Para quienes estudiamos el fenómeno, nunca hubo ninguna duda: el antisionismo es el disfraz políticamente correcto del antisemitismo de siempre. Detrás de aquellos que corean ruidosamente su odio al sionismo (en general, sin conocer ni entender el concepto), late un pensamiento de odio a los judíos. Camuflado, pero puro.
Por supuesto, este símil será negado por los bienpensantes que aseguran amar las películas de Woody Allen y tener un amigo judío, y cuya pasión guerrera solo se dirige contra el primer ministro israelí. Intentan transformar su discurso de odio en un simple ejercicio crítico, y por ese camino se atreven a verbalizar todo tipo de barbaridades. El discurso de odio a Israel ha traspasado todas las fronteras éticas, convertido en un acoso y derribo a todo un país y a toda su gente. Es por ello que se trata de un odio que trasciende el ámbito del conflicto y aterriza en lo cotidiano: boicot a los israelíes en las competiciones deportivas, en los concursos de Eurovisión, en sus paseos como turistas, e incluso, en el súmmun de la locura, se llega a exigir el boicot a las universidades y a los científicos israelíes. Es un boicot a la persona por su origen y su identidad, más allá de sus acciones y de sus pensamientos, y así queda marcado cada israelí con la estrella de David en el brazo, en cada tuit, en cada consigna, en cada manifestación. Es un proceso de segregación, deshumanización y estigmatización contra todo un pueblo.
Israel, ese pequeño país que lleva luchando por su supervivencia desde que nació, asediado por guerras y azotado por el terrorismo, se convierte en el paria entre las naciones, como el pueblo judío se convirtió secularmente en el paria entre los pueblos. No es casual que el único país del mundo cuya existencia se discute, y al que se le adjudican las peores maldades de la humanidad -genocidio, apartheid, colonialismo-, sea el único que otorga el derecho internacional al pueblo judío. Nadie discute los países que nacieron al albur del puro de Churchill después de la Segunda Guerra, pero muchos se atreven a poner en duda la patria de los judíos que cuenta con más de tres mil años de historia. Ese es el significado del famoso “del río hasta el mar”: la aniquilación del estado judío.
Todo los síntomas nos llevan al mismo lugar: el antisionismo es la nueva marca del antisemitismo de siempre. Se transforma, muda, se disfraza, pero al final vuelve a ser el monstruo que expulsó a los judíos en la vieja Sefarad, los vilipendió en la Francia de Dreyfuss, los persiguió en la Rusia zarista y finalmente, de la mano de Hitler, masacró a tres cuartas partes de la población judía de Europa. Que la antorcha del antisemitismo clásico haya pasado a las manos del antisionismo de izquierdas es una desgracia moral y una evidencia letal.
Hablemos claro: la masacre del 7 de octubre fue la excusa para levantar y modernizar la vieja judeofobia y convertir al pueblo judío en el chivo expiatorio de todo mal. Los responsables de este tsunami de odio son dos grandes corrientes del pensamiento: el islamismo ideológico, que lleva el antisemitismo en el ADN; y la izquierda occidental, que ha llegado a cotas de irresponsabilidad inimaginables. ¡Quien le iba a decir al maléfico Yahya Sinwar, defensor de la misma ideología del Estado Islámico, que serían las izquierdas occidentales quienes trabajarían con más ardor por atacar a los judíos! Ese es el detalle en el que se esconde el diablo: el totalitarismo yihadista y la izquierda revolucionaria son cómplices del mismo odio. En ambos casos, seduciendo a jóvenes en los campus universitarios, alimentado los bulos inimaginables, creando falsedades horribles como si fueran aprendices de Goebbels, y animando a la segregación y al estigma a todo un pueblo. Son ideológicamente distintos, pero los une el odio a las democracias liberales, el odio a Israel -la democracia liberal más exitosa del mundo- y el odio a los judíos.
En este sentido, la matanza en la fiesta de Hanukká en Bondi Beach ha sido desgraciadamente muy ilustrativa. Los hechos son tan brutales como acostumbra a perpetrar el totalitarismo yihadista: buscar un lugar con muchas personas, disparar a todo el mundo, y matar cuantos más judíos sea posible. El mismo concepto que las cámaras de gas nazis: rapidez y efectividad letal. Pero lo ilustrativo no ha sido que dos cerebros corrompidos por una ideología del mal, en nombre de un dios de muerte, hayan hecho una masacre. Lo ilustrativo ha sido el intento de toda esta izquierda judeófoba de responsabilizar a Israel de la barbarie antisemita de Sidney, a causa de la guerra en Gaza. Al final, como siempre ha ocurrido, si matan a los judíos es porque tienen alguna culpa, no en vano los judíos nunca pueden ser víctimas, siempre deben ser victimarios. Así pasó con las víctimas del 7 de octubre, y así pasa en cada acto de violencia en sinagogas, en centros judíos, en grupos de turistas agredidos...: el foco de la culpa no se pone en los agresores, sino en las víctimas. ¿Se imaginan si cada vez que el yihadismo hace un atentado, los ciudadanos musulmanes no pudieran pasear por la calle con sus símbolos, o ir a las mezquitas, o celebrar sus fiestas sin sufrir agresiones? Y, sin embargo, eso es lo que ocurre con normalidad con los judíos: sus escuelas y sus sinagogas protegidas policialmente, sus símbolos escondidos, sus fiestas al amparo de la intimidad.
El antisemitismo es la escuela de odio más letal de la historia y está creciendo en todo el mundo a cotas de altísimo riesgo. Los judíos son solo 15 millones de personas en un mar de 8 mil millones. Un pueblo pequeño secularmente perseguido y asesinado, que vuelve a ser señalado. Y cuando esto ocurre, cuando el antisemitismo crece, se convierte en un aviso, en la fiebre de una enfermedad: significa que nuestra sociedad está infectada y que peligra la tolerancia y la libertad. Ninguna sociedad sale indemne cuando crece el odio a los judíos, porque en ese odio palpita el virus de nuestra destrucción. Esa es la irresponsabilidad de la izquierda jueófoba actual: en su locura de alimentar esta oleada de antisemitismo moderno, destruye la sociedad de la tolerancia. No hay democracia si los judíos son agredidos, sufren o se esconden. No la hay porque el antisemitismo no es un problema de los judíos, es un problema serio, violento y letal de la democracia.
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