
Costa Rica vive un momento decisivo en materia de justicia. El aumento de causas acumuladas, los tiempos de resolución, la gran deuda en asuntos tan sensibles como la violencia sexual y de género, y la creciente presión del crimen organizado exigen actuar con urgencia, pero también con profundidad. No se trata de reformar por impulso, sino de repensar el sistema judicial para que vuelva a ser el punto de encuentro entre la ley, la confianza ciudadana y la seguridad democrática.
En años recientes, la ciudadanía ha comenzado a mirar al Poder Judicial con una mezcla de respeto y frustración. Respeto por el papel que ha jugado en la historia institucional del país, pero frustración por la lentitud de los procesos y la percepción de privilegios que lo alejan del ciudadano común. Esa distancia es peligrosa: cuando la gente deja de creer que la justicia resuelve, busca otros caminos, y la convivencia se debilita.
La justicia no solo debe ser independiente, sino que también debe parecerlo. Esa doble condición asegura la legitimidad necesaria para fortalecer el Estado de Derecho. En una democracia madura, la independencia judicial no se mide solo por lo que dictan las leyes, sino también por la conducta cotidiana de quienes administran justicia. Cada fallo, cada decisión procesal, cada investigación debe transmitir imparcialidad. Esa es la base sobre la que se construye la confianza pública.
Es fundamental recordar que más allá de los casos que ocupan los titulares y los debates políticos, el trabajo diario de jueces y fiscales es atender a los ciudadanos que buscan respuestas para resolver un conflicto, zanjar una disputa o reparar una injusticia. Todo debate sobre una reforma debe mantener ese objetivo como su guía principal. Por eso, cualquier transformación del sistema judicial debe ir acompañada de una revisión seria de los recursos humanos, de la carga de trabajo y de la rendición de cuentas, para que la independencia no se confunda con inmunidad ni la autonomía con aislamiento.
Para cumplir una tarea de esta dimensión, necesitamos un debate amplio, informado y transparente. No se trata solo de aprobar leyes o ajustar reglamentos, sino de construir un consenso que permita que la justicia funcione mejor sin perder sus equilibrios esenciales. Una reforma de esta magnitud debe involucrar a la mayor cantidad de actores en la disposición de un debate serio poniendo al país por delante.
La discusión no puede ignorar el contexto regional. El crimen organizado se ha expandido con rapidez por América Latina y amenaza con romper los cimientos de países históricamente estables. Costa Rica, con su tradición de paz y democracia, no es inmune a esta dolorosa realidad. Los cárteles, el lavado de dinero y las economías ilegales buscan penetrar los sistemas financieros, corromper estructuras y debilitar al Estado desde dentro. Enfrentar esa amenaza requiere dotar al sistema de justicia de herramientas modernas y eficaces. No basta con tener buenas leyes si los procesos siguen siendo lentos o si los delitos financieros avanzan más rápido que las investigaciones.
La reforma judicial, por tanto, debe ser también una reforma desde la dimensión de la seguridad. No se puede seguir postergando la inclusión y ampliación de los medios necesarios para investigar e intervenir con rapidez en el intento de detener actividades criminales o sancionarlas como un mensaje claro. Modernizar la justicia penal, permitir el acceso oportuno a información financiera y fortalecer la cooperación internacional son pasos necesarios para combatir economías criminales cada vez más sofisticadas. Las circunstancias exigen actuar frente a un enemigo común: el crimen que desestabiliza y amenaza la convivencia democrática.
Otro aspecto clave en esta discusión es la incorporación de la tecnología en la gestión judicial. Las herramientas digitales pueden ser aliadas poderosas para agilizar trámites, reducir la congestión de causas y acercar la justicia a la ciudadanía. Pero esa modernización tiene también su reverso: exige legislar y establecer controles claros para prevenir abusos, proteger los datos personales y garantizar que la tecnología sirva a la justicia, y no al revés. La digitalización, bien empleada, puede convertirse en un símbolo de transparencia y eficiencia; mal gestionada, en cambio, puede reproducir desigualdades o comprometer los derechos de los ciudadanos.
El desafío, entonces, es doble: responder a las amenazas del crimen y responder a las necesidades del ciudadano común. En ambos frentes, la justicia debe ser un servicio, no un campo de batalla del poder. Es esencial que la justicia no se preste, ni en la realidad ni en la apariencia, al juego político. Que sus actos no puedan interpretarse como interferencias indebidas, lo que debilita a todo nuestro sistema democrático. La verdadera fortaleza institucional está en la coherencia con que se ejerce la independencia y en la rapidez con que se atiende al ciudadano.
Solo así, con una justicia independiente, eficiente y confiable, Costa Rica podrá seguir siendo el país donde la ley no divide, sino que protege. Esa es, en última instancia, la meta de toda reforma: que la justicia responda, resuelva conflictos de todo tipo, cuide del que requiere su protección y sancione a quienes actúan contra la ley.
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