
Los fantásticos jardines de Filoli Estate, en las afueras de San Francisco, brindaron el marco para la esperada cumbre entre los presidentes de los Estados Unidos, Joe Biden, y de la República Popular China, Xi Jinping.
El encuentro de los dos hombres más poderosos del mundo buscó “estabilizar” las deterioradas relaciones sino-americanas. Las que arrastran años de tensiones que condujeron a su punto más bajo desde el reinicio de su relación diplomática en 1979.
La importancia de la reunión -celebrada en los márgenes de la cumbre de la APEC- adquiere la trascendencia derivada del contexto en el que se produce. El que está marcado por el descenso de la política mundial y la proliferación de conflictos en geografías diversas como Ucrania, el Cáucaso y Oriente Medio.
Es en este contexto en que debe comprenderse la expectativa por los resultados de la cumbre Biden-Xi y el esperado anuncio del reinicio de las comunicaciones militares interrumpidas después de la controvertida visita de la entonces Speaker Nancy Pelosi a Taiwán en el verano de 2022.
Asimismo, acordaron constituir un grupo de trabajo conjunto para la lucha contra el narcotráfico. A la vez que, de acuerdo con la agencia estatal china Xinhua, acordaron establecer un diálogo sobre Inteligencia Artificial y aumentar las frecuencias de vuelos comerciales. Por su parte, el mandatario norteamericano afirmó que había recalcado a Xi la importancia de la “paz y la estabilidad” en el Estrecho de Taiwán.
Como es sabido, en los últimos meses las relaciones entre Washington y Beijing se habían deteriorado seriamente toda vez que a pesar del intento de “deshielo” de la cumbre de ambos líderes en los márgenes del G20 en Bali (Indonesia) en noviembre de 2022, el episodio de la detección de un globo chino sobre territorio norteamericano volvió a envenenar la relación a comienzos de este año.
EEUU y China mantienen divergencias aparentemente insalvables en temas cruciales como Taiwán, Derechos Humanos, las provocaciones norcoreanas, la guerra comercial y la guerra en Ucrania.
No obstante, el People´s Daily calificó la cumbre como “positiva, comprensiva y constructiva” y expresó las esperanzas de que “San Francisco se convierta en un nuevo punto de partida”.

Son acaso estas modestas expectativas las que pueden esperarse en observación de la realidad de los hechos. En tanto vivimos en un mundo signado por la muy mala relación que las principales potencias han venido desarrollando en la última década, en un extremo que ha conducido a los EEUU a mantener un enfrentamiento simultáneo con China y con Rusia.
Al tiempo de observar cómo potencias tradicionalmente enemigas -como China, Rusia, Irán y Turquía- parecen abandonar sus antiguas disputas ante una comunidad de intereses derivadas de sus posturas anti-occidentales. Con el menoscabo que ello significa para quienes creemos en las virtudes del mundo libre.
Pero los hechos se desarrollan, a su vez, en un tiempo en el que, como fruto de formidables avances tecnológicos, las relaciones internacionales se han vuelto por primera vez auténticamente globales. A la vez que el centro de los acontecimientos parece girar inexorablemente hacia el Indo-Pacífico, escenario en el que probablemente se enfrenten los intereses estratégicos de los dos mayores protagonistas de la escena del mundo.
En un marco en el que Occidente parece enfrentar, por primera vez en los últimos cinco siglos, la elevación de un competidor no occidental en la primera línea del liderazgo global. Como consecuencia del extraordinario crecimiento chino, completado después de cuatro décadas de apertura y reformas capitalistas que consagraron su ascenso a la categoría de superpotencia económica.
Una realidad que coincide con el evidente agotamiento del periodo “unipolar” que siguió al fin de la Guerra Fría y que pareció augurar la extensión ilimitada del liderazgo norteamericano basado en la promoción de la democracia y las economías abiertas.
Supuestos que parecieron confirmarse solo parcialmente en el curso de las tres últimas décadas, en virtud de la aparición de competidores que configuran un orden global cambiante. Y en el que a los EEUU parece reservársele el privilegiado pero no excluyente rol de “primus inter pares” del sistema, tal como anticipara magistralmente nada menos que Henry Kissinger en “Diplomacy” (1994). Cuando reconoció que a la vez de ejercer aquel rol, los EEUU no dejarían de ser una nación como otras.
Entonces, en plena efervescencia de la hegemonía norteamericana, Kissinger explicó que los líderes de su país no debían observar aquella realidad como una humillación o como el síntoma de su decadencia nacional, dado que a lo largo de casi toda la historia, los EEUU fueron una nación entre otras y no la superpotencia predominante.
Acaso aquellas enseñanzas permitan alejar, en la medida de lo posible, la extensión de sentimientos primitivos que adjudican a Occidente la culpabilidad de una interminable serie de humillaciones iniciada con las guerras del Opio. Los que pueden impulsar la búsqueda de una política revisionista como la planteada en su momento por Mao. Sintetizada en su premonición de que en el mundo soplaban dos vientos. Mientras que uno venía del Oeste y el otro del Este. Adjudicándole a éste último el soplar más fuerte.
De pronto por un momento, las noticias de San Francisco parecieron apartar aquellas convicciones. Porque aparentemente motivados por la observación de un criterio realista, los líderes mostraron inclinarse ante la virtud de la prudencia.
El norteamericano recordó que los EEUU y China tiene la obligación de asegurar que su competencia no se transforme en conflicto. Al tiempo que el jefe del Politburó del PCCH aseguró que la Tierra era suficientemente grande para albergar las ambiciones de ambas potencias.
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