El divorcio es un regalo

Reportajes Especiales - Lifestyle

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PODRÍAMOS HABER TENIDO UNA BONITA VIDA JUNTOS, PERO YO QUERÍA MÁS PARA ÉL.

Un amigo nos presentó en una cena. Noté su acento sureño. Me encantó cómo sonaba: cálido, amable y tranquilizador. Solo había oído ese acento en un héroe de una película de vaqueros y en los relatos cortos de Flannery O'Connor. Oírlo en la ciudad canadiense donde vivía era cautivador.

Después de cenar, caminé sola con él hasta la estación de metro. El cielo estaba negro y nevaba copiosamente. Grandes y suaves copos caían alrededor de su cabeza. Sonreía como alguien feliz y seguro de algo. Me pareció que estaba dentro de una bola de nieve. En ese momento supe que sería alguien importante para mí.

Me hizo reír mucho. Me contó que de donde él era, había un solo semáforo en la ciudad. El supermercado se llamaba Piggly Wiggly. Me dijo que allí se podía comprar una pata de cerdo en escabeche y que él se había comido los intestinos de un cerdo.

Nunca había oído hablar de nadie más que comiera esas cosas. Pensaba que éramos solo yo, mi familia y los laosianos como nosotros. Pensé: "Oh, encajaría a la perfección".

Cuando conoció a mis padres y a mi hermano, le trajeron todas las partes de una vaca que un carnicero tiraría y se las cocinaron. Hicieron una salsa con bilis y le dijeron que disfrutara. Y así lo hizo.

No nos conocíamos mucho, pero dos semanas después de conocernos decidimos casarnos. Yo tenía 30 años y él 34. Nadie intentó impedírnoslo.

Fuimos al Ayuntamiento de Toronto e invitamos a nuestros padres y a algunos amigos. Era finales de marzo y yo llevaba un vestido blanco vintage que costó 50 dólares. No tuvimos tiempo de comprar nuestros anillos. Él tomó prestado el de su padre. Era un anillo demasiado grande para él, pero funcionó. Yo tenía un anillo que me regaló mi madre cuando tenía 13 años, y me quedaba bien.

Hay fotografías de ese día y sí nos vemos muy felices. Nuestros amigos y familiares también se ven felices, pero un poco desconcertados. Volvimos todos a su casa y comimos galletas y bebimos tazas de té calientes. Su madre me preguntó si estaba embarazada. No lo estaba.

Antes de casarnos, le pregunté: "¿Y si nos divorciamos? Realmente no nos conocemos".

No tenía ninguna duda ni preocupación, y dijo: "Entonces el divorcio estará contigo. Lo único que importa es que sea contigo".

Él no veía el divorcio como un fracaso ni como algo que hubiera que temer.

En nuestros 12 años juntos, pasamos tanto tiempo el uno con el otro. Solos los dos. Leímos muchos libros y escuchamos muchos discos y llenamos nuestra casa de estas cosas. Viajábamos y hacíamos viajes por carretera. Hicimos barbacoas en el patio y encendimos luces de bengala. Vimos fuegos artificiales. Yo horneaba pasteles y encendía las velas.

Pasábamos los veranos viendo partidos de béisbol en la televisión. Estábamos de acuerdo en todo y no teníamos peleas.

"Qué raro", me dijo alguien una vez.

Se supone que las parejas tienen que pelearse, estar a la greña por algo. Nosotros no éramos así. Nadie entró en nuestras vidas sin avisar. No hubo grandes desacuerdos.

Había una camarera simpática en un restaurante cercano. Está guapa, pensaba. Y a ellos les gustaba hablar de música y de los conciertos a los que ambos habían ido de adolescentes. Esperaba que se enamoraran. No sé por qué lo esperaba. Era solo algo que deseaba para él. Pero los dos éramos muy leales.

Me encantaba su familia. Su madre, su padre, su hermana, su sobrina y su sobrino. Sus tías, tíos y primos. Su abuela y sus mejores amigos. Me incluían en todo. Sus historias y sus bromas. Todas las navidades me despertaba con muchísimos regalos esperándome bajo el árbol.

No tuvimos hijos.

Vivíamos en Terranova cuando él estuvo de año sabático, y un día compró tres cabras y las puso en el patio trasero. Las observaba desde la ventana y, cuando gritaban por la noche, me preguntaba qué querrían.

Los llamamos Bella, Bebé y Droopy, este último por cómo le colgaban las orejas a los lados de la cabeza. Las alimentábamos con sandía, coles, zanahorias y leche. Nuestro patio no estaba vallado, y nuestras cabras acababan a menudo en algún lugar de la ciudad, comiendo hierba. Alguien las traía de vuelta, o íbamos a buscarlas, o volvían solas.

Cuando llegó el frío, pensamos que tal vez nuestro lugar no era el mejor para ellas. Le pedimos al hombre que nos las vendió que se las llevara. Cuando llegó, negó con la cabeza y dijo que no las estábamos criando bien.

Cuando sabes que tu matrimonio se ha acabado, puede ser un momento de gran ternura. Yo sabía que sería nuestro último año juntos antes de que él lo supiera. No es algo que pueda explicar fácilmente, salvo decir que cada vez que miraba a mi alrededor, sentía que no debía estar allí. El lugar que ocupaba parecía pertenecer a otra persona.

No se lo dije a nadie durante mucho tiempo.

El día que cumplí 41 años, una amiga vino a verme y, cenando a solas con ella, se lo conté y empecé a llorar. Me dijo: "Solo porque alguien sea encantador no significa que tengas que estar casada con él".

No tenía un motivo real. Nada más una corazonada, una señal que solo yo podía oír. Y sabía que tenía que escucharla.

No quería hacerlo, pero sabía que era lo correcto. Sabía que él nunca lo haría y, de los dos, sabía que tenía que ser yo quien lo hiciera. Pensé que la sensación pasaría. La señal se detendría y yo no tendría que hacer nada al respecto.

Fui a los baby showers de todos y les hice colchas. Cociné comidas familiares. Me senté en la playa y vi llegar las olas. Horneé un pastel de chocolate y canté las mañanitas. Él llenó nuestra casa de pequeñas flores silvestres rosas que crecían en nuestro jardín sin motivo.

Hubiéramos podido seguir así y tener una vida decente y buena. Pero yo quería más para él, y sabía que no podía estar a la altura para ofrecerle más. Probablemente él también lo sabía, pero nunca lo diría.

El divorcio es un regalo. Es lo que pienso. Y era algo que podía darle a él. Lo hice porque lo quiero. Sé que parece extraño decirlo. Pero es la verdad.

Quería ser amable. No le hice una mala jugada, y quizá eso fue lo difícil. No había nadie más, no ocurrió nada que fuera la causa o que yo pudiera señalar. Era solo yo y lo que yo quería.

Estaba tranquila y seria. Se lo dije una triste tarde de octubre. No fue una conversación larga. Terminé las cosas como nos casamos: rápidamente.

"No me rompas el corazón", me dijo, y como todas las noches, nos fuimos a dormir abrazados. Cuando nos despertamos al día siguiente, dijo: "¿Pero quién cuidará de ti?" y se echó a llorar.

Le dije que podía cuidar de mí misma, y él sabía que podía. Vivimos juntos unos días y luego se fue. No se llevó nada. Ni siquiera su ropa interior.

Después, seguíamos llamándonos y hablando los domingos por la tarde. Hablábamos de cosas cotidianas. Nuestros amigos, el tiempo, las noticias, el trabajo. Si había cambiado el aceite o lavado el auto. Nos deseábamos un feliz año nuevo. Viajaba y me enviaba postales escritas a mano o me mandaba por mensaje fotografías de paisajes y del cielo. Y luego dejó de hacerlo durante un tiempo.

Estaba en Finlandia. Visitando a una vieja amiga. Su primera novia, en realidad. Ella había estado de intercambio en su preparatoria cuando tenían 17 años. Se graduaron, fueron a la universidad y se distanciaron.

Hacía más de 30 años que no se veían. Pero nada parecía haber cambiado para ellos. Ambos estaban solteros. Tres días después decidieron casarse.

Cuando me dijo que se había casado, me emocioné mucho por él. No me fui para que él estuviera solo. Encontró a alguien. Me pareció romántico que, después de tantos años separados, se volvieran a encontrar y acabaran donde empezaron.

Todo es como debe ser.