“Al poder” en un contexto originario cabría definírsele como “aquel del cual todo depende”. Si indagáramos en lo relacionado a dónde divisársele responderíamos que “en todas partes”. Esto es, con el adverbio “doquiera”. En un lenguaje más sencillo contestaríamos que se le mira, advierte, ejerce y hasta se le teme, sin excepciones, en los desemejantes sectores de la sociedad y en esencia en las relaciones cotidianas entre los individuos que la conforman. Se le identifica, también, con acertada lógica, como una “superestructura”.
En criterio de Jorge Carrizo, quien se desempeñara como embajador de México en Francia, “el poder” es la capacidad de una persona para influir en su convivencia con las demás. Se trata de un proceso abierto, pero jamás concluido, tanto en la democracia, el socialismo y cualesquiera otro sistema desde donde se le mire. Suele ir de la mano con el Estado siendo fuente el uno del otro, en un largo camino en aras de “un acuerdo mayoritario” que suele volcarse en una constitución y en leyes que de ella derivan. Se lee, por consiguiente, que “el poder” es un fenómeno general que se manifiesta en todos los sectores de la sociedad. Y para “la ética cristiana” se ha concedido al hombre para que lo ejerza subordinado al amor de Dios y del prójimo. Pero, con la advertencia, por demás, oportuna, de que ha de evitarse que se convierta en un “demonio de destrucción”. Su sensatez, deberíamos tener claro, está condicionada a que se le mantenga al servicio del crecimiento de la persona y de la sociedad que derivare del esfuerzo de aquella.
Las ideas expuestas en lo relacionado con el poder nos conducen a “las potencias”, motivo para puntualizar en qué sentido la una es causa de la otra, hipótesis no del todo sencilla si nos planteáramos determinar cuál de las dos es primero, esto es, si “el poder es generador de la potencia o al revés”. Entendemos que en el lenguaje político, en lo concerniente a la última son tres palabras las que definen en el contexto de este ensayo, a las más respetadas y hasta temerosas, esto es, “las potencias mundiales”, en el entendido de que se está haciendo referencia a los países calificados como “potencias mundiales” y, por consiguiente, a aquellos, cuyas providencias, dado su poderío militar, económico y de bienestar social, son determinantes para la paz de la humanidad, pero, asimismo, “lo opuesto”, en ocasiones que no han faltado. Menos mal que en la lingüística conseguimos, aparentemente, una especie de alivio pues leemos que “la potencias mundiales”, conforman, lingüísticamente, “una frase sustantiva, no una oración completa”. Dios quiera que la primera se refiera a algo de lo más leve, en las actuaciones de los países que dominan al mundo.
La potencia mundial o “gran potencia”, como también se le denomina, están llamadas, en principio, a convertirse en instancias de organizaciones internacionales o de países singularmente considerados, para posibilitar un cambio: 1. Una mutación en otro o en sí mismo, 2. Un cambio para bien, antes que para mal y 3. En la literatura a la “potencia mundial o gran potencia” suele definírsele, por tanto, como “el calificativo atribuido a un Estado o entidad política que tiene la capacidad de influir a escala mundial a través de su poderío militar o económico. Su influencia se ejerce sobre la diplomacia internacional: sus opiniones deben ser tenidas en cuenta por otras naciones antes de tomar una acción diplomática o militar. Una característica de “una gran potencia” es la habilidad de intervenir militarmente en cualquier lugar. Además, las grandes potencias poseen una influencia cultural que se manifiesta en forma de inversiones en partes menos desarrolladas del mundo. Pudiera arriesgarse, en procura de una definición, de que “el poder y la potencia se autoalimentan”, por lo que cada uno depende del otro. Aislados no generarían iguales consecuencias.
El profesor español Luis V. Pérez Gil en una interesante investigación afirma, que cuando acudimos al término “potencia” pretendemos determinar en qué medida, en el contexto de las relaciones entre los países, de hoy día, no se generan sacrificios de sus propias soberanías, puesto que aquel con mayores recursos económicos y población tiene más influencia fuera de sus fronteras, mayor seguridad frente a las presiones, las amenazas y el ataque militar y, en definitiva, más prestigio y amplio campo de elección en la elaboración y ejecución de su política exterior. Por el contrario, un Estado pequeño es más vulnerable, menos resistente a las presiones del exterior y con mayores limitaciones en sus opciones políticas, por lo ha de mantener una vinculación más limitativa entre sus políticas interior y exterior. El académico distingue tres tipos de naciones: 1. Aquellas cuyo interés principal reside en sí mismas, por lo que la fuerza que puedan desarrollar se encuentra limitada a una esfera geográfica muy restringida, 2. Los Estados con influencia en un sector particular de las relaciones internacionales de índole regional y que por tal motivo se les ha calificado tradicionalmente como “potencias medias” o “regionales” y 3. El tercer tipo de Estados lo forman aquellos cuyos recursos, intereses y capacidades militares son tales, que pueden hacer sentir su influencia en todos los asuntos mundiales y alcanzar sus objetivos de una forma más plena. Para el profesor Pérez Gil, las “grandes potencias”.
No sería exagerado afirmar que la humanidad revela una feroz competencia en lo relativo a la calificación de los países como “potencias mundiales”. Los primeros lugares lo ocuparon durante la denominada “guerra fría”, como leemos, un prolongado conflicto político, ideológico y económico que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial entre Estados Unidos (Bloque capitalista) y la Unión Soviética (Bloque comunista). Se escribe, también, que “en el siglo XX” la categorización benefició a Alemania, los Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, el Reino Unido y la Unión Soviética. El proceso condujo, “por ahora”, a que Estados Unidos y la Unión Soviética se convirtieran en las superpotencias, pero la desintegración de la segunda condujo al liderazgo de USA. El proceso allí no se detuvo, pues, a Estados Unidos, durante las primeras décadas del siglo XXI, se le ha calificado como “la primera potencia mundial” en términos de PIB nominal y fuerza militar y tecnológica. Pero en el comienzo del siglo XXI se mira a China con posibilidades para desafiar el poderío estadounidense.
Quien estas líneas escribe piensa que la humanidad como que anduviese mejor sin “poder ni potencias mundiales”, pero está, también, convencido que imaginarlo es una utopía, pues son interminables las evidencias de que guerrear se llevase en la sangre, por lo que suena como prudente expresar que las batallas proseguirán, inclusive, después de que el mundo se haya acabado. En el libro “De la Guerra”, consta que el General Karl Von Clausewitz, alemán, hijo de un miembro del ejército de Federico El Grande, ingresó joven a la academia como soldado. En sus hazañas nos ha parecido por demás peculiar, el hecho de que en l812 decidió incorporarse al ejército ruso, “pues la confrontación con su propio país” constituía para él valerse de la guerra para liberar a Alemania, su patria, del dominio francés. Para su satisfacción la batalla de Leipzig significó la extinción de la influencia francesa sobre Alemania, incorporándose de nuevo, en 1814, al ejército prusiano, con el que pudo asistir a la batalla triunfal de Waterloo.
Es interesante, asimismo, con respecto a la problemática de las guerras, el libro de Mario Vargas Llosa, titulado “La Guerra del Fin del Mundo”, calificado como “un apasionante fresco de aventuras, una soberbia reconstrucción histórica y una pieza literaria sabiamente trabada. Es un hecho histórico, una insurrección popular, de signo religioso, paradójicamente a la vez revolucionaria y reaccionaria que se produjo a fines del siglo XIX en las tierras del Nordeste de Brasil.
Preguntarse con respecto a la legitimidad de estructurar “el poder” para convertirse en “potencia” nos conduce a puntualizar: 1. El porqué y 2. El para qué, Repuestas, las loables: 1. En aras de la paz de la humanidad, 2. Para una aceptable igualdad social, 3. Para poner término al flagelo del hambre, 4. Para democracias reales y 5. Una humanidad mejor.
No puede dejar de mencionarse que a América Latina, un continente que no escapa de las equivocaciones, algunas voluntarias, pero otras no, se le mira golpeada en el propio inicio del presente siglo, crisis que deviene de los anteriores. Hoy ubicada por grandes potencias en “el mero centro de una verdadera narco economía”, alimentada por el “narcotráfico” el cual, como escribe el destacado jurista y político ecuatoriano Rodrigo Borja, Presidente de su país de 1988 a 1992, “ha penetrado los mandos del Estado y de la fuerza pública. Ha roto la imparcialidad de la justicia, ha corrompido a políticos. Ha atemorizado a policías. Ha creado un nuevo poder social levantado sobre la corrupción, el crimen y el terror”.
En los océanos cuyas aguas bañan al continente, los EEUU, todavía hoy una de las más sólidas, por no decir la primera potencia del mundo, ha ubicado fuerza militar ante lo que estima una situación crítica por el tráfico de estupefacientes. ¿A quiénes se responsabilizará? es una pregunta dudosa de responder, pero mucho más complicado pensar en que cambios y penalidades surgirán no solo en lo relativo a gobernantes, legisladores y jueces, sino, también, a personas con los bolsillos repletos y poderosas corporaciones en tan dañina actividad.
El lector que nos ayude.
@LuuisBGuerra
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