La Plaza San Pedro tembló otra vez, pero no solo por el estruendo de la multitud, sino por algo más antiguo y más sutil: la liturgia. A las seis de la tarde, cuando el cardenal protodiácono entonó el “Habemus Papam” y el nombre Robertus Franciscus se deslizó por los altavoces, el mundo no solo recibió un nuevo pontífice. Asistió, también, a un cambio de atmósfera, de lenguaje visual, de teología encarnada en tela, oro y rito.
No fue necesario que hablara. El mensaje estaba ya bordado en su estola, acariciando la sotana blanca con la dignidad de los siglos. Estaba en la muceta roja, ese pequeño manto de armiño que cubre los hombros y que los fotógrafos habían olvidado enfocar durante más de una década. Estaba en el cíngulo dorado que colgaba de su cuello, símbolo ancestral de autoridad y de servicio a la vez.
También llevaba el Anillo del Pescador, un símbolo de su autoridad papal, que completaba su imagen como sucesor de Pedro. El nuevo Papa no llegó como un reformador, sino como un heredero. No rompió la tradición: la convocó.

Y sin embargo, León XIV —porque así ha elegido llamarse Robert Prevost, agustino de alma andina— no pareció arrogante en su ornamento. Se lo vio conmovido, los ojos húmedos, la sonrisa temblorosa. En su primer discurso como Papa, saludó a los fieles con un mensaje de paz:
"Este es el primer saludo de Cristo resucitado, el buen pastor que dio su vida por el rebaño de Dios" —dijo, con voz clara, mientras la multitud lo escuchaba en silencio—. “La paz sea con ustedes”.
Fue un llamado a la paz desarmante, humilde y perseverante, como él mismo lo definió. Un mensaje de unidad y esperanza en medio de las incertidumbres del mundo. En su tono, la emoción era palpable, como si las palabras se le escaparan de un corazón que aún abrazaba la magnitud del momento.
Al inicio de su discurso, León XIV recordó la voz de Francisco, el Papa que lo precedió, y pidió que la luz de su bendición siguiera iluminando a Roma y al mundo. Fue una mención llena de gratitud y respeto, un gesto de continuidad en el que reconoció la huella de su antecesor en la historia reciente de la Iglesia.
"¡Gracias al Papa Francisco!" —exclamó, mientras dirigía una mirada a los fieles y a los cardenales reunidos.
El nuevo Papa, que también lleva consigo la nacionalidad peruana, se dirigió especialmente a su querida diócesis de Chiclayo, un lugar que lo acompañó en su misión. A la comunidad peruana, le envió un saludo afectuoso en español: "A mi querida diócesis de Chiclayo, en el Perú, un pueblo fiel que ha acompañado a su obispo, ha compartido su fe y ha dado tanto para seguir siendo Iglesia fiel de Jesucristo" dijo, con un tono que reflejaba su profunda conexión con esa tierra.

En su discurso, León XIV también insistió en la importancia de ser una Iglesia sinodal, que camina unida, sin miedo a anunciar el Evangelio, que construye puentes y siempre busca la paz y la justicia. Como agustino, proveniente de la misión, destacó la necesidad de ser una Iglesia cercana a los pobres y a los que sufren, de mantener un corazón abierto y caritativo para con todos.
"Debemos ser una Iglesia misionera, una Iglesia que construye puentes y el diálogo siempre abiertos a recibir a todos, a todos aquellos que necesitan nuestra caridad, nuestra presencia", subrayó.
Al finalizar su mensaje, León XIV invitó a los fieles a unirse en oración, pidiendo la intercesión de la Virgen María por la paz del mundo y por toda la Iglesia. Con una humildad palpable, concluyó su primer discurso como Papa con un sencillo Ave María, pidiendo por todos los pueblos y por la unidad de la Iglesia.

El acto se selló con el símbolo de un Papa que no solo se viste de blanco, sino que también viste de esperanza, de continuidad y de compromiso pastoral.
Da la impresión de que León XIV considera que la cruz no necesita del oro, pero que el oro puede honrar la cruz. En esa visión del ritual y del simbolismo litúrgico, podría caber el perfil de un futuro pontífice: sobrio en el corazón, pero sin miedo al esplendor como gesto de lo sagrado.
Ahora, al frente de la Cátedra de Pedro, León XIV enfrenta otro tipo de desafíos: los de una Iglesia que debe unirse en medio de las tensiones del mundo moderno.
En Roma, se sabe, los gestos pesan tanto como los dogmas. Este Papa eligió los suyos con precisión quirúrgica: vestirse como antes, pero hablar como hoy. No negó la herencia de Francisco, pero la envolvió en terciopelo cardenalicio. No renunció al espíritu conciliar, pero le devolvió al papado su teatralidad mística.
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