado de la espesura profunda en la que seguía inmersa y menos un déficit en mis parejas. No podía ver. No podía ser vista. El cristal seguía velado.

Cuando tenía 33 años, la edad a la que el psíquico leñador predijo que encontraría a alguien en quien confiar, conocí a Kevin, mi futuro esposo. Había estudiado teología y le interesaba todo lo místico, lo trascendente, la lucha por ver a través de la espesura profunda y el cristal velado para llegar al corazón de las cosas.

A diferencia de él, yo nunca había leído textos sagrados. Él conocía el versículo completo de la Biblia del cual yo solo sabía una parte: "Porque ahora vemos a través de un cristal, veladamente, pero entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero en aquel día conoceré, como también soy conocido".

Quizá el psíquico leñador participó de ese conocimiento divino, o quizá (como sospecho) era un hombre común y corriente con un pasatiempo temporal y dos predicciones acertadas por suerte. En cualquier caso, ya es parte del léxico de nuestro matrimonio. Cuando Kevin y yo nos sentimos nerviosos por el futuro, uno de los dos dice en broma: "Ojalá pudiéramos preguntarle al psíquico leñador qué hacer ahora".

Puede que nos riamos de ello, pero en realidad no queremos saber de antemano cómo se desarrollará nuestra historia. Obtenemos claridad, al igual que confianza, cuando vivimos el proceso juntos, aceptando caminar codo con codo hacia un futuro que aún no podemos ver.