La ansiedad financiera era lo que nos unía

Reportajes Especiales - Lifestyle

Guardar

ENCONTRÁBAMOS INTIMIDAD EN LA ANGUSTIA DE VER CÓMO PAGAR LA RENTA. ¿ACASO ESO ERA UN PROBLEMA?

Durante el año que estudié en Londres, trabajé de camarera, el último de una serie de trabajos poco glamurosos que pagaban el salario mínimo y me mantuvieron a flote durante la universidad. Henry, un londinense de clase obrera, era mi jefe.

Incluso con una beca para asistir al Smith College, todavía necesitaba sueldos y préstamos estudiantiles para cubrir mis gastos. Estaba acostumbrada a que el dinero escaseara; la pequeña granja de mis padres era fruto del trabajo de toda su vida, pero nunca fue muy rentable. La mayoría de los años, mis hermanas y yo cumplíamos los requisitos para comer gratis en la escuela. Recuerdo que mi madre lloró una vez en la caja del supermercado, cuando vio el total.

En Londres, cuando empezó el mes maratónico de exámenes en mi escuela, tomé los turnos en el bar que los demás estudiantes habían dejado para estudiar. Las noches que solía pasar hablando por Skype con mi novio que estaba en Massachusetts, ahora las pasaba con Henry en un bar casi vacío.

Me encantaba mi vida en Londres y quería quedarme, pero tenía un vuelo de vuelta a casa a finales de mayo, un trabajo de verano, un año más en la universidad y un novio esperándome. Todo me parecía tan mundano, sobre todo cuando la alternativa era enamorarme lentamente del apuesto y malhumorado encargado del bar.

Henry y yo nunca cruzamos ninguna línea, pero hablábamos durante horas. Me habló de su vida, de sus penas y de su diabetes tipo 1, que tenía que vigilar con atención. Mis compañeros se preparaban para veranear en Ibiza, pero Henry era como yo: trabajaba para vivir, se ganaba la vida. Era como un pequeño oasis, un pedazo de Londres que yo podía costear. El día que me fui a casa, me mandó un mensaje: "¿Tomamos un café en Paddington antes de que salga tu tren?".

No pude contestarle porque mi teléfono no tenía saldo. Lo esperé junto a la entrada de la estación, con gafas de sol para que los estoicos viajeros londinenses no pudieran verme llorar.

Llegó demasiado tarde. El tren a Heathrow ya había salido hacia el oeste conmigo a bordo.

Esa es la parte de nuestra historia que parece un romance: una comedia romántica del sector de servicios, una trama secundaria en "Realmente amor".

A lo largo del año siguiente, mi relación universitaria se desvaneció, pero Henry y yo mantuvimos el contacto. Después de graduarme, volví a Londres para cursar una maestría, y para verlo a él. Me ayudó a mudarme a un departamento con más ratones que metros cuadrados. Apenas podía pagarlo, pero estaba feliz de vivir en Londres otra vez.

Para cuando llegó la primavera, ya me había mudado con Henry y sus compañeros de piso. Era más conveniente dividirnos la renta. Henry lo dudó, pero yo sabía que teníamos que hacerlo.

En esa comedia romántica fácilmente se podría incluir un montaje cinematográfico de nuestros próximos tres años. Paseos ventosos por el Támesis. La celebración por mi primer trabajo de tiempo completo. Un viaje soleado a la casa de la familia de un amigo en Francia. Nuestro primer departamento solo para nosotros dentro de una antigua iglesia de piedra, donde teníamos dos enormes ventanas con vitrales y dos gatitos. Henry en el distrito de los diamantes de Londres buscando un lugar para ajustar la talla del anillo de compromiso de mi madre.

En realidad, el departamento dentro de la iglesia era pequeño, húmedo y demasiado caro incluso con nuestros dos sueldos. Conseguí un segundo trabajo. Pasé esas vacaciones con amigos en Francia llamando en secreto a mi hermana para pedirle 200 dólares prestados para saldar mi cuenta sobregirada.

Nunca habríamos sobrevivido esos años de vacas flacas, con tan poco dinero, sin amarnos profundamente. Pero si nuestra vida de apenas llegar a fin de mes necesitaba amor para soportarse, también me pregunto si era cierto lo contrario: ¿Nuestra relación se benefició del constante trabajo en equipo que era necesario para que funcionara? No nos alcanzaba para vivir el uno sin el otro y, de cierto modo, eso nos unía.

Pero nunca pudimos salir adelante. Comprometernos y mudarnos a Estados Unidos era mi solución, nuestro próximo plan. Estaba segura de que las cosas serían mejores, más fáciles y asequibles cuando nos mudáramos a Massachusetts.

En Estados Unidos, ambos encontramos trabajos más afines a nuestros intereses (el de Henry en tecnología, el mío en edición), pero nuestras finanzas maltrechas no cambiaron mucho. La atención diabética de Henry, que era gratuita en el Reino Unido, era cara y agotadora aquí, un aluvión de llamadas al seguro, rechazos y apelaciones. La página de inicio de mi computadora portátil, mi primera parada cada mañana durante años, era un calendario de facturas y gastos.

Propuse una nueva solución, mi último recurso: mudarnos con mis padres durante un año, con gatos y todo, para ahorrar y salir del ciclo de vivir al día.

A los gatos les encantaba la estufa de leña y yo estaba feliz de estar con mi familia tras años de ausencia. Henry vivía como un invitado en la casa, desarraigado y trasplantado de nuevo. Nuestra relación lo resintió, pero sí empezamos a sentir el alivio que supone tener una coma en el saldo de tu cuenta.

Después regresó el cáncer de mi madre por última vez y nuestros gatos desarrollaron una enfermedad misteriosa que los mató a ambos, luego de varias estancias largas y costosas en el hospital veterinario. La casa de mis padres se convirtió en un hospicio; a Henry y a mí apenas nos quedaba dinero suficiente en nuestras cuentas para rentar un departamento. Mi hermana nos prestó para el depósito.

Para cuando se lo devolví, un año y medio después, vivía yo sola.

Cuando Henry me dijo que se marcharía, me burlé de las cosas que dijo que necesitaba: espacio, independencia, autosuficiencia.

"Madura", le respondí. "Eso solo pasa en las películas". Me parecía egoísta querer algo más que seguridad, protección, solvencia. ¿Acaso no habíamos demostrado que podíamos vivir con nada y que necesitábamos poco? "¿Por qué de repente necesitas más?".

"Simplemente lo necesito", contestó. "Quizá tú también".

Hui a la habitación de mi infancia en la casa donde mi madre había muerto apenas un año antes, mientras Henry empacaba sus cosas a unos pueblos de distancia, deshaciendo la vida que yo había creído que estábamos construyendo juntos. Lloré la muerte de mi matrimonio y de mi madre. ¿Cómo podía quitarme el anillo que había sido su historia de amor, y luego la mía? Ambas habían terminado.

Pensaba que Henry y yo éramos inquebrantables, unidos por las mismas dificultades duraderas sobre las que habíamos bromeado alguna vez en el bar. Nuestra única batalla sería de nosotros contra el mundo.

No veía las batallas más cotidianas del matrimonio: el resentimiento, la autocomplacencia, la codependencia. El paso insidioso del romance a solo compartir un piso. Tenía un gran oído para detectar un traqueteo nuevo en el auto y repararlo. Pero no había oído lo que Henry llevaba meses diciendo: que no era feliz, que se sentía manejado y atrapado, que quería una vida propia.

Si me hubiera detenido a escuchar, tal vez habría oído las mismas preocupaciones traqueteando en mi interior.

Ese año tuve que replanteármelo todo. Perder a mi madre significó admitir que la trayectoria ascendente que siempre había imaginado (cada año mejor que el anterior, construyendo hacia una vida feliz y más fácil) no existía. Siempre creí que un ingreso suficiente era el factor determinante de la felicidad futura; no porque sobrevalorara el dinero, sino porque era lo único que me faltaba. Nunca consideré que las cosas importaban y las personas que necesitaba morirían o desaparecerían. Y que eso no tenía arreglo, yo no podía hacer nada al respecto.

Eso era aterrador, ¿pero quizá también podía ser liberador?

Le dije a mi terapeuta que lo que sea que ocurriera a la larga entre Henry y yo sería lo mejor.

"Eres muy optimista", me respondió, sorprendida.

Me encogí de hombros. "No se siente como optimismo".

Más bien se sentía como rendición. Las cosas que siempre creí que podía mantener a raya con jornadas largas y una planificación cuidadosa (el sufrimiento, el fracaso, la pérdida) habían venido a arruinarme. Pero allí estaba yo, en su consultorio, de algún modo, todavía de negro. Todavía en marcha. Era una especie de arrogancia, una ola en la que podía montarme. Confiaba en que me llevaría hacia adelante.

Cinco años después, volví a Londres para ver a unos amigos. Me quedé unos días con la madre del mejor amigo de Henry, a cuatro calles de nuestro húmedo departamento dentro de una iglesia. Le llamé desde la tienda lujosa Marks & Spencer que ahora estaba por nuestra antigua estación de metro, prueba de que el vecindario se había gentrificado por completo.

Él ya había visto la tienda cuando estuvo en la ciudad unos meses después de la muerte de su padre. Como no pudo volar a tiempo, vio por Zoom a su familia reunida en el crematorio. Me pidió que fuera a ver la llamada con él; los dos nos sentamos juntos en el sofá viejo que yo había encontrado en Craigslist mientras amueblábamos nuestro primer departamento en Estados Unidos. Uno de mis primeros intentos de arreglar nuestra relación.

Lo último que arreglé para nosotros fue nuestro divorcio amistoso, sin abogados. El papeleo era tan complicado que ambos salimos del juzgado tontamente aliviados. Henry nos tomó una selfi sonriente en el estacionamiento.

Ahora, ambos tenemos nuevos gatos, nuevas parejas y nuevas vidas. Hogares más felices, autos más resistentes. A veces, a la gente le sorprende saber que seguimos siendo amigos. A mí no me sorprende. Fue fácil perdonar a Henry por querer más, una vez que me di cuenta de que yo también quería lo mismo.