Un profesor, 35 años de clases, 95 libros publicados

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Durante tres décadas, en la Escuela de Periodismo de Columbia, Sam Freedman ha animado a los estudiantes a probar las narraciones largas. Su amor exigente ha dado frutos.

La noche anterior al inicio de su último semestre de enseñanza, después de 35 años, Sam Freedman soñó que se iba a perder la clase. Despertó con una extraña sacudida de alivio. Qué consuelo, pensó, saber que luego de tres décadas seguía sin poder deshacerse de su inquietud previa al semestre.

El trabajo más difícil, siempre ha creído, debería evocar miedo.

"Todos estos años después, todavía estoy ansioso la noche anterior, preocupado por llegar aquí a las 7:15 de la mañana para estar listo para todos ustedes", dijo, frente a sus alumnos un lunes de enero por la mañana, con el mismo traje oscuro que compró en 1989 en Rothmans cuando empezó a dar clases y se dio cuenta de que necesitaba un atuendo profesional formal.

El seminario que Freedman imparte en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia empezó en 1991 como una especie de experimento, para probar si los estudiantes podían, en el transcurso de un semestre, producir una propuesta de libro para vender y, con suerte, publicar. Los resultados han demostrado su corazonada: la clase ha llevado a 113 contratos de libros y 95 libros publicados, de unas 675 personas que la han cursado.

Esta primavera Freedman impartió el curso por última vez. No quería convertirse en uno de esos profesores desvaídos que recuerda de la universidad, de los que utilizaban apuntes enmicados y hacían que los alumnos desearan haber asistido a la clase en sus años de gloria. La escuela de periodismo no tiene planeado continuar la clase de la misma forma tras su marcha.

"El curso es una institución en sí mismo y casi podría decirse lo mismo de Sam: su jubilación es sin duda el final de una era", dijo Jelani Cobb, decano de la Escuela de Periodismo de Columbia, quien se reúne periódicamente con Freedman en una cafetería del Upper West Side para intercambiar ideas sobre libros y enseñanza.

Freedman comenzó su carrera como reportero en el Courier-News de Bridgewater, Nueva Jersey, y más tarde trabajó en las secciones metropolitana y de cultura de The New York Times. Escribió 10 libros, incluido uno en el que siguió durante un año a una profesora de una escuela pública de Nueva York. Pero llegó un momento en que se dio cuenta de que impartir el seminario de escritura de libros para jóvenes periodistas era una forma de crear algo que lo sobreviviría.

"Esto es gran parte del trabajo de mi vida", dijo a la clase el primer día del semestre. "Al dar esta clase, siento que está bien que me desplome".

El día tenía aires de una iniciación religiosa, pues Freedman dijo a sus alumnos que fueran "dignos de los antepasados", su término para los exalumnos de la clase. Proyectó en la pizarra blanca de la parte delantera de la sala una foto de la "estantería de honor" de su despacho, atiborrada con la mayoría de los 95 libros que surgieron de la clase. A la mitad de aquel primer día, cuatro antepasados vinieron a hablar.

"Si cree que llevas un libro dentro", dijo Grace Williams, autora de una historia de 2024 de un banco cuyas propietarias eran mujeres, echando un vistazo al aula, "definitivamente llevas un libro dentro".

La relación entre libros y autores es obvia y glorificada, pero la relación entre libros y profesores es menos clara. Los maestros que hay detrás de los libros son a menudo invisibles: no la mano que remueve el cucharón para hacer el guiso, sino la mano que una vez escribió la receta en alguna ficha muy gastada.

Cuando escribí un libro en 2020, sobre los jóvenes médicos que se graduaban de medicina al principio de la pandemia, pedí consejo a Freedman, padre de un amigo de la infancia, porque había oído hablar de su clase en Columbia. Compartió clips de audio y se reunió conmigo, a través de Zoom, para explicarme su enfoque de la escritura narrativa.

Lo que me impresionó entonces fue la exactitud con la que abordaba el oficio, las lecciones que extrajo de su propia carrera y que luego transmitió: que el lector nunca debe saber más que el personaje, que los autores deben dominar los métodos antes de intentar subvertirlos, que la narración es una ecuación compuesta por personaje, acontecimiento, lugar y tema (N = P + A + L + T).

"Nada en la clase está supeditado a tener un don o a que la musa te hable", dijo Leah Hager Cohen, quien estudió con Freedman en 1991, lo que la llevó a escribir Train Go Sorry , sobre una escuela para personas sordas.

Freedman se concentra especialmente en desmitificar la propuesta de libro, una pieza de escritura que él compara con los caimanes albinos que, según la leyenda urbana, alguna vez vivieron en el metro de Nueva York: sobreviviendo sin exponerse al mundo público y, por tanto, evolucionando hasta convertirse en criaturas misteriosas y a menudo incomprendidas. Durante el semestre, sus alumnos redactan propuestas de este tipo. Después, a veces los pone en contacto con agentes que cree que podrían estar interesados en los temas de sus reportajes, aunque insiste en que esto no siempre conduce a la representación.

"Ha sido el padrino de muchísimas publicaciones a lo largo de los años", dijo George Gibson, editor ejecutivo de Grove Atlantic.

Durante las décadas que Freedman ha enseñado, la industria editorial se ha vuelto mucho más corporativa. Y otros mentores que trabajan con aspirantes a autores han observado un reciente aumento de los programas que brindan apoyo a jóvenes escritores de libros fuera de la escuela de periodismo, que puede resultar costosa.

Freedman insiste en que lo que ha permanecido constante es la necesidad de una ética de trabajo obsesiva, y muchas de sus conferencias son precisamente himnos a eso.

Enfatiza que no existe el bloqueo del escritor, solo el hecho de no haber realizado suficiente reporteo, o un ego que se interpone en el camino de las palabras hacia la página. Cierra la puerta del salón de clase a las 9 a. m. y quien llega tarde tiene que esperar fuera hasta el primer descanso, por lo menos una hora después. ("Los que lleguen tarde tomarán asiento en el intermedio", rezaba el cartel que solía colocar en la puerta). Hace un seguimiento de cada error gramatical que comete un alumno, con la expectativa de que nunca se repita.

Kelly McMasters, quien tomó la clase en 2003 y luego la impartiría junto a Freedman, recuerda que cuando ella era su alumna, él estaba tan harto de cómo usaba ella los paréntesis que le hizo un dibujo de unos paréntesis, acurrucados como una vieja mascota cerca de una alfombra y un plato de comida, y se lo enseñó a toda la clase. "Tus paréntesis están bien", recordó que le dijo. "Aquí está la alfombra en la que pueden tumbarse, aquí está su plato de comida. No vuelvas a utilizar paréntesis".

"Estaba muy enfadada y dolida", dijo McMasters. "¿Pero sabes una cosa? Tenía razón por completo".

Si Freedman entra en su aula hecho un manojo de nervios, sus alumnos lo hacen todavía más. Una alumna actual, Ally Markovich, de 29 años, estaba tan decidida a entrar en la clase que voló a Ucrania el verano pasado para empezar a reunir información sobre su propuesta de libro incluso antes de haber presentado su solicitud. Otro, Carl David Goette-Luciak, de 33 años, convirtió en un ritual quedar con su novia para comer pizza barata todos los lunes por la noche y así poder compartir con ella los apuntes que tomaba durante las clases de Freedman. "No puedes ir a la librería a decirle al lector lo que querías decir", decía una de las notas.

"Es esta medida calculada de amor exigente", dijo Goette-Luciak. "Ha desarrollado una especie de algoritmo de cuán fuerte puede presionar a cada persona".

Freedman dijo que se exigía a sí mismo lo mismo. Cuando le diagnosticaron cáncer en 2007 y se estaba recuperando de la operación, se reunía con sus alumnos desde casa con su catéter oculto en una bolsa de tela de Barnes & Noble. Tras la muerte de su padre, un sábado de 2010, estaba en el aula el lunes por la mañana con las ediciones terminadas, listo para impartir el taller de escritura.

"Por muy judío practicante que intente ser", dijo, "era más importante para mí estar en el aula impartiendo la clase sobre libros que guardar la shivá".

Aquel primer día del semestre, Freedman dio a la clase unas órdenes pícaramente hiperbólicas, aunque no muy lejos de lo que realmente quería de ellos. "Saquen de su pecho el corazón de su trabajo y pónganlo frente a los dioses, eso es todo lo que les pido", les dijo. "No mucho".

Durante la sesión de despedida, a principios de mayo, dijo a los alumnos que esperaba ese mismo esfuerzo de todos los que salieran de su salón de clases. "En su vida de escritores de libros, no voy a estar ahí para decirles cuál es la fecha límite", dijo Freedman. "Todo eso va a depender de ustedes".

Emma Goldberg es una reportera de negocios que cubre la cultura laboral y las formas en que el trabajo está evolucionando en una época de cambios sociales y tecnológicos.