
La dictadura de Nicolás Maduro se prepara para llevar a cabo unas pseudoelecciones en medio de un país asediado por el miedo, la injusticia y la barbarie policial de un Estado represor. Un país que, a pesar de ello, tiene más presente ahora que nunca su decisión amplia, irrevocable y valiente de cambiar, expresada en las urnas el pasado 28 de julio de 2024, y que el régimen decidió desconocer, ignorando el mandato popular.
Maduro, sin el menor pudor, se ha atrevido a cuestionar las elecciones presidenciales en Ecuador, hablando de un posible fraude orquestado con el apoyo de Estados Unidos. Nada más inmoral y cínico que despotricar contra un resultado electoral en otro país, cuando han pasado nueve meses y la dictadura aún no ha publicado ni una sola acta del proceso del 28 de julio.
Esta nueva farsa electoral que Maduro pretende ejecutar se llevará a cabo bajo las mismas reglas del CNE que encubrió el fraude monumental. Un CNE que no presentó actas, que colaboró activamente en la manipulación del proceso, y que sigue sirviendo de instrumento a un régimen autoritario. Con más de mil presos políticos, con toda la dirigencia democrática encarcelada, en el exilio o en la clandestinidad —como María Corina Machado—, con la prensa censurada y la justicia subordinada al poder, y, lo que es aún peor, bajo un estado de sitio denunciado por la propia ONU, donde se criminaliza toda forma de disidencia.
María Corina Machado, el presidente electo Edmundo González y la Unidad Democrática han tomado la decisión correcta: no participar en ningún proceso electoral hasta que se reconozca la victoria del 28 de julio y se inicie una transición política ordenada. Lamentablemente, un pequeño grupo ha desacatado esta línea política y se ha sumado al juego de Maduro, traicionando la lucha democrática del pueblo venezolano.

Henrique Capriles es quizá el personaje más notorio entre quienes rompieron la unidad. Dos veces candidato presidencial y figura emblemática de la oposición durante años, hoy se ha alineado con la agenda del régimen. Desde hace tiempo, Capriles y su grupo operaron para impedir las primarias, promovieron una candidatura distinta a la de Edmundo González, y no defendieron el triunfo del 28 de julio. Sin embargo, apenas el régimen convocó este nuevo proceso viciado, fueron los primeros en ofrecerse para participar.
La dictadura les pagó ese triste favor levantándoles las inhabilitaciones, mientras el resto de la dirigencia sigue proscrita, y otorgándoles una tarjeta electoral, en un país donde los partidos democráticos han sido ilegalizados o judicializados.
Las razones que condujeron a este sector a traicionar la causa democrática pueden ser muchas: miedo, intereses personales, incomprensión del momento histórico o simplemente el deseo de sobrevivir políticamente dentro de un sistema represivo. Pero sea cual sea la motivación, lo cierto es que ya no son oposición, y así deben ser vistos por la comunidad internacional. No se trata de una división o fragmentación: se trata de un grupo que cruzó la línea y decidió formar parte de la dictadura. Pasaron del combate a la complacencia, de la esperanza al cálculo, y eligieron ser actores de una tragicomedia electoral, mientras el país se desangra.

Estamos, quizás, ante el momento más importante de la historia contemporánea de Venezuela. El país espera que sus líderes estén a la altura de las circunstancias. Quienes han optado por el camino de los cálculos mezquinos y las traiciones disfrazadas de pragmatismo han elegido salir por la puerta de atrás de la política. No se trata de acumular cargos —que en dictadura son meramente simbólicos—, ni de ganar elecciones a cualquier precio, ni muchos menos de figurar en titulares. La verdadera grandeza se construye sobre principios firmes, coherencia moral y el valor de defender lo correcto, aun cuando hacerlo implique sacrificios personales.
No tengo ninguna duda: Venezuela será libre. Y cuando llegue ese día, el pueblo venezolano sabrá distinguir entre quienes resistieron con dignidad… y quienes normalizaron el horror.
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