
La inflamación se ha convertido en una mala palabra. La culpamos de muchas enfermedades. Intentamos comer alimentos que la combaten. Tomamos medicamentos para mitigar el dolor que causa.
Pero la inflamación, cuando funciona con normalidad, es una respuesta natural y útil del organismo para protegernos. Es la alarma que suena cuando nos infectamos con un virus y lo que ayuda a los huesos a curarse en los días y semanas posteriores a romperse un tobillo.
La inflamación puede ser perjudicial solo cuando continúa durante demasiado tiempo o cuando aparece sin que exista una amenaza.
Los tipos “buenos” y “malos” de inflamación comparten algunas características, pero una diferencia importante radica en su duración.

Este tipo de inflamación aguda se produce con todo tipo de lesiones y amenazas: un corte, una quemadura, un virus respiratorio, una intoxicación alimentaria.
Pero si alguna parte de este proceso sale mal, puede causar una inflamación crónica que dura meses o incluso años.
La inflamación crónica se asocia a una amplia gama de afecciones, como asma, obesidad, COVID-19, demencia, cardiopatías y cáncer. A veces, eso puede ocurrir si el cuerpo se olvida de enviar las señales que frenan la inflamación una vez que la amenaza ha desaparecido. En otros casos, la amenaza original no desaparece del todo.
Incluso hay veces en que el cuerpo responde a una amenaza que no existe.

Con el tiempo, la inflamación crónica puede provocar daños irreversibles en los tejidos. En el caso de la enfermedad inflamatoria intestinal, puede formarse tejido cicatricial cuando el organismo intenta curar el colon. O los glóbulos blancos pueden aglutinarse para tratar de taponar el daño. Ambos problemas pueden dificultar la función del colon.
En el asma, otra enfermedad inflamatoria crónica, las paredes de las vías respiratorias se endurecen y engrosan con el tiempo, reduciendo el flujo de aire.
La inflamación crónica no es necesariamente estática: puede hacerse más aguda en respuesta a un factor desencadenante, como cuando una persona con artritis reumatoide realiza más actividad física. Esto puede agravar los síntomas, como la rigidez articular o la fatiga, durante semanas.
Y a diferencia de la inflamación aguda, que suele conllevar una afluencia rápida y significativa de células y proteínas inflamatorias, la inflamación crónica puede producirse a niveles bajos a lo largo del tiempo. En la aterosclerosis, un tipo específico de arteriosclerosis, por ejemplo, la placa se desarrolla lentamente y se endurece en las arterias. El cuerpo sigue intentando eliminar esa obstrucción, lo que provoca una inflamación de fondo que se acumula hasta causar daños.

Los científicos no saben muy bien qué desencadena la inflamación inicial en muchas enfermedades.
Su hipótesis es que pueden ser bacterias, como en el caso de la enfermedad inflamatoria intestinal, o algo procedente de la dieta o el medio ambiente, como puede ocurrir con el polen o los contaminantes atmosféricos que causan la irritación de las vías respiratorias que se observa en el asma.
O podría tratarse de algo completamente inofensivo que el sistema inmunitario percibe que es perjudicial, como ocurre en las enfermedades autoinmunes, por ejemplo, la artritis reumatoide, cuando el organismo ataca por error a sus propias articulaciones.
Sea cual sea la causa, es esa respuesta persistente la que hace que la inflamación pase de ser una de las mejores defensas del organismo a convertirse en uno de sus enemigos más tremendos.
©The New York Times 2025
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