
El 12 de agosto de 2000, un submarino nuclear de la Flota del Norte se hundió en el mar de Barents durante unas maniobras navales. El Kursk, orgullo de la Armada rusa y símbolo de su capacidad de disuasión, quedó reducido a un amasijo de acero a 108 metros de profundidad. Ninguno de sus 118 tripulantes sobrevivió. La tragedia expuso la fragilidad de una fuerza militar heredera de la URSS y la persistencia de una cultura política marcada por el secreto y la opacidad.
Un cuarto de siglo después, las ceremonias conmemorativas se han celebrado en varios puntos del país: Múrmansk, sede de la Flota del Norte; San Petersburgo, cuna de la Armada; la ciudad de Kursk, que daba nombre al navío; y Sebastopol, base de la Flota del Mar Negro. En Múrmansk, autoridades locales y veteranos se reunieron junto al monumento formado por la torreta del submarino. También se ofició una misa en la base de Vidiáyevo, de donde partió el Kursk en su última travesía.
En la región homónima, el gobernador Alexandr Jinshtéin recordó a los siete marinos nacidos allí y enterrados en el Memorial Central: “Para Kursk… fue una tragedia doble”. En San Petersburgo, las campanas de la catedral de San Nicolás de los Marinos marcaron el inicio de una misa en honor a los caídos. El gobernador de Múrmansk, Andréi Chibis, subrayó en Telegram que “esta tragedia se convirtió en símbolo del coraje ilimitado de los submarinistas, que se mantuvieron fieles a su deber hasta el final”.
A pesar de la relevancia histórica, Vladímir Putin no participó en ninguno de los actos, como tampoco lo ha hecho en los 25 años transcurridos. Su ausencia recuerda la polémica de 2000, cuando decidió no interrumpir sus vacaciones en Sochi y demoró más de una semana en pronunciarse sobre el suceso. La gestión oficial estuvo marcada por el rechazo inicial a la asistencia internacional, incluso cuando Noruega y Reino Unido ofrecieron ayuda inmediata.
Cómo ocurrió la tragedia

La mañana del 12 de agosto, durante un ejercicio en el mar de Barents, se registraron dos explosiones en el compartimiento de torpedos del Kursk. La primera, causada por una fuga de peróxido de hidrógeno de alta pureza en un torpedo de práctica, provocó una detonación equivalente a varios cientos de kilos de TNT. Dos minutos después, una segunda explosión mucho mayor destruyó los compartimientos delanteros y precipitó al submarino hasta el lecho marino.
Las investigaciones revelaron graves fallos estructurales: uso de armamento obsoleto, deficiencias en el mantenimiento y la desconexión deliberada de la boya de rescate automática, diseñada para marcar la posición de la nave. Esa decisión, tomada para evitar que adversarios accedieran a información técnica, impidió localizar rápidamente el submarino.

La nave fue hallada en la madrugada del 13 de agosto, pero las autoridades tardaron cinco días en aceptar ayuda exterior. Cuando un equipo noruego logró abrir una escotilla el 21 de agosto, encontró el compartimiento inundado. Para entonces, todos los tripulantes habían muerto. Notas recuperadas después confirmaron que al menos 23 hombres sobrevivieron varias horas en la sección de popa, luchando contra la falta de oxígeno y el frío extremo.
“13.15. Todos los tripulantes de los compartimentos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas, está muy oscuro para escribir, pero lo intentaré con el tacto”, decía la primera nota, escrita con letra azul sobre una hoja de papel rayado.
La segunda, escrita varias horas después, agregaba en una evidente despedida: “Parece que no hay posibilidades, 10-20%. Esperemos que al menos alguien lea esto. Saludos a todos, no hay necesidad de desesperarse”.
Las dos notas manuscritas encontradas en un bolsillo del uniforme del teniente Dmitri Kolésnikov estaban fechadas el 12 de agosto de 2000, pocas horas después de que el submarino se hundiera en el Mar de Barents.

El Kursk y la desconfianza hacia Occidente
La tragedia del Kursk se produjo en un momento de redefinición de las relaciones entre Rusia y Occidente. Putin acababa de llegar al poder y buscaba proyectar fortaleza militar en medio de una Armada debilitada por la crisis postsoviética. La negativa inicial a aceptar ayuda de la OTAN no solo respondió a consideraciones técnicas, sino a un cálculo político: evitar que fuerzas occidentales accedieran a tecnología nuclear sensible. El episodio tensó los lazos con Noruega y Reino Unido, y reforzó en Moscú la narrativa de que la seguridad nacional debía prevalecer sobre la cooperación internacional, incluso a costa de vidas humanas.
El desastre se convirtió en una herida nacional y en un símbolo de la decadencia militar postsoviética. El Kremlin cerró el capítulo con la recuperación del submarino en 2001 y el pago de indemnizaciones a las familias, pero nunca asumió responsabilidad política ni permitió una investigación independiente. En los medios controlados por el Estado, la tragedia fue tratada como un episodio desafortunado, sin cuestionar las decisiones que sellaron el destino de los tripulantes.

Las imágenes de madres y esposas enfrentando a Putin en hospitales, reclamando respuestas, forman parte de la memoria visual más incómoda de su carrera. Una de las escenas más recordadas fue la de Nadezhda Tylik, madre de un marinero, quien gritó a un alto funcionario: “¡Ustedes deberían dispararse ahora! ¡Nunca los perdonaremos!”. En medio de la reunión, y ante las cámaras, una enfermera de civil la sedó sin su consentimiento y la retiró inconsciente de la sala.
El recuerdo del Kursk, hoy, convive con una Rusia en guerra, donde persiste el secretismo sobre las bajas militares. La tragedia es un recordatorio de que la opacidad y la negligencia no son hechos aislados, sino rasgos estructurales de un sistema que prioriza su imagen y su control sobre la vida de sus propios ciudadanos.
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