El Grupo Andino, bajo el signo del caos y la esperanza

La llegada de Rodrigo Paz a la presidencia de Bolivia representa un giro histórico y abre expectativas de mayor libertad política y reconciliación nacional

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Rodrigo Paz. REUTERS/Claudia Morales
Rodrigo Paz. REUTERS/Claudia Morales

La elección de Rodrigo Paz como presidente de Bolivia luego de diecinueve años de imperio del MAS bajo Evo Morales y Luis Arce es vista por muchos analistas, entre los cuales me incluyo, como un signo de esperanza. Porque más allá de las cualidades individuales de Rodrigo Paz, la sucesión al autoritarismo demanda de dos cualidades políticas del liderazgo. La primera es el discernimiento de prioridades. Es decir, decidir acertadamente qué se hace primero y qué se hace después. Hoy está claro para todo el mundo que el pueblo boliviano ha gritado 'libertad’. Y por su discurso de aceptación de la victoria, está claro que el nuevo presidente va a priorizar esta dimensión de la política.

Porque luego de dos décadas de sectarismo político, impunidad para los gobernantes y caos económico, el pueblo de Bolivia desea retomar los aburridos días cuando había dólares en el Banco Central, las reservas de gas crecían, no era menester presentar un carnet de partido para realizar un trámite con las autoridades del Estado y la narrativa política era incluyente. Ejemplo de narrativas incluyentes fueron los slogans de campaña y líneas centrales de gobierno de Víctor Paz Estenssoro, Hernán Siles Suazo y Gonzalo Sánchez de Lozada. Para ellos, el progreso de Bolivia se lograría mediante la libertad y la educación y ambos ingredientes fueron desplegados en sus gestiones. Rodrigo Paz viene de esa cepa pero añade a su portafolio de capacidades el hecho de haber sido alcalde. Los alcaldes son la frontera entre el Estado y el pueblo y por ello saben leer el corazón de las gentes. Un alcalde prioriza las aspiraciones de la colectividad a las de las élites. Y esta virtud es esencial en las transiciones de autoritarismo a democracia. Habrá que recordar acá la exitosísima gestión de Rómulo Betancourt en Venezuela.

A esto se añade el hecho de que Rodrigo Paz ha tenido que intervenir en muchas negociaciones políticas para poder garantizar la gobernabilidad de su región cuando era alcalde. Esta cualidad también le servirá para estabilizar una nación entumecida por el hambre y el terror donde nadie confía en nadie. Tendrá que reconstruir entonces la confianza entre gobernante y gobernados. Y al pertenecer a una generación nueva, es mucho más probable que esté dispuesto, como lo hiciera Felipe González en su momento, a tender puentes con otras facciones políticas para superar la crisis económica. Porque no es desestimable el reto económico que confrontará Paz. Pero si lograse unir a los bolivianos dentro del estandarte de la libertad en democracia, la economía boliviana podrá resurgir recurriendo a sus reservas de litio, de elementos raros y de gas.

En Perú, por el contrario, la puerta giratoria instalada en la presidencia de ese país por las élites políticas podría estar dando señales de agotamiento. Desde 2022 el país ha sido sacudido por protestas masivas (algunas violentas) contra un sistema que le ha fallado a las grandes masas en dos acápites. En primer lugar, la libertad. El pueblo peruano se siente agobiado por las excesivas regulaciones que asfixian su capacidad emprendedora y le impiden desarrollar negocios pequeños y exitosos. En segundo lugar, Perú no ha logrado hacer crecer su clase media pese a que su desempeño económico es quizás uno de los punteros de América Latina. Según la OCDE, Perú logró una tasa de crecimiento promedio anual del PIB de 5,1% entre 2000-2019, muy por encima de sus pares latinoamericanos. Pero esto no se ha traducido en mayor prosperidad para los estratos de menores ingresos. De hecho, entre el 27% y el 29% de la población vive en pobreza y el 70% de la mano de obra se encuentra empeñada en la economía informal.

Y es harto conocido que el trabajo informal ata a generaciones enteras a la pobreza y las aleja de la prosperidad. Y si bien Perú ha construido sólidos fundamentos macroeconómicos: baja deuda pública (en términos relativos), reservas considerables, no ha desarrollado servicios públicos de calidad que sirvan para el progreso humano de su población. En términos de concentración de riqueza, solo Colombia le gana al Perú, cuyo índice de Gini es 40.7. El 1% superior de los peruanos controla casi un tercio de los ingresos del país, mientras que el 50% más pobre posee sólo alrededor del 6%. El COVID-19 resaltó estas deficiencias del sistema político peruano y estamos viendo que la estrategia de las élites de apresar presidentes para calmar las ansiedades populares ya entró en la fase de rendimientos decrecientes.

En la primera parte de 2026, Perú deberá elegir un nuevo jefe de Estado. Y si para ese entonces no aparece una fuerza política con suficiente sagacidad como para unir en una coalición prodemocracia a la pléyade de movimientos que participarán, el resultado será una presidencia frágil, un congreso que invade las facultades del ejecutivo y un país paralizado por el descontento popular. Bajo esas condiciones, la economía podría resentirse y el país caer en una etapa de crisis que podría degenerar en violencia incontrolable. Esa situación seguro impactaría negativamente a Ecuador y a Bolivia.