Entre el caos radical y la institucionalidad

Si algún legado dejo, es el de haber cumplido con mi deber cuando era más fácil rendirse

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La presidenta de Perú, Dina
La presidenta de Perú, Dina Boluarte, llega al Congreso para pronunciar su discurso anual y último ante la nación, en Lima, Perú, el 28 de julio de 2025 (REUTERS/Angela Ponce/Foto de archivo)

Asumir la Presidencia de la República, hace exactamente tres años, no fue un acto de ambición, sino de responsabilidad histórica. Recibí un país devastado, exhausto tras años de inestabilidad política, profundamente polarizado, herido por un conflicto territorial creciente, sometido a un deterioro institucional acelerado y atravesado por una desconfianza social que amenazaba con desbordarse. Asumí el mando en el instante más delicado de nuestra vida republicana reciente, cuando el Perú se acercaba peligrosamente a un vacío de poder capaz de desatar una ruptura institucional con consecuencias irreparables. No contaba con un partido que me respaldara, ni con operadores que sostuvieran políticamente al Ejecutivo, ni con la tranquilidad de un clima social estable. Contaba únicamente con la Constitución y con la consciencia de que, si daba un paso atrás, el país podía caer en manos de quienes pretendían convertir la crisis en oportunidad para imponer agendas radicales ajenas al orden democrático.

La soledad con la que goberné no fue una metáfora, sino una realidad diaria. Sin bancada, sin una coalición que protegiera al Ejecutivo y sin los mecanismos tradicionales que sirven para amortiguar los conflictos, cada decisión fue tomada bajo un nivel de hostilidad que ningún presidente en tiempos constitucionales había enfrentado de manera tan abierta. Gobernar así implicó caminar sobre un terreno minado, administrar un país que hervía por dentro y, al mismo tiempo, impedir que la polarización se transformara en una fractura definitiva.

No fue sencillo ser la primera mujer presidenta del Perú en medio de semejante tormenta. El doble estándar aplicado a las mujeres en el poder se sintió con particular crudeza. En un país donde la cultura política sigue marcada por prejuicios de género, se me exigió demostrar autoridad sin exceder los límites que ciertos sectores consideran “aceptables” para una mujer; se me reclamó sensibilidad sin permitirme mostrar vulnerabilidad; se me pidió firmeza, pero se me condenó por ejercerla. A esa carga se sumó la de ser una mujer andina en un país donde la discriminación, durante décadas normalizada, continúa filtrándose en los juicios políticos y sociales. Mi identidad fue utilizada como arma arrojadiza tanto por quienes buscaban desacreditarme, como por quienes pretendían adueñarse de mi voz para moldearla a sus intereses.

Pero quizá lo más doloroso de este periodo fueron las traiciones. Algunas provenientes de personas que, habiendo compartido responsabilidades en el pasado, optaron por la conveniencia antes que por la coherencia. Otras surgieron desde espacios que, en lugar de defender la institucionalidad, apostaron a la desestabilización como estrategia de sobrevivencia política. En determinados momentos, parecía que se había instalado una competencia por ver quién contribuía más a erosionar al gobierno, aunque ello significara erosionar al país. Conocí la traición en su forma más sutil y en su forma más explícita, en sus silencios calculados y en sus discursos impostados. Y aun así, continué. No por quienes me traicionaron, sino por quienes creyeron que el Perú merecía un cierre de crisis responsable, no una implosión.

Es cierto que cometí errores. Ningún ser humano enfrentado a la magnitud de una crisis múltiple —política, social, territorial y comunicacional— puede sostener la perfección. Hubo momentos en los que pude escuchar mejor, comunicar de manera más empática o anticipar reacciones que la vorágine política hacía imposibles de prever. Pero la responsabilidad de reconocer errores no disminuye mi convicción de que cada decisión fue tomada bajo la premisa de proteger al Estado y evitar que el caos se convirtiera en la nueva normalidad.

Lo que se vio en la superficie fue la confrontación política; lo que no se vio fue la labor técnica que se sostuvo en silencio, preservar la estabilidad macroeconómica, evitar una caída en la calificación crediticia, impedir que los proyectos estratégicos; desde la infraestructura crítica hasta la protección ambiental, se paralizaran, garantizar previsibilidad para la inversión en un país que, en ese momento, parecía imprevisible.

Goberné con firmeza, sí, y entregué un país estable y viable, que volvió a ocupar los primeros puestos de la región en solidez macroeconómica y proyección de crecimiento. Pero también goberné con amor de madre, atendiendo de cerca a la población más vulnerable, a los “nadies”, a quienes no tienen voz en los salones del poder y cuya dignidad suele ser la primera víctima de las crisis políticas. Lo hice por ellos, porque el Estado no puede abandonar a quienes más dependen de él.

Muchos me sugirieron renunciar. Hubiera sido la salida más cómoda, quizá la más “popular”, pero también la más irresponsable. Renunciar en pleno incendio habría sido entregar el país a la deriva y abrir la puerta a quienes vieron en la crisis una oportunidad para refundar el Perú desde la confrontación, no desde la ley. No defendí un cargo; defendí la continuidad del Estado. Permanecer fue un acto de deber, no de apego.

Si la historia decide evaluarme, que lo haga desde la complejidad del momento, no desde la simplificación interesada. Que reconozca mis errores, pero que también entienda el peso de lo que enfrenté: un país dividido, una institucionalidad amenazada, una violencia política que buscaba arrasar con todo, un sistema que parecía empujar hacia la ruptura. Hice lo que correspondía, aun cuando muchos esperaban, o deseaban fuertemente, que no pudiera hacerlo.

Goberné en el borde del abismo. Sostuve la institucionalidad en medio del caos radical. Y si algún legado dejo, es el de haber cumplido con mi deber cuando era más fácil rendirse, cuando la presión invitaba a ceder y cuando la historia, no la política, exigía firmeza.

* Dina Boluarte fue presidenta del Perú entre el 7 de diciembre de 2022 y el 10 de octubre de 2025