
Durante siglos, el nombre elegido por el sucesor de Pedro ha sido mucho más que un homenaje: ha sido un espejo del pasado y una promesa para el futuro. Si el nuevo pontífice optara por llamarse Francisco II, no cabrían dudas del guiño a la compasión pastoral de su antecesor, a su revolución desde los márgenes, a ese impulso de mirar a los últimos como primeros. Pero si no lo hace, si opta por otro nombre —uno antiguo, inesperado o completamente nuevo—, también allí habrá una señal: de continuidad matizada, de énfasis distinto o incluso de apertura a una etapa aún no delineada.
El ritual comienza en latín, pero lo que realmente importa es lo que viene después del “Habemus Papam”: el nombre elegido. No es una elección menor ni un trámite ceremonial. Es una señal que se lanza desde lo alto de la basílica de San Pedro al resto del mundo, como una bandera que define con qué rostro se presentará la Iglesia en los años por venir. Y aunque esa decisión parezca íntima, casi mística, es en realidad profundamente política.

No siempre fue así. En los primeros siglos del cristianismo, los papas conservaban su nombre de pila, sin disfraz ni reinvención. Hasta que uno de ellos, llamado Mercurio, entendió que portar el nombre de un dios pagano no era la mejor carta de presentación para guiar a los fieles. Eligió llamarse Juan II. Ese gesto fundacional abrió una tradición que, con el tiempo, se consolidó como norma: adoptar un nuevo nombre como símbolo de un nuevo comienzo.
El siglo XI fue el punto de inflexión. La elección de nombres dejó de ser un gesto individual para convertirse en una declaración de linaje espiritual. Algunos optaban por honrar a quien los había hecho cardenales. Otros buscaban refugio en nombres de santos, de obispos antiguos, de pastores que representaban épocas de estabilidad o reforma. Con el tiempo, Juan, Gregorio y Benedicto se volvieron recurrentes. Pío emergió como emblema del conservadurismo. Y fue recién en el siglo XX cuando el nombre empezó a ser leído como manifiesto.
El cardenal Albino Luciani, en 1978, sorprendió con un nombre compuesto: Juan Pablo I. Homenajeó a dos papas opuestos en estilo, pero unidos por el mismo concilio que había intentado renovar la Iglesia. Su pontificado duró apenas 33 días, pero su gesto se volvió profético. Lo siguió Juan Pablo II, el papa viajero, el del colapso del comunismo, el del Catecismo y las multitudes.
Y después llegó Francisco, el primer papa latinoamericano, el primer jesuita, el primer Francisco. Su nombre lo decía todo: San Francisco de Asís, el santo de la pobreza, de los animales, del despojo. Fue una ruptura. Un corte. Una forma de decir: esto no es más de lo mismo. Fue también un acto de valentía: abrir un camino que nadie había recorrido. Su estilo, sus prioridades —los descartados, el diálogo interreligioso, el medioambiente— nacían de esa palabra.
Elegir ese mismo nombre ahora, con un “II” al final, no solo sería una reverencia: sería una continuidad. Un pacto con los mismos olvidados.
“El nombre anticipa el proyecto” —dice Roberto Regoli, historiador de la Universidad Gregoriana de Roma—. No se elige porque suena bonito. Se elige porque dice algo, porque define una agenda.

Por eso también hay nombres que pesan como piedras. Difícil imaginar un nuevo Inocencio, nombre arrastrado por escándalos, silencios culpables, memorias amargas. O un Urbano, relegado al olvido. Algunos cardenales prefieren mirar hacia lo seguro, lo familiar. Pero otros podrían querer marcar época.
Una alternativa intrigante sería Ignacio I, en honor al fundador de los jesuitas. Nunca ha existido uno. El símbolo sería potente: un papa que reafirma no solo su pertenencia, sino la visión estratégica e intelectual que ha caracterizado a la orden fundada por San Ignacio de Loyola.
Cierta vez, Francisco bromeó que su sucesor podría llamarse Juan XXIV, evocando al impulsor del Concilio Vaticano II, el hombre que sacó al Vaticano del siglo XIX y lo envió, casi a empujones, hacia el siglo XX. Pero si el humo blanco anunciara un Pío XIII, podría insinuarse un papado de acento más tradicional, inclinado a recuperar formas litúrgicas antiguas y a afirmar con claridad los contornos de la doctrina. Una elección así podría marcar una preferencia por el resguardo de la identidad católica frente a los vaivenes del mundo, más que por la búsqueda de nuevos puentes.
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