
La minería de criptomonedas se convirtió para Rusia en algo más que un negocio. Tras la invasión de Ucrania, cuando las sanciones occidentales cerraron el acceso al sistema financiero internacional, el Kremlin descubrió una salida inesperada: transformar electricidad y gas en divisas virtuales que circulan al margen del dólar y fuera del escrutinio de Occidente.
En 2022, el gobierno estadounidense sancionó a la firma rusa BitRiver, señalando que Moscú podía aprovechar su energía barata y el clima frío para minar criptomonedas y así eludir las restricciones financieras. El Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), un think tank con sede en la capital norteamericana, coincidió en que Rusia podría recurrir a la minería cripto para compensar parte de la pérdida de ingresos, aunque subrayó los límites de esa estrategia: la escasa liquidez global y la dificultad de convertir rublos en activos digitales a gran escala restringen seriamente su margen de maniobra.
En pocos años, Rusia dejó de ser un actor periférico para convertirse en uno de los principales países en participación del hashrate global, es decir, de la capacidad de procesamiento que sostiene la red de Bitcoin, creando un circuito paralelo de liquidez en pleno corazón de la guerra.
El ecosistema digital del Kremlin
A finales de 2024, estimaciones privadas atribuían a Rusia más del 16% del hashrate mundial, un salto notable desde el 11% de 2021, cuando ocupaba el tercer lugar detrás de Estados Unidos y Kazajistán.
Este ascenso responde a un conjunto de ventajas naturales y decisiones políticas calculadas: las hidroeléctricas siberianas ofrecen tarifas eléctricas muy por debajo de la media europea; el clima frío reduce costos de enfriamiento; y, crucialmente, la legalización de la minería aprobada en noviembre de 2024. Por primera vez, el Kremlin admitía sin rodeos que las criptomonedas no serían tratadas como un fenómeno marginal, sino como una industria útil en tiempos de bloqueo económico.

La devaluación del rublo en 2022 volvió el negocio aún más atractivo. Lo que en dólares parecía rentabilidad modesta, en moneda local se transformó en un incentivo poderoso para que empresas energéticas volcaran parte de su producción a alimentar granjas de criptominería. La ecuación era simple: convertir electrones en monedas digitales para comerciar fuera de los bancos occidentales.
Este proceso no quedó en manos de aventureros, sino de corporaciones con peso en el sistema ruso. BitRiver, fundada en 2017, creció hasta convertirse en el mayor operador del país: 15 centros de datos en funcionamiento, más de 175.000 equipos y otros 14 complejos en construcción.
Sus alianzas revelan la naturaleza del proyecto. Gazprom Neft, filial petrolera de la principal empresa estatal de gas, suministra electricidad a partir de gas que de otro modo se desperdiciaría. EN+ Group, controlado por el magnate Oleg Deripaska —sancionado por EEUU—, aporta centrales hidroeléctricas siberianas. Sberbank, el banco más grande del país, firmó un convenio en 2024 para impulsar la “soberanía digital” junto con la minera.
No es un ecosistema paralelo, sino un engranaje más de la economía de guerra.
Putin reconoció que Rusia se convirtió en líder mundial en minería de criptomonedas, gracias a excedentes de energía y clima frío. Pero advirtió que ese boom minero empieza a causar apagones en regiones clave, lo que exige nuevas regulaciones.

En diciembre de 2024, el ministro de Finanzas, Anton Siluanov, confirmó que Rusia ya autoriza el uso de criptomonedas —incluido el Bitcoin minado en su territorio— para pagos relacionados con el comercio exterior, como una respuesta legal implantada en 2024 para sortear sanciones occidentales.
Moscú también busca diversificar más allá de Bitcoin. En 2025 apareció A7A5, una stablecoin vinculada al rublo y operada desde Kirguistán, respaldada por depósitos en el banco estatal ruso Promsvyazbank, bajo sanciones de Occidente. En apenas cuatro meses desde su lanzamiento, el Financial Times reportó que movió ya 9.300 millones de dólares en transacciones, y para julio de 2025 los analistas de Elliptic estimaban un acumulado de más de 40.000 millones, con flujos diarios superiores a 1.000 millones de dólares.
Este miércoles, el Reino Unido amplió las sanciones a las redes financieras detrás de A7A5, acusándolas de facilitar el comercio internacional ruso y de servir como canal de evasión frente a las restricciones occidentales.
En paralelo a esa apuesta por monedas privadas, el Banco de Rusia acelera el desarrollo de su propia divisa digital. El rublo digital se presenta oficialmente como un proyecto de modernización de pagos minoristas, pero en la práctica busca también abrir canales de liquidez fuera del radar internacional. Tras varios ensayos piloto en 2024 y 2025, la autoridad monetaria fijó como fecha de inicio de la introducción masiva el 1 de septiembre de 2026, con obligatoriedad para los grandes bancos y comercios, y un plazo extendido hasta 2028 para el resto del sistema financiero.
Estos desarrollos no surgieron de la nada. La experiencia con Garantex —plataforma de compraventa criptomonedas— fue reveladora: cuando la empresa rusa fue clausurada en 2022 por acusaciones de lavado de dinero y Occidente congeló millones en Tether, buena parte de esos fondos ya se había desplazado hacia plataformas bajo control ruso. Ese episodio convenció al Kremlin de que las reglas del sistema global podían sortearse si se construía un circuito digital propio, desde stablecoins hasta el rublo digital.

La apuesta por la IA
El siguiente movimiento del Kremlin apuntó más allá del Bitcoin. Putin lo había dicho en 2017 con una frase que resuena hoy: “Quien se convierta en líder en IA dominará el mundo”.
Pero no era solo ambición futurista. Para Rusia, apostar a la inteligencia artificial es otra forma de escapar las sanciones. Si Estados Unidos y Europa pueden bloquear chips, software o servicios en la nube, el país necesita alternativas propias para no quedar digitalmente paralizado.
La Estrategia Nacional de IA de Rusia, lanzada en 2019 y reformulada en 2024, fijó objetivos ambiciosos: quintuplicar graduados, invertir billones de rublos y alcanzar seis exaflops de capacidad de cómputo hacia 2030 (un exaflop equivale a un trillón de operaciones por segundo, la medida con la que se evalúan los superordenadores de última generación).
El contraste con la realidad es duro. La fuga de decenas de miles de programadores tras la invasión a Ucrania vació gran parte del talento necesario. Los cortes en suministro de semiconductores occidentales redujeron la capacidad de entrenar modelos avanzados. Desde 2017, Rusia logró producir apenas tres modelos de gran escala, frente a más de 150 en Estados Unidos y más de 120 en China.

Aun así, el Kremlin persiste. La IA es vista como un terreno donde todavía se puede ganar ventaja, especialmente en defensa y vigilancia interna.
Con Amazon Web Services y Microsoft fuera del país, bancos y tecnológicas nacionales levantan sus propias nubes. Sberbank, Tinkoff y Rostelecom financian instalaciones capaces de alojar cientos de miles de servidores. Siberia, con su frío permanente y electricidad abundante, aparece nuevamente como escenario ideal.
El panorama es desigual. En el terreno civil, los resultados son pobres. GigaChat de Sberbank y Alice de Yandex no se acercan a la calidad de ChatGPT. Funcionarios rusos recurrieron incluso a herramientas occidentales prohibidas en su propio país para campañas de desinformación.
Pero en el terreno militar, los avances son visibles: drones con algoritmos autónomos, sistemas de propaganda automatizados, vigilancia masiva urbana.

La paradoja del poder digital
Las cifras globales subrayan la desventaja. En 2024, la inversión privada en IA en Estados Unidos llegó a 109.000 millones dólares, contra 9.300 millones en China y montos marginales en Rusia.
La brecha es enorme, pero el Kremlin persiste. La criptominería le ofrece ingresos inmediatos; la inteligencia artificial, aunque rezagada, le promete un espacio de poder futuro. Ambas forman parte de la misma estrategia: levantar un ecosistema digital soberano, capaz de sobrevivir bajo sanciones y funcionar fuera del alcance occidental.
El resultado es una paradoja difícil de resolver. Rusia obtiene beneficios rápidos del “oro digital” de las criptomonedas, pero apuesta a una carrera tecnológica de largo plazo en desventaja frente a las potencias.
Lo que une ambas apuestas es la lógica política: la tecnología no como innovación abierta, sino como herramienta de supervivencia de un régimen que enfrenta las consecuencias de su agresión.
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